Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y menos cuando los aullidos de los lobos parecían acercarse cada vez más. Pero mientras me lo preguntaba, el cochero apareció súbitamente y, sin decir una sola palabra, ocupó su asiento y reanudamos nuestro viaje. Creo que me quedé dormido y soñé varias veces con aquel incidente, pues pareció repetirse interminablemente en mis sueños. Y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horrible. Cuando la llama apareció tan cerca del camino, que incluso en la oscuridad que nos rodeaba pude distinguir los movimientos del cochero, éste se dirigió rápidamente al lugar de donde provenía. La llama era tan débil que no parecía iluminar a su alrededor, y tomando algunas piedras, el cochero las colocó de una manera específica.

      En ese instante me pareció ver un extraño efecto óptico, pues al pararse el cochero entre la llama y yo, no la obstruyó, sino que yo podía seguir observando su fantasmal resplandor. Esto me sorprendió, pero como el efecto solo duró unos segundos, di por un hecho que mis ojos me habían engañado debido al esfuerzo realizado para ver en la oscuridad. Durante un largo rato no volvimos a ver las llamas azules, y continuamos avanzando velozmente a través de las tinieblas, con los aullidos de los lobos a nuestro alrededor, como si nos estuvieran siguiendo en círculo.

      Finalmente, hubo un momento en que el conductor se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces. Durante su ausencia, los caballos empezaron a temblar peor que nunca, y a resoplar y relinchar atemorizados. No entendía por qué se comportaban así, pues los aullidos de los lobos se habían detenido completamente. Pero justo en ese momento, navegando a través de las negras nubes, la luna apareció detrás de la dentada cresta de una roca prominente llena de pinos, y bajo su luz distinguí alrededor de nosotros un círculo de lobos, con sus colmillos blancos y sus colgantes lenguas rojas, exhibiendo sus extremidades largas y sinuosas cubiertas por un pelo enmarañado. Eran mil veces más terribles en medio de aquel siniestro silencio que cuando estaban aullando. En ese momento mi cuerpo quedó como paralizado por el miedo. Solo es posible comprender el verdadero significado de tales horrores cuando nos enfrentamos a ellos cara a cara.

      De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar al unísono, como si la luna ejerciera algún efecto peculiar sobre ellos. Los caballos brincaban y retrocedían, y miraban desesperadamente a su alrededor con ojos desorbitados, en un espectáculo digno de compasión. Pero el espantoso cerco viviente los rodeaba por todas partes, y no tuvieron más alternativa que quedarse dentro de él. Llamé al cochero para que regresara, pues me pareció que nuestra única salida era tratar de abrirnos paso a través del cerco formado por los lobos. Para ayudarlo a acercarse, comencé a gritar y a golpear un lado de la calesa, esperando que el ruido asustara a los lobos que se encontraban allí, permitiendo así al cochero subir de nuevo. No sé cómo llegó, pero de pronto lo escuché gritar en un tono de mando imperioso, y al dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía el sonido, lo vi parado en medio del camino, extendiendo sus largos brazos como si intentara apartar algún obstáculo invisible. Los lobos retrocedieron poco a poco. Justo en ese momento, una densa nube ocultó la luna, por lo que nuevamente nos sumergimos en la oscuridad.

      Cuando pude ver otra vez, el cochero estaba subiéndose a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto parecía tan extraño y misterioso que un miedo espantoso se apoderó de mí, y el temor me impedía hablar o moverme. Las horas parecían interminables mientras continuábamos nuestro camino en medio de una oscuridad casi completa, pues las densas nubes tapaban la luna.

      Seguimos ascendiendo, con períodos ocasionales de rápido descenso, pero la mayor parte del tiempo el camino era cuesta arriba. De pronto, me di cuenta de que el cochero estaba deteniendo a los caballos en el patio de un gigantesco castillo en ruinas, con largas y negras ventanas de las que no provenía el menor rayo de luz, y cuyas almenas rotas mostraban sus dentadas siluetas contra el cielo.

      Capítulo 2

      Continuación del diario de Jonathan Harker.

      5 de mayo.

      Debo haberme quedado dormido, pues si hubiera estado plenamente despierto, definitivamente habría notado que nos acercábamos a este lugar tan extraordinario. En medio de aquella oscuridad, el patio parecía bastante grande, y como de él procedían varios corredores oscuros, cubiertos por grandes arcos, tal vez parecía más grande de lo que realmente era. Todavía no he podido verlo a la luz del día.

      Cuando la calesa se detuvo, el cochero se bajó de un brinco y me ofreció su mano para ayudarme a bajar. Nuevamente me percaté de su fuerza prodigiosa. Su mano parecía realmente una prensa de acero que hubiera podido triturar la mía de haberlo querido. Luego descargó mis pertenencias y las colocó a mi lado sobre el suelo, cerca de una enorme y antigua puerta, tachonada con grandes clavos de acero, metida en un portal de piedra maciza. Aun en medio de aquella oscuridad, pude ver que la piedra estaba enteramente esculpida, aunque las esculturas habían sido desgastadas por las inclemencias del tiempo y el paso de los años. Mientras yo seguía de pie junto a la puerta, el cochero subió nuevamente a la calesa y agitó las riendas; los caballos empezaron a avanzar y todos desaparecieron debajo de una de esas aberturas oscuras.

      Permanecí inmóvil y en silencio, porque no sabía qué hacer. No había ningún indicio de una campana o aldaba, y era altamente improbable que mi voz pudiera penetrar a través de aquellas amenazadoras paredes y oscuros ventanales. Mientras esperaba, el tiempo parecía interminable, y empecé a sentir que el miedo y las dudas se apoderaban de mí. ¿Qué clase de lugar era este, y entre qué clase de gente me encontraba? ¿En qué sombría aventura me había embarcado? ¿Era este un incidente normal en la vida de un auxiliar de abogado que había sido enviado a explicarle a un extranjero cómo comprar una propiedad en Londres? ¡Auxiliar de abogado! A Mina no le gustaría ese término. Más bien tendría que decir simplemente abogado, pues justo antes de salir de Londres recibí la noticia de que había aprobado mi examen. ¡Esto significa que ahora soy un abogado en todo el sentido de la palabra! Comencé a tallarme los ojos y a pellizcarme para cerciorarme de que estaba despierto. Todo me parecía ser una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto de vuelta en casa, con la aurora asomándose por las ventanas, como me había sucedido tantas veces por la mañana luego de un día de trabajo excesivo. Pero mi carne sintió el dolor del pellizco, y lo que mis ojos veían no era una ilusión. Definitivamente estaba despierto y en medio de los Montes Cárpatos. Lo único que podía hacer en ese momento era ser paciente y esperar a que amaneciera.

      Justo cuando acababa de llegar a esta conclusión, escuché el ruido de unos pesados pasos aproximándose del otro lado de la enorme puerta, y pude ver a través de las grietas el brillo de una luz que se acercaba. Inmediatamente distinguí el ruido de cadenas y el chirrido de pesados cerrojos al ser abiertos. Una llave giró emitiendo el peculiar rechinido producido por un prolongado período de desuso, y entonces la enorme puerta se abrió.

      Del otro lado apareció un anciano alto, perfectamente afeitado, excepto por un tupido bigote blanco, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin un solo rastro de color en su persona. En su mano sostenía una antigua lámpara de plata, en la que una llama ardía sin cristal o ningún otro tipo de protección, proyectando largas y temblorosas sombras mientras parpadeaba por la corriente de aire que penetraba a través de la puerta abierta. El anciano me invitó a pasar haciendo un gentil ademán con su mano derecha, diciendo en un inglés perfecto, pero con una entonación extraña:

      —¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!

      No hizo ningún movimiento para salir a recibirme, sino que se quedó inmóvil cual estatua, como si su ademán de bienvenida lo hubiera convertido en piedra. Sin embargo, en el instante en que crucé el umbral, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo su mano, sujetó la mía con tanta fuerza que me hizo estremecer. Esta sensación se intensificó por el hecho de que su mano estaba tan fría como el hielo, al grado que parecía más bien la mano de un muerto. Me dijo otra vez:

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