Drácula. Bram Stoker
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—No hay ningún carruaje aquí. Parece que después de todo no lo esperaban, Herr. Tendrá que venir a Bucovina y regresar mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos comenzaron a relinchar y resoplar salvajemente, con tal ímpetu que el cochero tuvo que sujetarlos. Entonces, en medio de un coro de gritos proferidos por los campesinos que se santiguaban al unísono, apareció detrás de nosotros una calesa, dirigida por cuatro caballos, que nos rebasó y se puso al lado de nuestro carruaje. Gracias al destello de nuestras lámparas, que iluminaban a los caballos, pude ver que se trataba de unos animales espléndidos, negros como el carbón. Eran conducidos por un hombre alto, con una barba larga y café y un enorme sombrero negro, que parecía ocultar su rostro. Cuando se volvió hacia nosotros, lo único que pude distinguir fue el resplandor de un par de ojos muy brillantes, que se veían de un tono rojizo bajo la luz de la lámpara. Entonces, el hombre le dijo al cochero:
—Ha llegado muy temprano esta noche, amigo mío.
—El Herr inglés tenía mucha prisa —respondió el cochero tartamudeando.
El extraño volvió a hablar:
—Supongo que por eso le propuso usted ir hasta Bucovina. No puede engañarme, amigo mío. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.
Sonreía mientras hablaba, pero a la luz de las lámparas se distinguía una expresión de dureza en su boca, que tenía unos labios muy rojos y dientes afilados, blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro un verso del poema Leonora de Bürger:
Denn die Todten reiten schnell. (Porque los muertos viajan velozmente)
Al parecer, el extraño cochero escuchó las palabras, pues alzó la mirada sonriendo relucientemente. El pasajero volteó el rostro, mientras hacía la señal con sus dos dedos y se santiguaba.
—Deme el equipaje del Herr—dijo el cochero recién llegado.
Con una prontitud impresionante sacó mis maletas y las colocó en la calesa. Luego, me bajé del carruaje, y el cochero de la calesa, que estaba junto a nuestro vehículo, me ayudó, tomándome por el brazo como si tuviera un puño de acero. Debía tener una fuerza prodigiosa.
Sin decir una palabra agitó las riendas, los caballos dieron vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del Desfiladero. Cuando miré hacia atrás, pude ver el vapor que emanaban los caballos del carruaje alumbrados por la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las siluetas de mis antiguos compañeros de viaje, santiguándose. Entonces, el cochero agitó su látigo y dio un grito a los caballos, que avanzaron a toda prisa rumbo a Bucovina. Mientras se perdían en la oscuridad, sentí un escalofrío extraño, y una sensación de soledad se apoderó de mí. Pero de pronto, el cochero me cubrió los hombros con una capa y me echó una manta sobre las rodillas, diciéndome en un alemán perfecto:
—La noche está muy fría, mein Herr, y mi amo el Conde me ha ordenado que cuide muy bien de usted. Debajo del asiento hay una botella de slivovitz (un brandy típico del país hecho con ciruelas), por si quiere beber.
No bebí ni una gota, pero era agradable saber que estaba allí. Me sentía un poco extraño, y bastante asustado. Creo que de haber habido cualquier otra alternativa la hubiera tomado, en vez de proseguir aquel viaje nocturno hacia lo desconocido. El carruaje avanzó rápidamente en línea recta, luego dimos una vuelta completa y continuamos avanzando por otro camino recto. Me pareció que estábamos recorriendo el mismo camino una y otra vez, por lo que tomé nota de algunos puntos sobresalientes, y descubrí que eso era efectivamente lo que hacíamos. Me hubiera gustado preguntarle al cochero que significaba todo eso, pero tuve mucho miedo de hacerlo, pues pensé que, en mi situación, ninguna protesta habría sido efectiva ante una intención de retrasar el viaje.
Sin embargo, más tarde, quise saber cuánto tiempo había pasado, por lo que encendí un cerillo, y bajo su luz miré mi reloj. Faltaban algunos minutos para la medianoche, lo que me provocó una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición generalizada acerca de la medianoche se había intensificado a causa de mis recientes experiencias. Esperé en medio de una horrible sensación de suspenso.
Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa de campo carretera abajo; era un aullido prolongado, agonizante y temeroso. El sonido fue ahogado por el de otro perro, y luego otro y otro, hasta que, transportados por el viento que ahora soplaba suavemente a través del Desfiladero, comenzó un concierto de aullidos salvajes, que parecían provenir de todos los rincones del país, desde tan lejos como la imaginación lo supusiera a través de las tinieblas de la noche.
Cuando escucharon el primer aullido los caballos comenzaron a resoplar y a jalonearse, pero recobraron la calma cuando el cochero les habló en un tono tranquilizador. No obstante, temblaban y sudaban como si huyeran asustados. Entonces, muy a lo lejos, desde las montañas que nos rodeaban, se escucharon unos aullidos más fuertes y agudos, proferidos por los lobos, que nos afectaron, tanto a los caballos como a mí, de la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echarme a correr, mientras que ellos retrocedían de nuevo jaloneándose enérgicamente, a tal grado que el cochero tuvo que emplear toda su gran fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, al cabo de unos cuantos minutos, mis oídos se habían acostumbrado a aquel sonido, y los caballos se tranquilizaron a tal punto, que el cochero pudo bajar de la calesa y pararse frente a ellos.
Los acarició mientras los tranquilizaba, susurrándoles algo en sus orejas, de la misma manera en que he oído decir que hacen los domadores de caballos. Los resultados fueron extraordinarios, porque con sus caricias recuperaron su docilidad, aunque seguían temblando. El cochero se sentó de nuevo y agitando las riendas arrancó a gran velocidad. Esta vez, después de llegar al extremo más lejano del Desfiladero, dio una vuelta repentina por una carretera estrecha que corría bruscamente por la derecha.
Pronto nos encontramos cubiertos de árboles, que en algunos sitios se arqueaban sobre el camino formando una especie de túnel a través del cual avanzábamos. Y una vez más, nos amenazaban gigantescos y temibles peñascos a cada lado del camino. Aunque estábamos protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, gimiendo y silbando a través de las rocas, y las ramas de los árboles quebrándose a medida que avanzábamos. El frío aumentaba cada vez más, y empezó a caer una nieve fina, que casi parecía polvo, por lo que rápidamente todo quedó cubierto por un manto blanco. El agudo viento seguía transportando los aullidos de los perros, aunque el sonido se iba debilitando a medida que nos alejábamos. Sin embargo, los aullidos de los lobos se escuchaban más y más cerca, como si nos estuvieran cercando por todos los flancos. Yo me sentía sumamente asustado, y los caballos compartían mi temor. No obstante, el cochero parecía no mostrar la menor señal de preocupación, y volteaba continuamente hacia ambos lados, aunque yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
Repentinamente vislumbré a lo lejos,