Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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tono muy amable:

      —Quiero decirle algo, señorita.

      Pude notar que estaba intranquilo, así que tomé su pobre y arrugada mano en la mía y le pedí que me hablara con toda confianza. Entonces me dijo, sin mover su mano:

      —Me temo, querida mía, que la he asustado con todas esas cosas malévolas que le he estado diciendo acerca de los muertos y demás durante las últimas semanas. Pero no he hablado en serio y quiero que recuerde eso cuando yo ya me haya ido. A nosotros los viejos un poco chiflados y con un pie sobre la tumba maldita, no nos gusta mucho pensar en la muerte. Queremos aparentar que eso no nos asusta. Es por eso que me burlo de ella, para alegrar un poco mi propio corazón. Pero, con Dios como mi testigo, le digo que no tengo miedo de morir, señorita. Ni un poco. Solo que me gustaría no hacerlo, si eso fuera posible. Mi hora debe estar muy cerca ahora, pues ya soy viejo y cien años es mucha espera para cualquier hombre. Y estoy tan cerca de ella que la Vieja ya debe estar preparando su guadaña. ¿Ha visto? No puedo dejar de reírme de todo esto, las burlas siempre serán parte de mí. Un día cercano, el Ángel de la Muerte sonará su trompeta para mí. ¡Pero no se aflija ni llore, querida mía! —me dijo, al darse cuenta de que yo estaba llorando—, si viniera esta misma noche, no me negaría a responder a su llamado. Después de todo, la vida sólo es una espera para una cosa distinta a la que estamos haciendo. Y la muerte es la única cosa de la que podemos tener certeza. Pero estoy contento, pues sé que ya viene por mí, querida, y sé que lo hace rápidamente. Podría incluso llegar mientras estamos observando el paisaje, preguntándonos cosas. Tal vez venga en ese viento sobre el mar que trae consigo pérdidas y destrucción, dolor angustioso y corazones tristes. ¡Mire! ¡Mire! —gritó repentinamente—. Hay algo en ese viento, y en su eco más lejano que suena. Sabe y huele como la muerte. Está en el aire. Lo siento venir. ¡Señor, haz que mi respuesta sea alegre cuando llegue mi hora! —dijo, levantando los brazos devotamente y quitándose el sombrero.

      Su boca se movía como si estuviera rezando. Luego de algunos minutos en silencio, se levantó, me estrechó la mano y me dio la bendición. Se despidió de mí y se alejó cojeando. Todo esto me conmovió y me perturbó en gran medida.

      Me alegré cuando el guardacostas se acercó a mí, con su catalejo bajo el brazo. Se detuvo a hablar conmigo, como siempre lo hace. Pero sin quitar la vista ni un segundo de un extraño barco.

      —No sé qué es —dijo—. Por su aspecto debe ser ruso. Pero se está balanceando de manera muy extraña. No sabe qué hacer. Parece haberse dado cuenta que se avecina una tormenta, pero no puede decidir si dirigirse hacia el norte al mar abierto, o quedarse aquí. ¡Mire! Están conduciéndolo de una manera sumamente extraña. Pareciera que no hay ninguna mano sobre el timón, y cambia de rumbo con cualquier ráfaga de viento. Seguramente mañana a esta hora sabremos más al respecto.

      Capítulo 7

      Recorte del "Dailygraph", 8 de agosto

      (Pegado en el diario de Mina Murray)

      Corresponsal en Whitby.

      Acaba de tener lugar una de las tormentas más fuertes y repentinas de la historia, dejando una serie de resultados tanto extraños como únicos. El clima había estado un tanto bochornoso, pero nada fuera de lo normal para el mes de agosto. El sábado por la tarde hizo un tiempo maravilloso, como hace mucho no se veía y la gran mayoría de veraneantes visitaron ayer los Bosques de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el Molino de Rig, Runswick, Staithes y demás sitios turísticos ubicados en los alrededores de Whitby. Los barcos de vapor Emma y Scarborough realizaron numerosos recorridos a lo largo de la costa, y hubo una cantidad inusual de “viajes” de ida y regreso de Whitby. El clima estuvo excepcionalmente hermoso hasta que llegó la tarde, cuando algunos de los chismosos que suelen frecuentar el cementerio de East Cliff, para observar desde aquella imponente eminencia el gran movimiento del mar hacia el norte y el este, notaron la súbita aparición de “colas de caballo” en lo alto del cielo hacia el noroeste. El viento soplaba desde el suroeste con una intensidad muy leve, que en lenguaje barométrico se califica como “No.2, brisa ligera”.

      El guardacostas de turno informó inmediatamente sobre esto y un anciano pescador, que por más de medio siglo ha vigilado desde East Cliff las señales de cualquier cambio en el tiempo, predijo en un tono enfático la llegada de una tormenta repentina. Sin embargo, el atardecer fue tan hermoso, tan espléndido con sus masas de nubes maravillosamente coloreadas, que un enorme grupo de personas se reunió en el camino a lo largo del despeñadero en el viejo cementerio para disfrutar el paisaje. Antes de que el sol se ocultara detrás de la negra masa de Kettleness, que sobresale audazmente contra el cielo del oeste, su descenso fue marcado por una miríada de nubes de todos los tonos del atardecer: rojo encendido, morado, rosa, verde, violeta, y todos los matices dorados, con algunas masas no muy grandes de una negrura absoluta, esparcidas por aquí y por allá, con formas de todo tipos. Tan bien delineadas como siluetas colosales. Este singular paisaje no fue desaprovechado por los pintores, y sin duda alguna algunos bocetos del “Preludio de la Gran Tormenta” adornarán las paredes de la R.A y la R.I el próximo mes de mayo.

      Más de un capitán decidió en ese mismo momento y lugar que su “guijarro” o su “mula”, como suelen llamar a las diferentes clases de botes, no se moverían del muelle hasta que la tormenta hubiera pasado. Por la tarde, el viento se tranquilizó por completo y a la medianoche todo estaba en una calma absoluta. Pero se sentía ese calor bochornoso y esa intensidad reinante que, al acercarse una tormenta, afecta a las personas de naturaleza sensible.

      Sólo había unas cuantas luces en el mar, pues hasta los barcos de vapor costeros, que normalmente navegan muy cerca de la orilla, se mantuvieron mar adentro y sólo podían verse algunos barcos pesqueros. La única vela visible era una goleta extranjera que tenía todas las velas desplegadas, y que parecía avanzar en dirección hacia el oeste. La temeridad o ignorancia de sus oficiales fue un gran tema de conversación durante el tiempo que el barco permaneció a la vista. Se realizaron toda clase de esfuerzos por enviarle señales desde el puerto para que plegara las velas debido al peligro inminente. Antes de que el sol se pusiera, se le podía ver todavía con las velas ondeando ociosamente mientras navegaba tranquilamente sobre el ondulante oleaje del mar.

      “Tan ociosamente como un barco pintado sobre un océano pintado.”

      Poco antes de las diez la quietud en el aire se volvió muy opresiva. El silencio era tal que se podía escuchar claramente el balido de una oveja tierra adentro, o los ladridos de los perros en el pueblo, la banda en el muelle, que con su alegre música francesa, era como un acorde disonante en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Un poco después de la medianoche se escuchó un extraño ruido proveniente del mar y muy en lo alto en el aire retumbaron unos truenos débiles y huecos.

      Entonces, sin ninguna advertencia, estalló la tempestad. Con una rapidez que, en ese momento, pareció increíble, y que aun después es difícil de comprender. Todo el aspecto de la naturaleza se convulsionó de repente. Las olas se elevaban con una furia creciente, cada una sobrepasando a la anterior, hasta que al cabo de algunos minutos el mar, tan cristalino y tranquilo hacía unos instantes, parecía un monstruo rugiente y furioso. Las olas de crestas blancas golpeaban violentamente la arena de las playas y se estrellaban contra los enormes despeñaderos. Otras olas rompían sobre los muelles, y su espuma se llevaba consigo las linternas de los faros que se erigían en cada uno de los extremos de los muelles del Puerto de Whitby.

      El viento rugía como un trueno, y soplaba con tanta fuerza que incluso los hombres más corpulentos tenían dificultad para mantenerse en pie, o sujetarse con firmeza a los candeleros de hierro. Fue necesario despejar el muelle de todos los curiosos, de lo contrario las desgracias de la noche habrían aumentado considerablemente. Para empeorar las dificultades y los peligros de la tormenta, grandes masas de niebla marina

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