Mayas. El ciclo desconocido. Dino Alreich

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Mayas. El ciclo desconocido - Dino Alreich

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su morada en lugar lejano con el propósito de poder contemplar el regreso de los que consideraban eran sus dioses. Sólo de esta manera y en un tiempo futuro regresarían junto con todos ellos para regir sobre toda la tierra.

       “Ni el pasado ha muerto ni está el mañana, ni el ayer escrito.”

      –Antonio Machado

      Prólogo

      Chiapas, México

       Sitio arqueológico de Palenque

       1949

      Era temprano en la mañana, el Doctor Alberto Ruz Lhuillier había dejado su tasa de café a medias sobre la mesa de su apartamento. Había algo que halaba fuertemente la atención del profesor. Años antes había hecho su máximo esfuerzo intelectual en su natal Francia, desde donde partió luego rumbo a Cuba en su deseo de superación. Una vez en Cuba, sintió moverse hacia México. Tal parecía que su destino era moverse de ciudad en ciudad, buscando descubrir los misterios de la vida. Su visita a México le cautivó tanto que adoptó la ciudadanía. En México encontró las riquezas no necesariamente materiales sino de un legado histórico que invitaba a ser descubierto. Siglos historia y abundancia de lugares antiguos que se encontraban todavía vírgenes esperando la visita de estudiosos modernos que redescubrieran su significado. El gran arqueólogo e investigador cuarentón se encontraba rumbo al Templo de las Inscripciones, un lugar de mucho significado para los antiguos mayas. Lugar que muchos siglos antes solía llamarse B’aakal que traducido es “Hueso”. Mientras continuaba su camino lo invadía un extraño presentimiento. Era alguna clase de corazonada que lo animaba a ir adelante. Con cautela cumplía su labor de restauración de aquel antiguo templo. Lhuillier penetró a través de un corredor secreto en los subterráneos de aquella gran construcción. Se encontraba en las llamadas Grutas de Eyzies. De repente, una losa en el suelo cautivó su atención. Sin llamar la atención de sus colegas continuó limpiando aquella losa la cual se presentaba con doce agujeros obturados con piedras. Ruz Lhuillier quitó varias de las piedras que rellenaban los agujeros. Algo en su interior le decía que aquella loza era la puerta hacia otro lugar y presintió encontrarse en el lugar y momento correcto. Lhuillier metió sus dedos entre los agujeros de aquella losa y la haló. De repente notó lo que parecía ser un hueco relleno de escombros. De inmediato Lhuillier llamó a los trabajadores encargados para esa tarea.

      –¿Qué piensas pueda ser? –indagó uno de los colegas.

      –De seguro hay algo muy importante allá abajo, sea algún tesoro o alguna tumba importante. –dijo Lhuillier.

      –Señor Lhuillier, esto nos tomará algo de tiempo en lo que quitamos todos esos escombros. –dijo uno de los ayudantes.

      –No importa el tiempo que nos tome, hay que hacerlo lo antes posible. –ordenó Lhuillier.

      Lhuillier y su gente estuvieron un tiempo adelantando el trabajo, limpiando lo que parecía ser una entrada. A más de veinte metros de profundidad, los trabajadores incansables proseguían con gran entusiasmo pareciéndose conducir hacia el corazón de aquella pirámide. Pasado un tiempo, los escombros fueron quitados por completo. Con mucho entusiasmo el equipo de trabajo se dio cita en el lugar.

      –Miren, ¡allí! –dijo la asistente más joven mostrando espanto en sus ojos.

      Los ojos de todos se fijaron en una caja de piedra donde permanecían los huesos desarticulados de seis personas. Todos se miraron entre si tratando de entender el significado de aquel hallazgo.

      –¿Qué piensas es esto? –indagó uno de sus acompañantes.

      –Sacrificios humanos. –contestó Lhuillier–. Deben haber sido sacrificados con el propósito de ser los guardianes inmortales, pero ¿guardianes de qué? ¿Qué cosa importante mora en este lugar? –indagó con una mirada enigmática.

      Los colegas y estudiantes tragaron hondo y continuaron siguiendo al doctor Lhuillier.

      –Vaya, vaya, miren lo que tenemos aquí. –dijo Lhuillier señalando hacia una puerta triangular.

      Este lugar está lleno de sorpresas. –comentó uno de sus estudiantes.

      Por un largo tiempo los arqueólogos continuaron examinando aquel lugar. Tomaban notas, procuraban identificar las fechas de cuanto objeto encontraban, y pretendían descifrar las inscripciones hechas por indígenas de siglos anteriores. El corazón de todos parecía entremezclarse con las piedras de aquellas pirámides, sin embargo, la labor de desescombro duraría un tiempo para poder acceder a los misterios de aquel lugar.

      Chiapas, México

       Templo de las Inscripciones

       1952

      El señor Lhuillier retornó a la pirámide del Templo de las Inscripciones. Permanecía en su interior la sensación o corazonada que algo grande estaba por descubrir. Los ojos de todos estaban puestos en Lhuillier quien dirigía al grupo.

      –Señor Lhuillier, usted tenía razón. –dijo su asistente.

      Frente a ellos quedó al descubierto una escalera que descendía hasta las profundidades de aquella pirámide. Los ojos de todos estaban llenos de asombro y expectación. El señor Lhuillier descendió cerca de veinticinco metros por aquella escalera y sus ayudantes le seguían. Inmediatamente llegaron a un pequeño corredor. Se condujeron hacia una salita que medía tres metros y sesenta y cinco centímetros de largo y dos metros con quinces centímetros de ancho. Ellos caminaron lentamente.

      –Esto parece ser una capilla abandonada. –comentó uno de los acompañantes.

      Se podía ver en los muros adornos de figuras en bajorrelieve. Bajo sus pies, el pavimento parecía estar formado por una gran baldosa tallada que se extendía casi cubriendo todo el piso llena de jeroglíficos incomprensibles en gran manera.

      Lhuillier permaneció un momento en silencio. Su mirada se dirigió hacia el pavimento donde parecía haber un espacio vacío.

      –Vamos, hay que levantar la baldosa. –ordenó Lhuillier.

      Lhuillier se dirigió a la cripta donde descansaba un sarcófago. Aquel sarcófago era impresionante. Se mostraba en perfecto estado de conservación.

      Los ojos de todos estaban puestos en Lhuillier al notar su interés por aquel sarcófago antiguo cuya apariencia parecía pesar cerca de cinco toneladas. La losa sepulcral asombraba a todos los presentes. Era una piedra cincelada que medía unos 3,80 metros de largo y cuya anchura era de 2,20 metros. El grueso de la tapa era de 0,25. Lhuillier levantó la tapa del sarcófago y vio una cavidad sellada por un tapón ajustado. Los rostros de los que estaban allí presentes se llenaron de una expresión de sorpresa mezclada por gran regocijo. Dentro de aquel sarcófago se notaban los huesos de uno de los soberanos mayas. El cuerpo del difunto estaba cubierto de cinabrio rojo. Sobre él había joyas de jade y en sus brazos brazaletes y collares de cuentas. En cada dedo llevaba anillos de jade, el mismo material del cual estaban hechos unos misteriosos objetos que el difunto tenía en sus manos y una máscara que cubría su rostro. Los objetos que el difunto tenía en sus manos se trataban de un cubo y una esfera. Al levantar la máscara pudieron notar que aquel difunto soberano tenía la boca enmarcada de pirita pintada de rojo.

      –Señores, nos encontramos ante un

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