Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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tener mucha imaginación para pensar que se trataba de los espíritus de aquellos perdidos en el mar y que tocaban a sus hermanos vivos con las viscosas manos de la muerte, más de uno se estremeció al pasar y sentirse envuelto en los espirales de aquella niebla marina.

      La niebla parecía despejarse por algunos instantes, y podía verse el mar hasta cierta distancia bajo el resplandor de los truenos, que caían fuerte y rápidamente, seguidos de tales estrépitos que el cielo entero parecía temblar bajo el golpe de la tormenta.

      Algunas de las escenas iluminadas por los relámpagos fueron de una grandeza inconmensurable y de un interés subyugador. El mar, que se levantaba tan alto como las montañas, lanzaba hacia el cielo con cada ola enormes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía arrebatar y soltar con toda su fuerza por todo el espacio. Podían verse desperdigados algunos botes pesqueros, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente en busca de refugio. De vez en cuando se divisaban las blancas alas de alguna ave marina golpeada por la tormenta. En la cima de East Cliff, el nuevo faro estaba listo para empezar a trabajar, pero aún no había sido probado. Los empleados a cargo del faro lo pusieron en funcionamiento, y durante las pausas de la creciente masa de niebla, barrían con él la superficie del mar. Su servicio fue de lo más eficiente en una o dos ocasiones, por ejemplo, cuando un barco pesquero, con la borda bajo el agua, navegó a toda prisa hasta el puerto, logrando, gracias a la guía de la luz protectora, evitar el peligro de estrellarse contra los muelles. Cada vez que un bote llegaba sano y salvo hasta el puerto, se escuchaba un grito de alegría proveniente de las personas que se encontraban en la orillas. Que por momentos parecían unirse al vendaval para luego ser barridos por su fuerza.

      Al poco tiempo, el faro descubrió a lo lejos una goleta con todas las velas desplegadas, que aparentemente era la misma que había sido vista esa misma tarde. Para ese entonces, el viento ya había retrocedido hacia el este, y un escalofrío recorrió a todos los espectadores sobre el despeñadero al percatarse del terrible peligro en que se encontraba ahora el navío.

      Entre la goleta y el puerto estaba el gigantesco arrecife contra el cual ya habían chocado tantos otros buenos barcos anteriormente, y con el viento soplando hacia esa dirección, era prácticamente imposible que lograra llegar hasta la entrada del puerto.

      Era ya casi la hora de la marea alta, pero las olas eran tan grandes que en sus depresiones casi podía verse la arena de la playa. Mientras tanto la goleta, con todas sus velas desplegadas, avanzaba con tanta prisa que, en palabras de un viejo marinero, “tendría llegar a alguna parte, aunque fuera al infierno.” Entonces, llegó otra ráfaga de niebla marina, más grande que todas las anteriores, una masa de niebla húmeda, que pareció cernirse sobre todas las cosas como un paño mortuorio grisáceo, dejándonos disponible únicamente el sentido del oído, pues el rugido de la tempestad, los golpes de los truenos y el estrépito de las poderosas olas atravesaban al aire con más estruendo que antes. Los rayos del faro se mantuvieron fijos en la boca del puerto a través del Muelle Este, donde se esperaba el choque, y los presentes miraban sin poder respirar.

      Entonces el viento cambió súbitamente de dirección hacia el noreste, y los remanentes de la niebla marina se desvanecieron en la ráfaga de aire. Y entonces, mirabile dictu, entre los dos muelles, saltando de ola en ola mientras avanzaba a gran velocidad, apareció la extraña goleta, con todas sus velas desplegadas, y logró llegar a la seguridad del puerto. El faro la siguió, y un escalofrío recorrió a todos los que presenciaron el suceso, pues atado al timón había un cadáver, con la cabeza colgando, que se balanceaba horriblemente hacia un lado y hacia el otro siguiendo el movimiento del barco. Sobre la cubierta del barco no se distinguía ninguna otra forma de vida.

      Un gran temor sobrecogió a todos los presentes cuando se dieron cuenta de que el barco, como por un milagro, había encontrado el puerto, dirigido únicamente ¡por la mano de un hombre muerto! Sin embargo, todo sucedió mucho más rápidamente del tiempo que toma escribir estas palabras. La goleta no se detuvo, sino que navegando a toda velocidad a través del muelle, se clavó en una montaña de arena y grava, acumuladas por muchas mareas y tormentas en la esquina sureste del muelle que sobresale bajo East Cliff, conocido localmente como el Muelle Tate Hill.

      Desde luego, hubo una gran conmoción cuando la nave llegó hasta el montón de arena. Cada mástil, cuerda y montante se tensaron, y una parte del “mástil principal” colapsó estrepitosamente. Pero lo más extraño de todo fue que, en el instante en que la goleta tocó la costa, un enorme perro saltó a la cubierta desde abajo, como si hubiera lanzado por el golpe, y corriendo a toda velocidad, saltó desde la proa a la arena.

      Se echó a correr directamente hacia el empinado despeñadero, donde el cementerio cuelga tan inclinadamente sobre las callejuelas que conducen hasta el Muelle Este, que algunas de las lápidas “planas” o “piedras atravesadas”, como les llaman coloquialmente aquí en Whitby, proyectan su sombra en los lugares donde el despeñadero que las sostenía se ha derrumbado. El perro desapareció en la oscuridad, que parecía intensificarse justo detrás de la luz del faro.

      Dio la casualidad de que en ese momento no había nadie en el Muelle Tate Hill, pues todos aquellos cuyas casas estaban en las cercanías ya se habían ido a la cama o habían ido a suelo más elevado para ver mejor. Por ello, el primero en subir a la goleta fue el guardacostas de turno en el lado este del puerto, que había corrido inmediatamente hacia el pequeño muelle. Los hombres que manejaban el faro, después de escudriñar la entrada del puerto sin encontrar nada extraño, encendieron la luz sobre la nave en ruinas y la dejaron ahí. El guardacostas corrió a popa, y cuando llegó hasta el timón, se inclinó para examinarla, retrocedió súbitamente como empujado por una fuerte emoción. Esto pareció despertar la curiosidad general, y un gran número de personas empezaron a correr hacia la nave.

      Hay una distancia bastante considerable desde West Cliff pasando por Drawbridge hasta el Muelle Tate Hill. Pero su corresponsal es un buen corredor, y llegó mucho antes que el resto de la multitud. Sin embargo, cuando llegué, encontré ya reunida en el muelle a una multitud, a quienes tanto el guardacostas como la policía les negaban el permiso para subir al barco. Gracias a la amabilidad del jefe de marineros, se le permitió a este su corresponsal, subir a cubierta, y fui una de las pocas personas que vio al marinero muerto mientras seguía todavía atado al timón.

      No fue nada raro que el guardacostas se hubiera sorprendido, e incluso aterrado, pues no es nada común presenciar un espectáculo como este. El hombre muerto estaba atado a uno de los radios del timón con las manos una sobre la otra. Entre la mano interior y la madera había un crucifijo y el resto del rosario al que estaba fijo se encontraba alrededor de ambas muñecas y del timón, todo fuertemente atado por las cuerdas. Es probable que el pobre hombre estuviera sentado en algún momento, pero el batir y el golpeteo de las velas habían llegado hasta la madera del timón, empujándolo de un lado a otro, hasta que las cuerdas con que estaba atado habían cortado la carne llegando al hueso.

      Se llevó a cabo un registro detallado de todas las cosas, y un doctor, que llegó inmediatamente después de mí, el cirujano J.M. Caffyn, que radica en el No. 33 de East Elliot Place, declaró, luego de realizar una inspección minuciosa del cadáver, que el hombre había muerto desde hacía dos días por lo menos.

      En uno de sus bolsillos había una botella, cuidadosamente tapada con un corcho y vacía, excepto por un pequeño rollo de papel, que resultó ser un anexo de la bitácora.

      El guardacostas dijo que el hombre debió haber atado sus propias manos, apretando los nudos con sus dientes. El hecho de que un guardacostas hubiera sido el primero a bordo puede evitar ciertas complicaciones en el futuro a la Corte del Almirantazgo, pues los guardacostas no pueden reclamar el salvamento que por derecho le corresponde al primer civil que ingresa a un barco en ruinas. Sin embargo, las autoridades legales ya se están moviendo, y un joven estudiante de leyes está asegurando a voz en cuello que los derechos del propietario han sido completamente atropellados, ya que su propiedad ha sido confiscada en contravención

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