Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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en las costas de Europa. Y no sólo de Europa, sino de Asia y África también, a tal grado que la gente creía que eran hombres-lobo. Cuando llegaron aquí se encontraron con los hunos, cuya furia guerrera había arrasado la tierra como una llama viviente, de tal manera que las víctimas agonizantes afirmaban que por sus venas corría la sangre de aquellas antiguas brujas que, al ser expulsadas de Escitia, se habían apareado con los demonios en el desierto. ¡Estúpidos! ¿Qué demonio o qué bruja ha sido jamás tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas? —dijo, levantando los brazos—. ¿Acaso es de sorprenderse que fuéramos una raza conquistadora, que fuéramos orgullosos, que cuando los magiares, los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos atacaron por miles nuestras fronteras, los hayamos hecho retroceder? ¿Es difícil de creer que cuando Árpád y sus legiones arrasaron con la patria húngara, nos encontraran aquí al llegar a la frontera, y que el Honfoglalás se hubiera consumado aquí? ¿Y que cuando los húngaros se desplazaron hacia el Este, los victoriosos magiares recurrieran a sus parientes los sículos, confiándonos la guardia de su frontera con Turquía durante siglos? Y lo que es más, que nos hayan confiado el deber permanente de la vigilancia fronteriza, porque, como dicen los turcos: “mientras el agua duerme, el enemigo vela”. ¿Acaso hubo otro entre las Cuatro Naciones que recibiera más gustoso que nosotros la “espada sangrienta”, o que al grito de guerra del rey corriera más rápidamente a su lado? Cuándo fue redimida la gran afrenta de mi nación, la vergüenza de Cassova, y las banderas de los valacos y de los magiares cayeron ante la Media Luna, ¿quién sino uno de mi propia raza, venció a los turcos en su propia tierra cuando como vaivoda cruzó el Danubio? ¡Era sin duda alguna un Drácula! ¡Qué infortunio que su propio e indigno hermano, al verse derrotado, haya vendido su pueblo a los turcos, trayendo sobre nosotros la vergüenza de la esclavitud! ¿No fue este mismo Drácula, el que inspiró a aquel otro de su raza, el cual, en una época posterior, dirigió sus fuerzas a través del gran río para invadir Turquía, y que, al ser derrotado, regresó una y otra vez, porque sabía que, aunque regresara solo del sangriento campo de batalla donde sus tropas estaban siendo masacradas, él podía conseguir la victoria? La gente dice que actuaba pensando sólo en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un líder? ¿En qué termina la guerra sin un cerebro y un corazón que la dirijan? Aún más, cuando, después de la batalla de Mohács, nos deshicimos del yugo húngaro, nosotros los Drácula estábamos entre sus líderes, pues nuestro espíritu no toleraba el hecho de no ser libres. Ah, joven señor, los sículos (y los Drácula siempre fueron su sangre, su cerebro y sus espadas), pueden jactarse de una historia que los Habsburgo o los Romanoff, a pesar de haberse multiplicado como hongos, jamás podrán alcanzar. Los días de guerra ya han quedado atrás. La sangre es considerada demasiado valiosa en estos días de paz deshonrosa, y las glorias de las grandes razas son solamente historias para ser narradas.

      Para entonces el amanecer estaba cerca y nos fuimos a la cama. (Nota: este diario parece tan horrible como el inicio de Las Mil y una Noches, o como el fantasma del padre de Hamlet, pues todo debe terminarse al cantar el gallo.)

      12 de mayo.

      Empezaré estableciendo los hechos, simples y escuetos, verificados con libros y cifras sobre los cuales no cabe la menor duda. No debo confundirlos con experiencias basadas en mi propia observación o con el recuerdo de ellas. Anoche, cuando el Conde llegó de su habitación, empezó a hacerme varias preguntas sobre cuestiones legales y la forma de llevar a cabo ciertos negocios. Yo había pasado el día aburrido entre los libros y, para mantener mi mente ocupada, comencé a analizar algunas de las cosas que había observado en la Posada Lincoln. Había un cierto método en el modo de preguntar del conde, así que intentaré anotar las preguntas como se fueron sucediendo. Puede que este conocimiento llegue a serme útil de alguna forma.

      Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra podía tener dos o más abogados. Le respondí que podía tener una docena de ellos si así lo deseaba, pero que no era una decisión sabia contratar a más de uno para una misma transacción, ya que sólo uno de ellos podía actuar a la vez, y cambiarlos continuamente afectaría sus intereses. Pareció comprender perfectamente lo que le acababa de decir, y a continuación me preguntó si había alguna dificultad práctica al contratar un abogado para hacerse cargo, digamos de las cuestiones financieras, y otro para los embarques, en caso de tuvieran que viajar a una población alejada. Le pedí que me explicara más detalladamente la cuestión, para que no fuera a proporcionarle información errónea, a lo que él respondió:

      —Voy a explicarme. Nuestro amigo mutuo, el Sr. Peter Hawkins, bajo la sombra de su hermosa catedral en Exeter, que queda bastante lejos de Londres, compra para mí, a través de su amable persona, una casa en Londres. ¡Muy bien! Ahora, permítame ser honesto en este punto, para que no le parezca extraño que haya contratado los servicios de una persona que vive tan lejos de Londres, en vez de buscar a un residente, que mi deseo fue que ningún interés particular fuera servido excepto por el mío. Un residente de Londres tal vez podría tener algún interés personal, o amigos a quien beneficiar. Por tanto, procedí a buscar a mi agente en algún lugar retirado, para que atendiera únicamente mis negocios. Ahora, supongamos que yo, una persona con un sinfín de negocios, quisiera enviar algunas cosas por barco, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no sería más fácil hacerlo consignándolas a alguien que estuviera instalado en uno de estos puertos?

      Le respondí que ciertamente sería más fácil, pero que nosotros los abogados teníamos un sistema de colaboración de unos con otros, de forma que cualquier trabajo local podía llevarse a cabo localmente siguiendo las instrucciones de cualquier otro abogado. De este modo, el cliente, confiándose en las manos de un solo hombre, podría ver sus deseos ejecutados sin tomarse más molestias.

      —Pero —dijo—, yo tendría completa libertad de dar las instrucciones, ¿no es así?

      —Desde luego —le respondí—. Eso es algo muy común entre los hombres de negocios que no desean que sus asuntos sean conocidos por cualquier persona.

      —¡Muy bien! —dijo el conde.

      Luego siguió haciéndome preguntas sobre los envíos, la forma de llevarlos a cabo y acerca de todos los tipos de dificultades que pudieran surgir, pero posibles de evitar si uno se anticipaba a ellas. Le expliqué todas estas cosas de la mejor manera que pude, y ciertamente me dio la impresión de que podría ser un magnífico abogado, pues no se le había escapado un solo detalle ni había nada que no hubiera tomado en cuenta. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que a todas luces no tenía nada que ver con el mundo de los negocios, sus conocimientos y sagacidad eran sorprendentes. Cuando quedó satisfecho respecto a estas cuestiones sobre las que me había preguntado, después de que yo verificara toda la información con los libros disponibles, se puso repentinamente de pie y dijo:

      —¿Ha escrito nuevamente a nuestro querido amigo el Sr. Peter Hawkins, o a cualquier otra persona?

      Con un dejo de amargura en el corazón le respondí que no lo había hecho, pues hasta entonces no había tenido la oportunidad de enviar cartas a nadie.

      —Entonces, escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombro—. Escriba a nuestro amigo y a quien usted quiera, y dígales, si así lo desea, que se quedará conmigo durante un mes a partir de hoy.

      —¿Desea que me quede tanto tiempo? —le pregunté, el corazón se me congeló tan solo de pensarlo.

      —Lo deseo mucho, y no aceptaré un no por respuesta. Cuando su señor, jefe, o como usted lo llame, se comprometió a enviarme a alguien en su nombre, se dio por entendido que mis necesidades eran las únicas a tener en cuenta. Yo no he escatimado en nada, ¿verdad?

      ¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar con una reverencia? Eran los intereses del Sr. Hawkins, no los míos, y tenía que pensar en él, y no en mí. Además, mientras el conde Drácula hablaba, había algo en su mirada y en su comportamiento

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