Vidas soñadas. Liz Fielding
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Había entrado en la oficina aquella mañana, con un ánimo tan negro como la tinta del periódico, cuando se chocó con ella. El móvil que Willow llevaba en la mano había caído al suelo y después de comprobar que no se había roto, ella lo miró con expresión furiosa.
–¿Por qué no mira por dónde va?
Mike había estado a punto de replicar que era ella quien no miraba cuando, de repente, todo pareció pararse, incluido su corazón. Entonces Willow había sonreído, burlona.
–Ah, perdón. Qué mal educada soy. No se le debe gritar al jefe hasta, al menos, haber sido presentados. Porque tú eres Michael Armstrong, ¿verdad? Hay una fotografía tuya en el despacho de tu padre y…
–Mike –corrigió él, cuando consiguió despegar la lengua del paladar–. Y no soy el jefe. Solo voy a ocupar el puesto de mi padre durante unas semanas.
–Muy bien, Mike. Yo soy Willow Blake –sonrió ella, ofreciendo su mano–. Adiós. Llego tarde.
Mike se quedó mirándola con una sonrisa que hubiera hecho sentir complejo de inferioridad al gato de Alicia en el país de las maravillas.
Él solo había querido flirtear un poco. Y ella lo había mantenido a raya durante más tiempo del que esperaba. La caza había sido divertida y atraparla fue… como encontrar algo que hubiera perdido mucho tiempo atrás. Pero la había perseguido como Michael Armstrong, el jefe provisional del periódico para el que ella trabajaba. Willow era una chica difícil y Mike había tenido que echar mano de todas sus armas.
Cuando por fin la consiguió, no le pareció necesario explicar que solo estaba en Melchester provisionalmente.
Y entonces le había pedido que se casara con él.
Y lo había dicho de verdad.
El «sí» de Willow casi lo hizo gritar: «¡Que paren las máquinas… que cambien la primera página… tengo una gran noticia!». Y eso ahogó una vocecita en su interior que le decía que Willow creía estar a punto de casarse con el heredero de un imperio editorial. No un hombre que, en su vida real, vivía en lo que una vez había sido un establo. Un sitio en el que su vida era completamente diferente.
¿Tenía miedo de que ella no amara al verdadero Michael Armstrong? ¿Por eso no se lo había contado?
Una vez que su padre los había llevado a la casa, con el plano envuelto en papel de regalo, era demasiado tarde.
–Solo tienes una vida, Mike –dijo Cal, interrumpiendo sus negros pensamientos–. Tienes que vivir tu sueño. Se supone que es la novia la que debe estar nerviosa.
–Te aconsejo que esperes a que te pase a ti antes de decir esas cosas.
–A mí me parece que estás empezando a arrepentirte.
Mike se sintió tentado de confesarle su angustia, pero las cosas habían ido demasiado lejos.
–Pensaba que sería más fácil. Pensaba que casarse solo consistía en llegar a tiempo a la iglesia y no perder los anillos.
–Puedes dejarme esos detalles a mí. En cuanto al resto… –Cal miró su reloj–. Es casi la hora de comer. ¿Por qué no vas a buscar a Willow y os tomáis la tarde libre para dedicaros a… lo que más os guste?
–No tengo tiempo. Voy a estar alejado del negocio durante un mes –contestó Mike. Aunque no iba a seguir siendo «el negocio», sino «su negocio». Se conformaría y aceptaría dirigir el periódico. Y su padre firmaría los papeles de cesión en cuanto la tinta del registro civil se hubiera secado.
–¿Mike?
Llevaba una hora esperándolo, terminando el artículo sobre la residencia para huérfanos, haciendo cosas de última hora… Intentando imaginar cómo iba a hablarle sobre el trabajo que le habían ofrecido.
Dejar el periódico sería como una patada para Mike y su padre. Tendría que ir a Londres todos los días y no siempre podría volver a casa por la noche. Aunque cuando el director del Globe se enterase de que estaba punto de casarse, quizá no seguiría interesado en ella…
–¿Qué pasa, Willow? –preguntó Mike entonces, levantando la cabeza de la calculadora.
–Nada. No pasa nada.
Willow no esperó respuesta. Lo que hizo fue salir del edificio. Su coche estaba en el taller y Mike se había ofrecido a llevarla a casa de Crysse. Obviamente, lo había olvidado y ella prefería caminar antes de interrumpir su historia de amor con la calculadora. Eso era lo que pasaba cuando una se enamora de un contable.
Willow apretó la correa del bolso. Daría un paseo para olvidarse del constructor y de las incesantes preguntas de su madre sobre los detalles de la boda. Le daba igual el color de las cintas en los bancos de la iglesia o si habría rosas suficientes. En un mundo en el que hay niños que nunca han tenido vacaciones y nunca las tendrían a menos que alguien como Emily Wootton lo hiciera posible, ese tipo de cosas no eran más que tonterías.
Pero ir andando fue un error. Llevaba zapatos nuevos y después de caminar un kilómetro tenía una ampolla en el talón. Si cojeaba en la iglesia, su madre la mataría. Aunque eso resolvería todos sus problemas de un tirón. La otra opción era tomar el autobús. Cuando llegó a la parada, apoyó su peso sobre el otro pie y esperó.
–¿Puedo llevarla a alguna parte, señorita?
Willow no pudo evitar que le diera un vuelco el corazón al escuchar la voz de Mike. Cuando se volvió, lo vio con su flequillo color miel cayéndole sobre la frente mientras le abría la puerta del jeep negro.
–Mi madre me ha dicho que no suba nunca al coche de un extraño –contestó, consciente de las miradas de envidia de las mujeres que había en la cola del autobús–. Creí que estabas demasiado ocupado.
–Y lo estoy. Y tengo un dolor de cabeza espantoso. Por eso se me había olvidado que tenía que llevarte a casa de Crysse.
–Espero que la despedida de soltero mereciera la pena.
–No estoy seguro.
La despedida de soltero no había sido divertida. Ni todo el alcohol del mundo, ni las bromas de Cal y sus amigos habían conseguido hacerle olvidar el lío en el que se había metido.
–Por favor sube, Willow –insistió, observando los rostros expectantes que observaban el pequeño drama.
–¿Cómo sabías que no había pedido un taxi?
–Estabas enfadada –contestó Mike. Y no podía culparla–. Si yo hubiera estado enfadado, también habría ido andando.
–Pues habrías cometido un error –murmuró Willow, entrando en el coche. Estaban llamando demasiado la atención y no le hacía gracia–. Me ha salido una ampolla en el pie.
–Oh, pobrecita. Ven aquí –murmuró Mike, olvidando a los espectadores. Cuando la tomó en sus brazos, ella apoyó la cabeza en su hombro como un gatito–. Lo siento mucho.
Cuando