Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Al otro día, el doctor, seguro ya de que Magdalena no sufriría por el momento ninguna recaída, comenzó a salir de casa para dedicarse a sus quehaceres habituales. Tenía que ir a palacio para explicar al rey su conducta y debía también visitar al ministro de Negocios Extranjeros para recordarle su promesa relativa a la misión que se encargaría a Amaury.
Con sobrada razón podía haber dicho el doctor que el enfermo era él, pues en aquellos quince días había envejecido quince años, y aunque no pasaba de los cincuenta y cinco, había encanecido su cabeza por completo.
Cuando regresó a su casa llevaba la seguridad de que el día que quisiese tendría a su disposición la carta diplomática.
Al entrar se encontró con Felipe en el umbral.
Desde la noche del baile, Auvray había ido todos los días, sin faltar uno, a informarse del estado de Magdalena. Solía recibirle Antoñita, y después que ésta partió, era José quien le daba las noticias. No quiso preguntarle nada a Amaury, porque, según su modo de ver las cosas, exigíale su dignidad que le pusiera mala cara; pero Leoville no advirtió nada de esto, porque no se acordaba ya de la existencia de su antiguo amigo.
El señor de Avrigny, que estaba enterado de las atenciones o interés de Felipe, le dio las gracias mientras le estrechaba la mano cariñosamente. Después se dirigió al cuarto de su hija.
Transcurría a la sazón el mes de junio, y hacía un hermoso día, digno de servir de despedida a la primavera, próxima ya a dejar paso al estío. El doctor había permitido que al mediodía, por ser aquélla la hora de más calor y no ofrecer peligro para la enferma, se abriesen por primera vez las ventanas del aposento de Magdalena; de modo que encontró a ésta sentada en su cama con el deseo retratado en el semblante de respirar aquel aire que le estaba vedado todavía y contemplar de cerca aquel frondoso verdor del parque, bajo cuya sombra no podía correr aún; pero en cambio ya que nada de esto le estaba permitido, había hecho cubrir su cama de flores, como se hace con los palios en la poética fiesta del Corpus.
Amaury se había prestado a ello y le llevaba del jardín al lecho las flores que ella quería.
—¡Papá!—exclamó al ver al doctor.—¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco la sorpresa que Amaury, con el permiso de usted, me ha dado al devolverme el aire y las flores! Me parece que respiro con más libertad y me comparo con aquel pobre pajarillo que usted puso con un rosal en el interior de la campana neumática. ¿Recuerda usted? Cuando se le retiraba el rosal parecía pronto a morirse, y cuando se le devolvía parecía también que se le restituía la vida. Diga usted, papá: Cuando a mí me falta aire y me ahogo, como aquella infeliz avecilla, ¿no se me podría también devolver la vida rodeándome de flores?
—Sí, Magdalena; sí, hija mía; ya lo haremos así—asintió el doctor.—No pases pena: yo te llevaré a un país en que no mueren jamás ni las flores, ni las niñas y allí vivirás tú entre rosas como una abeja o un pájaro.
—¿Adónde me llevará usted, papá? ¿A Nápoles?
—No, hija mía, porque a Nápoles está demasiado lejos para ir allá de un tirón sin hacer ni un descanso. Además, Nápoles ofrece el inconveniente del sirocco, que agosta las flores, y la tenue ceniza del Vesubio, que abrasa los pulmones de las niñas. No llegaremos allí; nos detendremos en Niza…
Antes de proseguir, el doctor pareció titubear, consultando a su hija con la mirada.
—¿Y qué?… —preguntó Magdalena, mientras su novio bajaba la cabeza.
—Amaury seguirá su viaje hasta Nápoles.
—¿Cómo es eso? ¿Nos deja?—exclamó Magdalena.
—No, hija mía, porque eso no es dejarnos—repuso el doctor, con viveza.
Y muy despacio y adoptando toda suerte de precauciones oratorias, dio cuenta a Magdalena de su plan, que, como ya sabemos, consistía en llegar hasta Niza y aguardar la vuelta de Amaury en aquel invernadero de Europa, en la estación de invierno más espléndida del mundo.
Escuchole Magdalena con la cabeza baja y como absorbida por un pensamiento fijo, y cuando acabó de hablar le preguntó:
—¿Vendrá también con nosotros Antoñita?
—Siento en el alma, hija mía—respondió el doctor,—verme obligado a separarte de tu amiga, de tu hermana; pero fácilmente se te alcanzará que no puedo dejar a cargo de personas extrañas la vigilancia y el cuidado de mis casas de París y de Ville d'Avray. Tu prima, por lo tanto, tendrá que quedarse aquí.
En los ojos de Magdalena brilló un rayo de júbilo: sentíase consolada de la ausencia de su novio con la ausencia de Antoñita.
—¿Y cuándo partiremos?—preguntó con cierta impaciencia.
Al oír esta pregunta, alzó Amaury la frente y la miró sorprendido… Como su pasión egoísta y ciega no le había dejado adivinar los misterios que el cariño paternal del doctor había logrado descubrir, todo era para él, motivo de asombro, porque todo lo ignoraba.
—La fecha de la partida, depende de ti, hija mía—respondió el señor de Avrigny,—tan pronto como puedas soportar el traqueteo del coche, después que hayas probado tus fuerzas, dando algunos paseos por el jardín apoyada en mi brazo o en el de Amaury, emprenderemos el viaje.
—Pues no tengas cuidado, papá. Haré lo que me mandes y pronto estaré dispuesta para la marcha.
El señor de Avrigny no se había equivocado en sus presunciones: de Ville d'Avray a París, había aún poca distancia.
Amaury a Antonia
«Me ruega usted, Antoñita, que la entere de todos los pormenores relativos a la convalecencia de Magdalena, y me explico su curiosidad: no le basta saber que está mejor, sino que quiere saber cómo ha recobrado la salud. A decir verdad no podría usted encontrar un narrador más apropiado que yo, porque, no estando usted aquí para poder hablar de ella, los dos, me conceptúo dichoso al escribirle. ¡Cosa extraña! Con su padre, que la quiere tanto como yo, me siento, no sé por qué, sin esa confianza que usted me inspira. No sé si será la diferencia de edad o la gravedad de su carácter la causa de ello; pero el hecho es que con usted no me ocurre nada de eso; con usted, Antoñita, hablaría yo sin cesar toda la vida.
»Una semana después de marcharse usted aún seguía yo preguntándome todas las noches: ¿Viviré o moriré? porque entonces estaba en peligro Magdalena. Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porque le puedo anunciar que vivirá.
»Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar ni pasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, ni siquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: me unía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morir también con ella.
»La misericordia de Dios no lo ha querido, ¡Gracias, Dios mío!
»Su padre no ha podido responder de su vida hasta anteayer, y aun eso con una condición muy extraña; con la condición de que yo me separe de Magdalena siquiera temporalmente.
»Al