Drácula. Bram Stoker
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Para mi mayor alegría, en la biblioteca encontré varios libros ingleses, repisas enteras llenas de ellos, y volúmenes encuadernados de revistas y periódicos. Sobre una mesa en el centro de la habitación había varias pilas de estos, aunque ninguno era de fechas recientes. Había libros de todo tipo de temas: historia, geografía, política, economía política, botánica, geología y leyes. Todos estaban relacionados con Inglaterra y su estilo de vida, costumbres y modales. Había incluso libros de consulta, como el Directorio de Londres, los libros Rojo y Azul, el Almanaque de Whitaker, las Listas del Ejército y de la Marina y, por alguna razón, me alegré mucho cuando vi el Directorio Legal.
Mientras inspeccionaba los libros, la puerta se abrió y entró el Conde. Me saludó calurosamente y me preguntó si había pasado una buena noche. Luego prosiguió:
—Me alegro de que haya encontrado este cuarto, pues estoy seguro que hay muchas cosas aquí que le interesarán. Estos compañeros —dijo, poniendo su mano sobre algunos de los libros —han sido muy buenos amigos míos, y desde hace varios años, desde que tuve la idea de viajar a Londres, me han brindado incontables horas de placer. Gracias a ellos he podido conocer su maravillosa Inglaterra, y conocerla es amarla. Me gustaría tanto poder caminar por las atestadas calles de su imponente Londres, estar en medio del torbellino y la prisa de sus habitantes, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes, y todo aquello que la hace ser lo que es. Pero, desgraciadamente, hasta ahora sólo conozco su idioma a través de los libros. Amigo mío, confío en que usted me ayudará a practicarlo.
—Pero, Conde —le dije—, ¡usted conoce y habla perfectamente el inglés!
El Conde hizo una reverencia con mucha solemnidad.
—Le agradezco, amigo mío, su estimación tan halagadora. Sin embargo, temo que me falta mucho camino por recorrer para llegar a mi destino. Si bien es cierto que conozco la gramática y las palabras, todavía no sé utilizarlas correctamente.
—Desde luego que sí —le dije—, lo habla de forma excelente.
—No tanto —respondió él—. Lo que quiero decir es que si yo fuera a Londres y hablara su idioma, estoy seguro de que todos sabrían que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble; soy un boyardo. La gente común me conoce, y soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extraña no es nadie. Los hombres no lo conocen; y no conocer algo es no interesarse en ello. Me sentiría satisfecho si pudiera ser como el resto, de modo que nadie detuviera su paso al verme, ni interrumpiera sus palabras al escucharme hablar para decir: “¡Ja, ja, es solo un extranjero! He sido señor por tanto tiempo que quiero seguir siéndolo, o por lo menos que nadie esté encima de mí. Usted ha venido hasta aquí no sólo como el agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para explicarme todo lo necesario sobre mi nueva propiedad en Londres. Espero que se quede conmigo algún tiempo, para que a través de nuestras conversaciones pueda aprender el acento inglés. Y me gustaría que me indicara los errores que cometo al hablar, por más mínimos que sean. Siento mucho haberme ausentado hoy durante tanto tiempo, pero estoy seguro que usted sabrá perdonar a alguien que tiene tantos asuntos importantes que resolver.
Naturalmente le dije al Conde que podía disponer de mí como mejor le pareciera, y le pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando yo quisiera, a lo que me respondió:
—Sí, por supuesto —y agregó—, puede ir a cualquier parte del castillo, excepto a las habitaciones cerradas con llave, a las cuales, desde luego, usted no querrá entrar. Hay una razón para que todas las cosas sean como son, y si usted pudiera ver con mis ojos y supiera lo que yo sé, seguramente entendería mejor las cosas.
Le respondí que tenía razón, y él continuó:
—Estamos en Transilvania, y Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son como las suyas, y seguramente habrá muchas cosas que le parecerán extrañas. Es más, por lo que usted me ha contado sobre las experiencias de su viaje, ya puede imaginarse un poco lo extrañas que pueden ser algunas cosas.
Hablamos un largo rato sobre este tema. Era evidente que el Conde quería hablar, aunque sólo fuera por el simple placer de hacerlo. Así que le hice muchas preguntas sobre algunas de las cosas que ya me habían sucedido o que había observado. Algunas veces evitaba el tema o cambiaba el giro de la conversación fingiendo no entenderme, pero fuera de eso respondió francamente a todas mis preguntas. A medida que pasaba el tiempo, y mi audacia aumentaba, le pregunté acerca de las cosas extrañas que habían sucedido la noche anterior, por ejemplo, por qué el cochero había ido a todos los lugares donde veía las llamas azules. El Conde me explicó que, según una creencia popular, en una determinada noche del año —la noche anterior, de hecho, cuando supuestamente todos los espíritus malignos tienen poderes ilimitados— puede verse una llama azul en todos los lugares donde hay escondido algún tesoro.
—Seguramente hay tesoros escondidos en la región por donde viajaron anoche—prosiguió—, pues es la tierra que ha sido disputada durante siglos por los valacos, los sajones y los turcos. De hecho, sería difícil encontrar un solo metro de tierra en toda esta región que no haya sido enriquecido con la sangre de los hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo épocas muy turbulentas, cuando los austriacos y los húngaros llegaban en hordas, y los patriotas salían a su encuentro: hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada en las rocas de los desfiladeros, para destruirlos con sus avalanchas artificiales. Cuando los invasores salían victoriosos encontraban muy pocas cosas, pues todas las pertenencias ya habían sido enterradas bajo tierra.
—Pero, ¿cómo puede ser —pregunté— que continúen enterradas sin haber sido aún descubiertas, cuando existe una señal tan clara para encontrarlas, si los hombres se tomarán la molestia de seguirla?
El Conde sonrió, y cuando sus labios dejaron al descubierto sus encías, aparecieron unos caninos largos y afilados.
—¡Porque los campesinos son en esencia cobardes y tontos! —respondió el Conde—. Esas llamas sólo aparecen una noche al año. Y en esa noche, ningún hombre de este país, si puede evitarlo, tiene la osadía siquiera de asomar la nariz por la puerta. Y aunque lo hicieran, mi querido señor, no sabrían qué hacer. Es más, ni siquiera el campesino del que usted me contó que había marcado el lugar de las llamas, sabría dónde buscar durante el día, aun cuando él mismo hubiera hecho el trabajo. Y me atrevería a jurar que usted tampoco podría encontrar esos lugares nuevamente.
—En eso le concedo