Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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pues la expansión de tu amor es lo que me da más miedo. Ya has podido notar dos veces sus efectos: una, cuando estuvo a punto de desmayarse al declararle tu pasión; la otra, cuando el bailar contigo la puso al borde del sepulcro. Tú ejerces sobre su naturaleza, nerviosa y delicada, una influencia fatal; tus palabras, tu aliento y hasta tu presencia, la trastornan. Trátala como a una flor, y así como yo procuro rodearla de una atmósfera templada, rodéala tú también de un amor suave y sereno. Ya se me alcanza lo difícil que es esto para un hombre joven y fogoso como tú; pero considera que en lo que te pido va su propia vida y que, si vuelve a repetirse la crisis, ya no respondo de nada. Además, en el momento de la despedida yo estaré también presente y te infundiré valor.

      »Le prometí lo que quiso. ¿Qué otra cosa podía hacer?

      »Tampoco a mí se me esconde que la vida de mi pobre Magdalena está pendiente de un hilo que puede romper cualquiera emoción violenta, y yo la quiero demasiado para negarme a hacer por ella, ya que es preciso, el sacrificio de aparentar que no la quiero tanto como la adoro realmente.

      »Al separarme del doctor subí a mi cuarto para escribirle a usted esta carta que ahora dejo interrumpida y continuaré más tarde, pues acabo de recibir recado de Magdalena diciéndome que me aguarda, y corro a verla.»

      Capítulo 24

      Índice

       A las diez.

      «Puede usted reñirme, Antoñita; bien lo merezco porque temo haber cometido una gran locura.

      »Magdalena estaba sola. Me llamaba, para decirme que quería hablar conmigo antes de mi marcha, y para ello me pedía con adorable inocencia una cita que otra cualquiera, habría rehusado concederme de seguro si yo hubiera osado pedírsela.

      »Quizá no me crea usted, Antoñita, pero le aseguro por mi honor que acordándome de la promesa que yo había hecho al doctor, quise en un principio renunciar a aquella hora de dicha con que Magdalena me brindaba y por la cual habría dado gustoso en cualquiera otra ocasión un año de mi vida.

      »Tratando de resistir a mi propio deseo le respondí que la señora Braun, obedeciendo a instrucciones del señor de Avrigny, no se prestaría en modo alguno a secundar nuestros planes.

      »—¿Y qué necesidad tenemos de la señora Braun?—repuso Magdalena.

      »—No olvides que sólo la separa de ti un simple tabique y que tan pronto como oiga el más leve rumor entrará creyendo que no te sientes bien y me encontrará contigo.

      »—Así ocurriría, no lo dudo, si tú vinieras aquí.

      »—¡Cómo! ¿Pues adonde he de ir?

      »—Al jardín. Yo bajaría a reunirme contigo a la hora en que conviniéramos.

      »—¿Qué dices? ¡Al jardín! Pero ¿lo has pensado bien? ¿Y el relente de la noche?

      »—No le tengo miedo. Ya oíste decir ayer a mi padre que sólo es peligroso al anochecer y que a medida que avanza la noche se siente el mismo calor que hace durante el día. Sin embargo a guisa de precaución bajaré bien embozada en mi chal.

      »Yo sentíame arrastrado contra mi voluntad por sus palabras; pero aun hallé fuerzas para insistir todavía diciéndole:

      »—¿Y te parece bien que nos veamos solos y a deshora?

      »—Haciéndolo así durante el día no veo la razón para que no lo podamos hacer de igual modo por la noche—me contestó con candidez admirable.

      »—Sí—repuse algo confuso;—pero de día…

      »—¿Qué diferencia hay?—preguntó.

      »—Una muy grande—repliqué sonriendo a pesar mío.

      »—¿No te quejabas estos días atrás de que en nuestro viaje sería molesta para nosotros la presencia de mi padre? Al decir eso bien tendrías el propósito de que viajásemos solos los dos día y noche…

      »—Sí; pero contaba con que estuviéramos ya casados para entonces.

      »—Ya sé que las casadas gozan ciertos privilegios negados a las solteras, ¡como si al casarse quedase una niña alocada convertida ipso facto en mujer juiciosa!… Pero, ¿no nos hemos desposado? ¿No es público y notorio que nuestro casamiento se celebrará muy pronto? ¿No estaríamos ya casados a estas horas si yo no hubiese caído enferma de gravedad?

      »No era fácil responder a estas preguntas. Ella prosiguió con más ahinco al ver que yo callaba:

      »—¿Irás a negármelo? ¿Serás capaz de darme un chasco como ése la víspera de tu marcha, cuando tienes que decirme tantas cosas y hacerme tantas promesas? ¡Si supieras qué triste voy a quedar después que tú te vayas! ¿Qué menos puedes hacer que dejarme al partir el recuerdo de esas palabras tiernas y cariñosas que me hacen tan dichosa pronunciándolas tus labios?

      »No pude resistir más, y juzgando que mi posición era ya ridícula y mi rigor impertinente me juré velar por los dos y le prometí acudir al jardín así que diesen las once.

      »Hay que ser justo, Antoñita, y reconocer que para negarse a acceder a su demanda se habría necesitado poseer toda la discreción de los siete sabios de Grecia, y quizá me quede corto.

      »Me limité a recomendarla que no se olvidase de bajar bien abrigada. Así acababa de prometérmelo cuando entró su padre a verla.

      »Cuando, a las diez, salimos juntos del aposento, me dijo el doctor:

      »—Ya has tenido ocasión de ver que he fiado en tu palabra, porque te he dejado solo con ella. Comprendí que tenías que decirle muchas cosas. Te doy las gracias porque has sabido proceder con una cordura cuya mejor recompensa es la tranquilidad que ahora goza Magdalena, merced a la cual pasará una buena noche. Mañana por la mañana podrás pasar una hora en su compañía, y dentro de mes y medio volverás a encontrar en Niza a tu futura esposa ya restablecida y muy contenta de reunirse contigo.

      »Al escuchar sus palabras sentí el aguijón del remordimiento y estuve a punto de revelárselo todo; pero pensé en Magdalena para quien el disgusto que ello le hubiera ocasionado habría sido más pernicioso que la entrevista en proyecto, y esta consideración me dio fuerzas para abstenerme de decir nada a su padre.

      »Por lo demás, cuando sea necesario yo velaré sobre mí y sabré dominarme.

      »Oigo dar las once. ¡Buenas noches, Antoñita! La dejo a usted para ir en busca de Magdalena, que ya me estará aguardando.»

      A las 2 de la madrugada.

      «Tan pronto como llegue a sus manos esta carta póngase en camino y venga, porque nos hace mucha falta su presencia.

      »¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Magdalena se muere sin remedio! ¡Oh! ¡Qué miserable soy! ¡Venga, venga usted a escape!

      »Amaury

       El doctor avrigny a antonia

      «Aunque

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