El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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—No fue casualidad. Fue Dios —la severa mueca de sus labios contradecía el alivio que destellaba en sus ojos verdes—. Me has llamado Nica. ¿Dónde habías oído ese nombre?
Él parpadeó con asombro.
—¿Te he llamado así? No me he dado cuenta. Supongo que se lo oiría a la hermana Marian —se apartó para llamar a Jackin y Gillian, que seguían abrazados juntos—. Vamos. ¡Simon, vuelve aquí!
Los condujo al campamento como a un rebaño de ovejas asustadas.
—Nunca más volváis a separaros del grupo.
Dominica mantuvo la boca cerrada. No quería darle problemas a nadie, pero tenía que escribir, rezar y atender sus necesidades. Se separaría del grupo cada vez que lo necesitara. Garren podía ser un mensajero de Dios, pero empezaba a abusar de su paciencia.
Y las sensaciones que le provocaba al tocarla empezaban a asustarla…
Día dos.
Mientras contemplaba el glorioso amanecer que Dios brindaba bajo el dosel de susurrantes hojas, con Inocencio acurrucado a sus pies, Dominica se preguntaba lo que podría escribir sobre el día anterior.
Se acarició la nariz con el extremo de la pluma de escribir. No le había contado a nadie lo de las plumas santas, y tampoco podía escribir sobre ellas. Las palabras escritas no se disolvían en el aire.
Y aún más poderosa que el recuerdo de las plumas era la imagen de Jackin y Gillian abrazados y envueltos por un caparazón invisible. La felicidad que los unía era escalofriante. ¿Cómo sería sentir aquella compenetración que podía rivalizar con el éxtasis divino?
Sacudió la cabeza, pero no consiguió borrar la imagen. Peor aún, al pensar en Jackin y Gillian volvió a sentir las manos de Garren consolándola y a oír su voz llamándola «Nica».
Garren… No podía pensar en él como El Salvador. Era demasiado grande, demasiado cercano, demasiado real. Le había dicho que nunca había pensado en casarse, pero no era cierto. Simplemente, no había conocido a muchos hombres. Tan solo al abad, a lord William y a los chicos de la aldea.
Y a lord Richard.
La pluma tembló sobre el pergamino.
Habían hablado de casarla con Peter, el hijo del herrero, que se había cortado el pulgar derecho con un hacha. Era bastante simplón y corto de entendederas, pero muy simpático y no más sucio que la mayoría. El suelo de tierra de la casa no era más duro que el camastro del priorato, y el trabajo de una esposa no debería de ser más difícil que atender a las hermanas.
Pero en la casa del herrero no habría letras, y ella les había suplicado que no la enviaran a donde no hubiese letras. La priora había accedido y Peter se casó con la hija del carpintero, con quien tuvo tres hijos.
«Mejor es casarse que quemarse».
Siempre había creído que san Pablo se refería a quemarse en el infierno, pero Garren le había quemado la piel al tocarla. ¿Sería la misma sensación que empujaba a Jackin y a Gillian a unirse a plena luz del día? Si ella se hubiera casado, ¿habría sentido lo mismo que ellos?
No, no podía ser. Dios quería que transmitiera su mensaje por escrito, no que sucumbiera a la tentación de la carne. Por muy instructivo que fuera presenciar el alcance de esa tentación, no era su destino. Y lo iba a demostrar con aquel viaje. A Dios. A la priora. Y a sí misma.
Aire fresco, escribió. Muchos gorriones.
El rabo de Inocencio golpeó alegremente el suelo, anunciando la llegada de alguien.
—Discúlpame —dijo Gillian, de nuevo modestamente cubierta.
Era la primera vez que Dominica la veía sin su marido. Tenía mejillas redondas, nariz pequeña y unos ojos marrones que casi desaparecían al sonreír. Pero en esos momentos no sonreía.
—No quería interrumpir tu meditación, pero le dije a Jackin que tenía que buscarte y disculparme por lo que has visto hoy. Ya sé que es un pecado disfrutar así y que tú no debes ver esas cosas, pero a veces nos invade el deseo y no podemos reprimirnos.
Dominica confió en que la sombra de las hojas ocultara su rubor.
—No pasa nada. Y sí, la verdad es que nunca había visto… eso —no conocía una palabra adecuada para definirlo.
Gillian bajó la mirada a la pluma y el pergamino y los ojos se le abrieron como platos.
—Sabes escribir…
—Sí —corroboró ella, sintiendo la pecaminosa satisfacción del orgullo.
—¿Podrías escribirme una cosa que te diga?
—La hermana Marian escribe mucho mejor que yo. Es la encargada de copiarlo todo en el priorato.
Gillian agachó avergonzadamente la cabeza y se puso roja hasta las orejas.
—No es algo que pueda pedirle a una monja que escriba.
La curiosidad le hizo cosquillas en los dedos.
—Bueno, yo todavía no soy monja, aunque espero serlo.
—Oh, no te preocupes, no es nada malo. Es algo que… bueno, algo que tiene que ver con lo que has visto. Por favor.
¿Por qué querría Gillian tener algo así por escrito? ¿Y qué palabras conocía Dominica para describirlo?
Fuera como fuera, había recibido de Dios el don de la escritura y su obligación era usarlo.
—Lo haría con mucho gusto, pero esto es lo único que tengo para escribir —le dio la vuelta al pergamino que tendría que durarle todo el viaje.
Gillian entornó los ojos al ver las letras que llenaban el pergamino, como si intentara descifrarlas.
—Podrías comprar más. Yo te lo pagaría, si no cuesta demasiado —se sentó a su lado y le agarró la mano libre antes de que Dominica pudiera responder—. Es un mensaje para santa Larina, para que sepa por qué peregrinamos. No quiero hablar de ello delante de un sacerdote, y he pensado que si pudieras escribirlo sería más claro para santa Larina. No quiero que me malinterprete después de haber hecho todo el viaje.
—Santa Larina entenderá lo que albergas en el corazón si rezas como es debido.
—Pero a veces, cuando me estoy confesando, el cura me reprocha que no hablo lo suficientemente claro para Dios. No sé latín ni nada, y tengo miedo de equivocarme con las palabras cuando se lo pida a santa Larina. Es muy importante para mí…
Dominica se enfureció con aquel cura anónimo que censuraba la forma de expresarse de Gillian. Por eso quería escribir la Biblia en la lengua vulgar, para que una mujer como Gillian nunca se avergonzara de hablarle a Dios.
—Lo haré —le prometió, apretándole los dedos—. Encontraremos a algún vendedor de pergaminos.
—Oh, gracias, gracias… Si