Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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aun hoy mismo te dejaré ir sin el auxilio de nadie a sentarte en el maldito sillón. Hay que ensayar las piernas antes que las alas. La señora Braun y yo marcharemos a tu lado por si acaso hubiera que sostenerte.

      »—Tal vez sea acertada esa previsión, papá, porque si he de ser franca, he de confesar que soy como esos cobardes que alardean de su valor si están lejos del peligro, y en cuanto se les presenta la ocasión de demostrarlo cambian en el acto de lenguaje y de actitud. ¿Cuándo me levantaré hoy? ¿Habré de aguardar, como ayer, al mediodía? Eso es mucho, papá; considere usted que ahora son las diez escasas.

      »—Bien, hija mía; hoy permitiré que te levantes una hora antes, y como hace muy buen día y la temperatura es agradable, abriremos la ventana para que respires el aire puro del exterior.

      »Mientras abrían la ventana, y el aire y el sol inundaban el aposento, inclinose a mi oído Magdalena para decirme:

      »—¿Y el vals?…

      »Le respondí con una seña afirmativa y con ella pareció quedar tranquila y satisfecha.

      »Pronto entraron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Ya sabe usted, Antoñita, que antes su tío y yo hacíamos las comidas separados, para poder relevarnos a la cabecera de la enferma; pero desde que ésta convalece, tal precaución es inútil, y hace unos cuantos días que comemos juntos.

      «Próximamente a las once se levantó de la mesa el padre de Magdalena, diciendo:

      »Cuando se quiere que los niños y los enfermos, hagan lo que se les manda, no hay más remedio que cumplirles fielmente lo que se les promete. Ahora la ayudaré a levantarse y tú podrás entrar dentro de unos diez minutos.

      «Efectivamente, poco después encontraba yo a Magdalena sentada junto a la ventana, y, al parecer, muy contenta, contemplando el jardín.

      «Entre su padre y la señora Braun la habían ayudado a trasladarse desde el lecho hasta el sillón. Cierto es que sin el apoyo que ambos le prestaron quizás se habría visto apurada para llegar hasta allí, pero, ¡cuánta, diferencia no había entre aquel día y la víspera, cuando hubo que llevarla en brazos! Me senté a su lado y a los pocos instantes dio muestras de sentir cierta impaciencia.

      »El doctor, que parece leer por arte de magia en lo más hondo de su corazón, la comprendió en el acto y levantándose dijo:

      »—Amaury, permanecerás aquí con Magdalena sin separarte de ella, ¿verdad? Yo tengo que ausentarme por un par de horas. Prométeme no abandonarla hasta que yo vuelva.

      »—Váyase usted confiado. No la dejaré.

      »El señor de Avrigny dio un beso a su hija y salió del aposento.

      »—¡Vamos! ¡Pronto! ¡Pronto, Amaury!—exclamó ésta, acto continuo.—Ve a tocar el vals de Weber. Esta idea me obsesiona y no puedo desterrarla de mi mente: toda la noche he estado oyendo ese vals.

      »—Pero, ¡si no puedes acompañarme al salón, Magdalena!

      »—Demasiado lo sé, pues, por desgracia, casi no puedo tenerme en pie; pero tú dejarás todas las puertas abiertas y así podré oírte bien.

      »Recordé la recomendación de su padre, y seguro de que estaría muy cerca velando por su hija, me levanté para ir a sentarme al piano. Con las puertas abiertas podía yo ver desde allí a Magdalena, que en medio de los cortinajes que servían de marco a su figura, parecía un cuadro de Greuze. Vi que me hacía una seña con la mano; púseme el papel delante y me preparé a tocar.

      »—Empieza.—oí que decía una voz detrás de mí.

      »—Volví la cabeza y vi al doctor.

      »El vals, como usted ya sabe, Antoñita, era uno de esos enloquecedores motivos de melancólico ardor que nadie sabía desarrollar sino el autor de Freyschutz, con su poderoso genio.

      »Yo no la sabía de memoria; tenía que ir, por lo tanto, descifrando las notas mientras tocaba. No obstante, creí ver, como a través de una espesa niebla, que Magdalena se alzaba de su sillón, y al volverme vi que no me había engañado. Quise entonces detenerme, pero su padre, que lo vio, me contuvo, diciendo:

      »—Continúa.

      »Y yo continué, sin que la interrupción fuese advertida por ella, cuya poética naturaleza parecía animarse con la armonía e iba adquiriendo fuerzas a medida que el compás se aceleraba.

      »Permaneció un instante en pie e inmóvil, y echando a andar de pronto, aquella débil enferma, que para ir de la cama a la butaca había necesitado ayuda de dos personas, avanzó con paso seguro, deslizándose sobre el pavimento como una sombra, sin buscar apoyo ni en la pared ni en los muebles. Yo me volví hacia el doctor y viéndole muy pálido y demudado, quise parar otra vez; pero él volvió a prohibírmelo, diciendo:

      »—Continúa. Acuérdate del violín de Cremona.

      »Y continué de nuevo. El compás se aceleraba por momentos y cuanto más aumentaba la rapidez, más de prisa caminaba Magdalena, acercándose a mí, hasta llegar a poner sobre mi hombro su diestra. Entonces su padre, que había salido pocos momentos antes, volvió a entrar por una puerta situada a nuestra espalda y repitió por tercera vez:

      »—Continúa, continúa. ¡Bravo, hija mía! ¿Pues no decías esta mañana que estabas tan extenuada y tan débil?…

      »Y el pobre padre, lleno de mortal angustia, reía y temblaba a la vez.

      »—Parece cosa de magia, papá—contestó Magdalena.—El efecto que me causa la música es realmente maravilloso, tanto, que a mi juicio existen melodías capaces de hacerme abandonar la sepultura. Así me explico cómo comprendía tan bien las escenas de las monjas de Roberto el Diablo y las Willis de la Gisela.

      »—Así lo creo; pero no conviene abusar de esa facultad—replicó el doctor.—Apóyate en mi brazo y tú, Amaury, continúa: esa música es admirable. Pero después—me dijo en voz baja,—procura pasar de ese vals a alguna melodía vaga que vaya expirando como un eco que se pierde en lontananza.

      »Comprendí su intención, y obedecí. La misma música que había causado en ella tal exaltación, debía sostenerla hasta el momento en que llegase a su sillón; mas entonces debía decrecer ya por grados, pues, cesando de repente, podía producirle un efecto desastroso que determinase una agravación del mal.

      «Efectivamente, Magdalena volvió a sentarse sin aparentar cansancio, y con semblante tranquilo y revelando alegría, se acomodó en el sillón. Yo comencé a retardar el compás y la vi inclinar hacia atrás la cabeza, y cerrar los ojos. El doctor, que no la perdía de vista y la contemplaba fijamente, me indicó que tocase piano pianísimo; entonces reemplacé el vals por algunos acordes que poco a poco fueron apagándose hasta quedar extinguidos, como el lejano canto de un pájaro que huye cruzando el espacio, hacia lugares remotos.

      «Después me levanté y quise acercarme a Magdalena; pero su padre me salió al paso y me dijo:

      »—Ahora duerme; no vayas a despertarla.

      »Y llevándome a la antesala, agregó:

      »—Ya ves, Amaury, que es indispensable tu partida. Si eso hubiese sucedido en mi ausencia,

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