El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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Ni siquiera podía mantener a sí mismo.
—No tendrás que casarte con ella.
Garren se fijó en un remiendo de su hábito descolorido y se preguntó si la priora tendría el dinero que le había prometido.
—Ni pagar una multa.
—Si tuvieras dinero, no te molestarías siquiera en considerar mi oferta. No, tampoco tendrás que pagar una multa. Dios tiene otros planes.
Dios otra vez… siempre la misma excusa para todos los males del mundo. Eran hipócritas como aquella priora los que le habían hecho alejarse de la iglesia.
—Entiendo que no os preocupéis por mi alma inmortal, pero ¿y la de ella? ¿Qué le pasará después?
Los ojos de la priora lo examinaron atentamente, como si intentara decidir si era digno de una respuesta.
—Su vida seguirá como hasta ahora.
Garren albergaba serias dudas al respecto, pero con el dinero que le estaba ofreciendo podría hacer la peregrinación que le había prometido a William y aún le sobraría bastante. El conde estaba a un paso de la muerte y Garren no tenía muchos motivos para ser optimista cuando el poder pasara a manos de su hermano Richard. Inglaterra y Francia estaban en paz, por lo que no quedarían muchas oportunidades para un soldado que solo contaba con su caballo y su armadura.
Pero con el dinero que recibiría, más lo que había conseguido en Francia, podría comprarse un poco de tierra en algún rincón perdido del país, donde Dios y él podrían ignorarse mutuamente.
—¿Podéis pagarme ahora?
—Soy priora, no idiota. Tendrás el dinero a tu regreso. Y solo si tienes éxito en tu misión. ¿Estás dispuesto a ello?
El alegre canturreo de la chica seguía zumbándole en los oídos. ¿Qué importancia tenía un pecado más ante un dios que solo castigaba a los justos?
Y tampoco pasaría nada si la iglesia perdía a aquella novicia en particular. Ya se había quedado con muchas.
Asintió.
—La hermana Marian también hará el viaje, pero ella no sabe nada de esto. Quiere que la chica realice la peregrinación y vuelva a la orden.
—Y vos no.
La priora se santiguó, y un ligero estremecimiento sacudió el borde de su túnica.
—Es una expósita con los ojos del diablo. Dios puede devolverla al redil… —su sonrisa no tenía nada de piadosa—. Y tú serás su instrumento.
Dos
—Mira, ahí está… El Salvador —la hermana Marian le susurró al oído para que nadie más oyera el blasfemo apelativo con que se conocía al hombre que, al igual que el verdadero Salvador, había rescatado a un hombre de entre los muertos.
—¿Dónde? ¿Quién? —preguntó Dominica en voz alta.
Todo el mundo se había congregado en el patio del castillo Readington para asistir a la partida de los peregrinos. Los rebuznos, relinchos y ladridos ensordecían los sensibles oídos de Dominica, acostumbrados al silencio monacal. A los pies de Marian, Inocencio ladraba ferozmente a cualquier criatura con cuatro patas.
—Ahí. Junto al caballo zaino.
Dominica ahogó un gemido. Era el mismo hombre que había visto en la ventana de la priora.
Por su aspecto no parecía ningún santo. Ancho de hombros, cabello castaño oscuro y ligeramente rizado, barba incipiente, piel curtida por una vida terrenal más que contemplativa…
Volvió a encontrarse con su mirada y, al igual que ocurrió la vez anterior, sintió que algo la llamaba en su interior. Sin duda debía de ser la santidad de aquel hombre.
Inocencio soltó un fuerte ladrido y se lanzó tras un gato anaranjado.
—Voy a por él —exclamó Dominica antes de que Marian pudiera decir nada. Iba a ser muy difícil proteger a Inocencio de las tentaciones que acechaban en el mundo profano.
Los pies se le enredaron en las faldas, de modo que se las levantó para correr velozmente por el patio. El aire fresco se arremolinaba entre sus piernas mientras evitaba carros, burros y personas, hasta que finalmente atrapó a Inocencio junto a las patas de un caballo.
Un caballo grande y zaino… con un hombre alto y corpulento a su lado.
El Salvador era mucho más imponente visto de cerca. Una espada colgaba del cinto, junto a la alforja de peregrino. Llevaba algo alrededor del cuello, oculto bajo la túnica. Algún objeto de penitencia, tal vez.
—Buenos días —lo saludó, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. No eran marrones, como le habían parecido en un principio, sino verdes—. Soy Dominica.
Él la miró con una expresión triste y cansada, como si Dios lo estuviese poniendo a prueba continuamente.
—Ya sé quién eres.
Su mirada le provocó un extraño, pero agradable, hormigueo.
—¿Os lo ha dicho Dios? —si Dios le hablaba a ella, seguro que también mantenía largas conversaciones con alguien tan venerable.
Él frunció el ceño y pareció reprimir una sonrisa.
—Me lo dijo la priora.
Dominica se preguntó qué más le habría contado la priora. El perro se retorció en sus brazos y ella le rascó la cabeza.
—Este es Inocencio.
La sonrisa apareció finalmente en sus pétreos labios.
—En honor a nuestro Santo Padre de Aviñón, sin duda.
Seguro que aquello no se lo había contado la priora.
—Todos os estamos muy agradecidos por haber rescatado al conde de la muerte —le dijo, sin darle tiempo a preguntarse si el nombre del perro tenía como propósito honrar al Papa o burlarse de él—. ¿Olía mal, como Lázaro?
—¿Perdón?
—La Biblia dice que Lázaro olía mal por llevar cuatro días muerto.
—No creo que hayas oído hablar del mal olor de Lázaro en las homilías del abad.
—Las hermanas leen las Sagradas Escrituras durante la comida y me dejan escuchar —no quiso decirle que las había leído ella misma, y confío en que no advirtiera su pequeño engaño.
—No me parece que la historia de Lázaro sea la más recomendable para