Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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es el día de mi última carta, y el conde ha tomado las medidas necesarias para demostrar su autenticidad, pues nuevamente lo vi abandonar el castillo por la misma ventana y ataviado con mi ropa. Mientras se deslizaba por la pared, como una lagartija, deseé tener una pistola o alguna otra arma letal que pudiera destruirlo. Pero mucho me temo que ningún arma forjada por la mano de un hombre tenga algún efecto sobre él. No me atreví a esperar su retorno, pues temí volver a ver a esas espantosas hermanas. Regresé a la biblioteca y me puse a leer hasta que me quedé dormido.

      Fui despertado por el conde que, mirándome tan sombríamente como puede hacerlo un hombre, dijo:

      —Mañana, amigo mío, debemos separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra y yo proseguiré con algunos asuntos, que pueden terminar de tal forma que no nos volvamos a ver. Su carta a casa ha sido enviada. Mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vendrán los gitanos, que tienen algunas cosas que hacer por aquí, y también vendrán algunos eslovacos. Cuando se hayan ido, mi carruaje vendrá por usted para llevarlo al Desfiladero Borgo, donde encontrará la diligencia que lo llevará de Bucovina a Bistrita. Pero tengo la esperanza de que volveremos a encontrarnos en el castillo de Drácula.

      Sus palabras me parecieron sospechosas y decidí comprobar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece que profano esta palabra al relacionarla con un monstruo como este. Así que le pregunté directamente:

      — ¿Por qué no puedo partir esta noche?

      —Porque, mi querido señor, tanto mi cochero como mis caballos se encuentran lejos en una misión.

      —Pero puedo caminar gustosamente. Quisiera irme lo más pronto posible.

      El conde sonrió, con una sonrisa tan suave, amable y diabólica, que en ese instante supe que ocultaba algo detrás de su amabilidad, y me dijo:

      —¿Y qué hay de su equipaje?

      —No me importa en lo más mínimo. Puedo enviar a alguien a recogerlo después.

      El conde se puso de pie y, en un tono tan cortés y amable que me hizo frotarme los ojos por lo sincero que parecía, me dijo:

      —Ustedes los ingleses tienen un dicho que me gusta mucho, pues su espíritu es el mismo que nos rige a nosotros los boyardos: “Da la bienvenida al que llega y apresura al huésped que parte”. Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Usted no permanecerá ni una sola hora más en mi casa en contra de su voluntad, aunque debo decirle lo mucho que esto me entristece, no menos que su súbito deseo de partir. ¡Venga!

      Alumbrándose con la lámpara, el conde me condujo escaleras abajo y a través del vestíbulo con una seriedad majestuosa. De pronto se detuvo.

      —¡Escuche!

      De algún lugar cercano provenía el aullido de muchos lobos. Era casi como si el sonido brotara cuando él levantaba la mano, así como la música de una gran orquesta que surge bajo la batuta del conductor. Luego de una breve pausa, siguió caminando en la misma manera majestuosa, hacia la puerta, recorrió los pesados cerrojos, desató las enormes cadenas y la abrió de un jalón.

      Para mi mayor asombro vi que no tenía echada la llave. Eché un vistazo a mi alrededor sospechosamente, pero no vi ninguna llave.

      Cuando la puerta empezó a abrirse, los aullidos de los lobos crecieron en intensidad y rabia. A través de la puerta entreabierta trataban de introducir sus rojas quijadas llenas de dientes afilados, y las enormes garras de sus pezuñas. En ese momento supe que era inútil luchar contra el conde. Con aliados como estos bajo su mando no había nada que yo pudiera hacer.

      Pero la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora lo único que se interponía en el paso era el cuerpo del conde. Súbitamente caí en la cuenta de que tal vez este sería el momento de mi muerte. Iba a ser echado a los lobos y por mi propia iniciativa. Había una malicia diabólica en la idea, digna del conde. Finalmente, como última posibilidad, grité:

      —¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!

      Y me cubrí el rostro con las manos para ocultar las lágrimas de mi amarga decepción.

      Con un solo movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta, y los pesados cerrojos resonaron al volverlos a cerrar lanzando su eco por todo el vestíbulo.

      Regresamos en silencio a la biblioteca, y luego de algunos minutos me fui a mi habitación. Lo último que vi hacer al conde Drácula fue agacharse para besarme la mano, con un brillo rojo de triunfo en su mirada, y con una sonrisa de la que Judas se hubiera sentido orgulloso en el infierno.

      Cuando me encontré solo en mi habitación y estaba a punto de acostarme, escuché susurros detrás de mi puerta. Me acerqué en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, pude escuchar la voz del conde:

      —¡Atrás! ¡Regresen a su lugar! Su hora aún no ha llegado. ¡Esperen! ¡Tengan paciencia! Esta noche me pertenece a mí. ¡Mañana por la noche será suyo!

      Se escuchó un débil y suave murmullo de risas. Y en un ataque de ira, abrí la puerta de golpe. Allí estaban esas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. En cuanto me vieron empezaron a reírse espantosamente al unísono y huyeron.

      Regresé a mi habitación y caí al suelo de rodillas. ¿Quiere decir que mi final está tan cerca? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, te pido ayuda para mí y para aquellos que me aman!

      30 de junio.

      Tal vez estas sean las últimas palabras que escriba en este diario. Dormí casi hasta el amanecer y al despertar volví a echarme al suelo de rodillas, pues había decidido que si la Muerte iba a venir por mí, estaría listo para recibirla.

      Finalmente, sentí ese sutil cambio en el aire y supe que la mañana había llegado. Luego alcancé a escuchar el agradable canto de un gallo y comprendí que estaba a salvo. Con el corazón lleno de alegría, abrí la puerta de mi habitación y bajé las escaleras hacia el vestíbulo. La noche anterior pude ver que la puerta no estaba cerrada con llave y ahora la libertad estaba ante mí. Con las manos temblando por la ansiedad, desaté las cadenas y descorrí los pesados cerrojos.

      Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré una y otra vez de la puerta, y la empujé hasta que se sacudió completamente contra el marco, a pesar de lo enorme que era. Vi que el cerrojo estaba puesto. El conde la había cerrado después de nuestro encuentro.

      Entonces, se apoderó de mí un deseo salvaje de conseguir la llave a costa de lo que fuera, y en ese mismo instante me decidí a volver a trepar por la pared para entrar otra vez a la habitación del conde. Corría el riesgo de que me matara, pero en ese momento la muerte parecía ser el menor de los males. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia la ventana del ala este y me deslicé por la pared, como lo había hecho la vez anterior, para entrar a la habitación. Estaba vacía, tal y como esperaba. No encontré la llave por ningún lado, pero la montaña de oro seguía estando en el mismo lugar. Entré por la puerta de la esquina, bajé la escalera circular y atravesé el oscuro pasadizo que conducía a la antigua capilla. Ahora sabía perfectamente dónde encontrar al monstruo que buscaba.

      La enorme caja seguía estando en el mismo lugar, junto a la pared, pero esta vez la tapa estaba puesta, aunque aún no había sido completamente cerrada, pues los clavos estaban listos en sus lugares para ser colocados a golpes de martillo. Sabía que tenía que acercarme al cuerpo para conseguir la llave, así que levanté la

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