Drácula. Bram Stoker
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Las ventanas no tenían cortinas y la amarilla luz de la luna, que se filtraba a través de los cristales en forma de diamante, permitía distinguir incluso los colores, al mismo tiempo que disimulaba la acumulación de polvo que lo cubría todo y disfrazaba los estragos ocasionados por el paso del tiempo y las polillas. Mi lámpara parecía ser poco útil en la brillante luz de la luna, pero me alegró el hecho de tenerla conmigo, pues en aquel lugar había una terrible soledad que me helaba el corazón y me ponía los nervios de punta. Aun así, esto era mejor que permanecer solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde y, después de intentar calmar un poco mis nervios, una suave tranquilidad se apoderó de mí. Heme aquí, sentado ante una pequeña mesa de roble, donde en tiempos pasados posiblemente alguna hermosa dama se sentara a escribir, llena de pensamientos y muchos rubores, sus torpes cartas de amor, anotando en taquigrafía en mi diario todo lo que ha sucedido desde que lo cerré por última vez. ¡Esta técnica es uno de los avances más importantes del siglo XIX! Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tenían, y tienen, sus propios poderes que la mera “modernidad” no puede eliminar.
Más tarde: en la mañana del 16 de mayo.
Que Dios me ayude a preservar mi cordura, pues ya no me queda otra cosa. La seguridad y la garantía de seguridad son cosas del pasado. Mientras viva en este lugar, sólo hay una cosa que me mantiene esperanzado: no volverme loco, si es que no lo estoy ya. Si estoy cuerdo, entonces ciertamente resulta enloquecedor pensar en todas las cosas repugnantes que acechan en este espantoso lugar y el conde es la que encuentro menos atemorizante. Solo a él puedo recurrir en busca de seguridad, aunque esto solo dure mientras le soy de utilidad. ¡Buen Dios! ¡Dios misericordioso, ayúdame a conservar la calma, pues fuera de ella me espera la locura! Empiezo a entender algunas cosas que antes me parecían desconcertantes. Hasta ahora nunca había comprendido realmente a lo que Shakespeare se refería cuando hizo que Hamlet dijera: “¡Mi libreta! ¡Rápido, necesito mi libreta! Es imprescindible que lo anote”… porque ahora, sintiendo como si mi propia mente estuviera trastornada, o como si hubiera recibido un golpe que terminará por arruinarla, acudo a mi diario en busca de serenidad. Estoy seguro que el hábito de anotar todo con exactitud tendrá un efecto tranquilizador. La misteriosa advertencia del conde me asustó. Pero me asusta más cuando no pienso en ella, pues en el futuro ejercerá un aterrador poder sobre mí. ¡Tendré cuidado de no dudar nada de lo que diga el conde!
Cuando terminé de anotar en mi diario y coloqué el libro y la pluma en mi bolsillo, empecé a sentir sueño. La advertencia del conde apareció en mi mente, pero sentí cierto placer al desobedecerla. La sensación de sueño se apoderaba de mí y, con ella, la obstinación que suele traer consigo. La suave luz de la luna me tranquilizaba, y el vasto paisaje afuera me producía una reconfortante sensación de libertad. Tomé la decisión de no regresar a aquellos cuartos tenebrosos y embrujados que tanto me asustaban y quedarme a dormir allí, donde, en otros tiempos, las damas se habían sentado, cantado y vivido sus dulces vidas, mientras sus amables corazones lloraban por sus hombres que se encontraban lejos en crueles guerras. Acerqué un gran sillón hasta una esquina, para que al estar acostado, pudiera contemplar esa hermosa vista al Este y al Sur. Y sin pensar en el polvo, ni preocuparme por él, me acomodé para dormir. Supongo que debí haberme quedado dormido, o eso espero. Pero temo que todo lo que sucedió fue extraordinariamente real, a tal grado que ahora que me encuentro sentado a plena luz del sol matutino, no puedo creer en lo absoluto que fuera un sueño.
No estaba solo. El cuarto parecía igual. No había sufrido ningún cambio desde que entré en él. Bajo la brillante luz de la luna, podía ver en el suelo las huellas de mis propias pisadas donde habían alterado la inmensa acumulación de polvo. En el lado opuesto de donde yo estaba, iluminadas por la luna, había tres jóvenes mujeres. Por la forma en que iban vestidas, y por sus modales, supuse que eran damas. Cuando las vi pensé que estaba soñando, pues no proyectaban ninguna sombra en el suelo, a pesar de que tenían la luna detrás de ellas. Se acercaron a mí, y luego de mirarme fijamente durante algunos instantes, comenzaron a susurrarse algo. Dos de ellas eran de piel oscura, narices aguileñas como el Conde y grandes, penetrantes ojos negros, que parecían tener un tono casi rojizo en contraste con la pálida y amarillenta luz de la luna. La otra era de piel blanca, tan blanca como es posible, con grandes mechones de cabello dorado y unos ojos parecidos a pálidos zafiros. Por alguna razón su rostro me pareció familiar, como si la recordara de alguna horrible pesadilla, pero en ese momento no pude recordar cómo o dónde. Las tres tenían dientes blancos y brillantes, que relucían como perlas sobre el rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me producía inquietud, así como una especie de nostalgia y, al mismo tiempo, un temor mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo y ardiente de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que anote esto, pues Mina podría leerlo algún día y la lastimaría mucho. Pero es la verdad. Murmuraron algo, y luego las tres comenzaron a reírse, con una risa sumamente musical, pero tan dura que parecía como si el sonido no hubiera surgido de unos labios tan dulces. Era parecido al intolerable y dulce tintineo de los vasos de cristal cuando son tocados por una mano experta. La joven rubia meneó la cabeza coquetamente, a instancias de las otras dos.
Una de ellas dijo:
—¡Vamos! Tú hazlo primero, y nosotras te seguimos. Tienes derecho a ser la primera.
La otra agregó:
—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.
Permanecí inmóvil, mirando bajo mis pestañas en la agonía de una deliciosa anticipación. La joven rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir su agitada respiración en mi rostro. En cierto sentido, su aliento era dulce como la miel, y producía la misma sensación de cosquilleo en mis nervios que el sonido de su voz. Pero había un dejo de amargura debajo de aquella dulzura, como la que se percibe en la sangre.
Tenía miedo de abrir los ojos, pero podía mirar perfectamente debajo de las pestañas. La chica se arrodilló y se inclinó sobre mí, regodeándose. Había una voluptuosidad deliberada, que era al mismo tiempo excitante y repulsiva, cuando dobló su cuello relamiéndose los labios como un animal, hasta que pude ver, a la luz de la luna, la humedad brillando sobre sus labios escarlata y la roja lengua golpeando sus blancos y afilados dientes. Bajó la cabeza más y más, hasta que sus labios pasaron a lo largo de mi boca y mi barbilla, deteniéndose sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa, y pude escuchar el revoloteo de su lengua mientras se relamía los dientes y los labios, notando su respiración caliente sobre mi cuello. La piel de mi garganta comenzó a hormiguear, como sucede cuando se aproxima una mano que planea hacer cosquillas. Pude sentir el suave y tembloroso contacto de sus labios sobre la piel extremadamente sensible de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, tocándome y deteniéndose ahí. Cerré los ojos sumido en un éxtasis lánguido y esperé. Esperé con el corazón latiéndome a toda prisa.
Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápidamente como un rayo. Tuve conciencia de la presencia del