Vidas soñadas. Liz Fielding
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–¿Qué? –preguntó ella, sorprendida. Al volverse, se encontró con Emily Wootton, que la miraba con preocupación–. Ah, sí, no es nada. Es que me caso el sábado…
–¿De verdad? –sonrió la mujer–. Qué alegría.
Willow tenía sus dudas.
–Seguro que todo el mundo lo pasará muy bien, pero yo estoy deseando que pase esta semana y encontrarme en las playas de Santa Lucía –dijo, intentando sonreír–. Me estabas hablando sobre el chalé que el fideicomiso ha recibido de los Kavanagh –añadió, mordiéndose la lengua para no contarle sus problemas a una persona a la que había conocido dos días atrás. Pero, ¿a quién podía contárselos si no? Nadie que conociera a Mike Armstrong y hubiera visto la casa en la que iba a vivir con él podría entenderlo. Ella misma no lo entendía. Si pudiera volver a la noche que le había pedido que se casara con él… Si pudiera convencerse a sí misma de que eso era lo que Mike realmente quería–. Hace falta dinero para convertirla en una residencia para huérfanos, ¿no?
–No, eso ya está hecho. Lo que falta es pintarla y necesitamos voluntarios –sonrió Emily–. Supongo que es imposible convencerte para que renuncies a tu luna de miel, ¿verdad? Las Antillas tampoco son tan interesantes…
En ese momento, una lágrima empezó a rodar por la mejilla de Willow.
–Willow, ¿qué te pasa?
–Nada –contestó ella, buscando un pañuelo–. Es que estoy nerviosa por la boda.
La boda y el esfuerzo que estaba haciendo para que nadie viera que odiaba la casa que el padre de Mike les había regalado. Un edificio enorme de ladrillo rojo con cinco dormitorios, tres cuartos de baño y un acre de jardín que tendría que cuidar cuando no estuviera planchando o cocinando.
Mike y ella no habían llegado a una decisión sobre dónde iban a vivir. Ni en su apartamento ni en el de él. Los dos eran convenientes, céntricos, perfectos para una pareja. Y entonces… ¡plaf! Una invitación de los padres de Mike para comer en el campo, al lado de aquella casa infernal. La clase de mansión digna de una perfecta ama de casa, no una mujer que acababa de conseguir el trabajo de sus sueños. Eso, si no se casaba el sábado.
Willow estaba empezando a ver que, como esposa de Mike, no podría seguir haciendo su vida.
Willow Blake desaparecería para convertirse en la esposa de Mike Armstrong, heredero del propietario de una editorial. Y, con el tiempo, se convertiría en la madre de los correspondientes 2,2 niños, con una vida dedicada a las causas benéficas. En diez años, se habría convertido en su gran pesadilla, una copia perfecta de su madre.
Seguiría trabajando durante un tiempo, por supuesto, pero el periódico solo le encargaría crónicas sociales, entrevistas con celebridades locales y cosas por el estilo. Hasta que llegaran los niños. Aquella casa tenía que estar llena de niños. El padre de Mike ya hablaba de uno de los dormitorios como de «la guardería». Como si la decoración infantil no les hubiera dado una pista.
Y en cuanto a Mike, Willow no sabía lo que pensaba. De repente, se había vuelto distante, raro.
Y por eso, la carta en la que le ofrecían el trabajo de sus sueños seguía en su bolso, sin ser contestada. Era su salvavidas.
–Es una casa… más bien grande, Mike. No es tu estilo. No se parece nada al taller de Maybridge –estaba diciendo Cal.
–Eso depende de lo que uno considere grande –replicó Michael Armstrong, intentando cortar cualquier discusión sobre su estilo de vida. Cal era su mejor amigo y se conocían demasiado bien–. Willow creció en una mansión de diez habitaciones.
La emoción de Willow al ver la casa que les había regalado su padre lo había hecho darse cuenta de que no podía dar marcha atrás.
–Ya. Bueno, si a los dos os gusta, eso es todo lo que importa –dijo Cal–. ¿Cuándo vais a mudaros?
Mike miró la monstruosidad de casa que su padre le había regalado. Ni siquiera le había consultado antes de hacerlo porque sabía cuál sería la respuesta. El viejo zorro había dejado que Willow hiciera el trabajo sucio por él. Y como a ella le había encantado el regalo, Mike había tenido que tragarse un «no, gracias, papá». No podía rechazar aquel regalo.
Dándose cuenta de que Cal lo estaba mirando con cara de preocupación, Mike intentó sonreír.
–La casa estará lista cuando volvamos de la luna de miel.
–No pareces muy… –su amigo dudó, como buscando la palabra apropiada– optimista –dijo por fin. Pero Mike no aceptó la invitación para sincerarse–. Muy bien. Seguro que Willow y tú podéis vivir sin moqueta durante un mes. Y no hay prisa en amueblar la habitación de los niños –añadió, intentando aliviar la tensión–. A menos que haya algo que no me has contado. Eso explicaría el retorno del hijo pródigo.
–Mi padre estuvo unos días en el hospital. Por eso volví –explicó Mike–. Nunca fue mi intención quedarme en Melchester.
–Hasta que conociste a Willow –asintió Cal–. ¿Sabe ella que no piensas seguir con el periódico? Solo lo pregunto porque cuando estuvimos tomando una copa la semana pasada, tuve la impresión de que te veía como el empresario del año –añadió–. No le has contado lo de Maybridge, ¿verdad?
–Ocúpate de tus asuntos, Cal.
–Voy a ser testigo de tu boda. Esto es asunto mío.
–Ya la conoces. Willow pertenece a una de las mejores familias del país. Solo estaba haciendo tiempo escribiendo artículos de sociedad en el periódico hasta que uno de los amigos de su padre le ofreciera convertirse en Lady Algo.
–¿Perdona? ¿Has leído algo de lo que tu novia escribe en el periódico?
–Vivo con el Chronicle, Cal. Pero no estoy preparado para dormir con él –murmuró Mike–. Bueno, vale. Si dieran premios por escribir sobre la Asociación de Jardines locales, ella se los llevaría todos, pero supongo que entenderás por qué no le he pedido que se instalara en mi taller de Maybridge y viviera de lo que gano con mis propias manos.
–¿Lo que no estás dispuesto a hacer por tu padre estás dispuesto a hacerlo por amor? Si yo estuviera en tu pellejo, admito que haría lo mismo –sonrió Cal–. Quizá la guardería debe ser una prioridad después de todo.
–Mi padre cree que ha sido sutil dándonos pistas.
–¿El infarto no ha conseguido calmarlo?
–¿Infarto? Estoy empezando a sospechar que no era más que una indigestión.
Pero había conseguido lo que quería. Mike había vuelto a casa a toda prisa para dirigir el Chronicle y la revista Country Chronicle mientras su madre se llevaba al viejo Armstrong de vacaciones. Unas largas vacaciones. Debería haber salido corriendo cuando su padre, que odiaba ir de vacaciones, aceptó hacer un crucero de seis semanas.
–No sé. Quizá estoy siendo demasiado cínico. Fuera lo que fuera, le ha recordado que también él es mortal.
–¿Eso es todo? ¿No hay ningún otro problema?
Mike se pasó