El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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Era fácil dejar atrás la preocupación de la hermana Marian y las soporíferas e interminables historias de la viuda, pero no podía hacer lo mismo con los sentimientos que Garren le despertaba. Tenía que encontrar la fuerza necesaria para mirarlo sin ruborizarse y sin que se le llenara la cabeza de imágenes pecaminosas.
—¿Qué intenta decirme Dios? —le preguntó a Inocencio mientras contemplaba las margaritas que crecían junto al camino.
Unos momentos después se aproximó una de las pequeñas figuras a grandes zancadas. Dominica se levantó y esperó que llegase junto a ella mientras intentaba pensar en cosas piadosas.
—Te dije ayer que no te perdieras de vista —la reprendió, agarrándola por el brazo como si ella estuviese caminando y quisiera detenerla. Apretó los labios y respiró agitadamente, seguramente por el enojo, ya que una distancia tan corta no podía dejarlo sin aliento.
—Por aquí no hay ladrones —adujo ella. La mano de Garren en su brazo desnudo la hizo pensar en Jackin y Gillian, piel contra piel.
—Que no los veas no significa que no estén ahí —le soltó el brazo—. ¿Te ha molestado Simon y por eso te has apartado del grupo?
Dominica no podía decirle que el motivo no habían sido las palabras de Simon, sino sus propios pensamientos.
—Se estaba riendo de ellos por algo que debería permanecer en la intimidad.
Garren empezó a caminar y ella le siguió el paso. La melodía de las armoniosas voces de los hermanos flotaba tras ellos y los cayados golpeaban rítmicamente el suelo.
—Ayer viste algo muy íntimo —dijo él.
Dominica buscó alguna mariposa sobre las flores, pero todas parecían estar revoloteando en su estómago. En un desesperado intento por aliviar la tensión que le provocaba su presencia, agarró un palo del suelo y lo lanzó con todas sus fuerzas. Inocencio salió corriendo tras él, dispersando una bandada de pájaros en el prado.
—Es algo que hacen los perros —comentó. Les había visto hacerlo en una ocasión, cuando encontró a Inocencio pegado a la perra blanca de la hermana Margaret bajo las flores moradas del tomillo. Dominica se apresuró a separarlos, pero el perro volvió a montar a la hembra una y otra vez. Lo hacían con una vehemencia frenética, pero no se podía comparar a lo que había visto el día anterior. Gillian y Jackin se fundían con un anhelo tan intenso que corrían el riesgo de morir si se separaban.
—¿Te inquietó lo que viste? —le preguntó Garren en tono suave.
No se imaginaba cuánto…
—Creía que le habíais dicho a Simon que no era un tema apropiado para hablar delante de una dama —repuso ella, como si viera parejas desnudas todos los días—. Jackin y Gillian estaban disfrutando en exceso.
—¿En exceso? —un atisbo de sonrisa amenazaba con iluminar su rostro.
—Es pecado sentir un placer excesivo con la carne.
—¿Y tú reconoces un placer excesivo? —preguntó él, a punto de reírse.
Dominica se puso colorada. Por supuesto que no reconocía lo que era un placer excesivo, y su ignorancia la hacía preguntarse si lo que había presenciado era lo normal. ¿Sería así siempre entre un hombre y una mujer?
—San Agustín fue muy claro al respecto.
—¿Qué sabes de san Agustín?
Sabía lo que había leído de él. En una ocasión empleó sesenta y dos plumas de oca para copiar una parte de La ciudad de Dios, pero no estaba lista para compartir con Garren su afición por la escritura.
—Os dije que quiero ingresar en la orden. Como monja necesitaré conocer las doctrinas de los Padres de la Iglesia.
—¿Y los Padres de la Iglesia desaprueban el placer carnal?
—Pues claro que sí —solo un hereje cuestionaría a san Agustín, y Dios jamás le habría confiado las plumas de santa Larina a un hereje.
«Puede que no sea lo que tú crees», las palabras de la hermana Marian resonaron en su cabeza y le provocaron un escalofrío.
—Ahora lo entiendo… Dios os ha enviado para que pongáis a prueba mis conocimientos. Quiere estar seguro de que soy digna de tomar los votos. Debería habérmelo imaginado —irguió los hombros bajo la capa y juntó las manos sobre el estómago, como hacía siempre la madre Juliana—. Estoy lista. Adelante.
El rostro de Garren se endureció visiblemente.
—Está bien, explícame la doctrina. Dime qué hay de malo en que un hombre y una mujer disfruten al unirse.
Su respiración era un poco temblorosa. Sin duda estaba desconcertado por haber sido descubierto. Dios no había previsto que ella fuera lo suficientemente lista para darse cuenta de su plan.
Un soplo de aire levantó un mechón de sus cabellos y le hizo cosquillas en la oreja.
—Muy bien.
Dominica respiró hondo y se imaginó ataviada con un hábito negro. Bajo el peso de la capa empezaba a sudar copiosamente. El tema le parecía demasiado íntimo para discutirlo con un hombre, aunque solo fuera por explicar la doctrina eclesiástica.
—San Agustín dijo que no hay nada más vergonzoso que las relaciones sexuales. La única razón por la que Dios permite que un hombre y una mujer se unan es para que la mujer pueda concebir.
La mirada de Garren la traspasó como un inquisidor implacable.
—¿Cómo sabes eso?
—Todo el mundo lo sabe. El único propósito del apareamiento es tener hijos.
—¿El único? —repitió él. En sus verdes ojos brillaban otros propósitos que explicarían mejor el éxtasis compartido por Jackin y Gillian.
—El único —insistió ella con firmeza, intentando no perder la concentración—. Si hombre y mujer se unen por placer y no para engendrar, están incurriendo en pecado —la lengua se le pegaba al paladar al decirlo. La doctrina le había parecido mucho más simple al leerla.
—¿Y por qué Dios pretende que seamos unos desgraciados?
—Dios quiere que seamos felices en el Cielo, no en la ilusión temporal de esta vida terrena.
—¿Por qué es pecado disfrutar de la tierra que Dios ha creado para nosotros? —le preguntó con una mirada intensa y desafiante.
Lo que Garren decía estaba mal, pero Dominica no sabía por qué. Miró por encima del hombro en busca de la hermana Marian, pero el grupo aún estaba muy lejos.
—Estáis intentando confundirme.