Vidas soñadas. Liz Fielding
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–No eres nada divertido cuando te pones en plan jefe.
–Lo sé, lo sé –murmuró él, mientras se dirigían al bar–. Pero el cargo no es oficial hasta que volvamos de Santa Lucía. Quizá debería dimitir hoy mismo.
–De eso iba a hablarte precisamente –dijo entonces Willow–. He recibido una oferta de trabajo y si no empiezas a encargarme artículos interesantes, es posible que la acepte.
Le había salido aquello de un tirón, casi sin pensar. Lo había dicho. No había sido tan difícil.
–¿Qué trabajo?
–Dos bocadillos de pollo, George. Y dos zumos de tomate –le dijo Willow al camarero. Después de pedir, pagó la consumición y se sentaron frente a una mesa cerca de la ventana.
–¿Qué trabajo? –insistió Mike.
Tenía que contestar. No había salida.
–El Globe me ha ofrecido un trabajo.
–¿Te refieres al Globe, en Londres?
Willow asintió con la cabeza.
–Es un periódico nacional, con una tirada diaria de millones de ejemplares –contestó Willow. Mike no dijo nada–. Creí que te quedarías impresionado.
–Estoy impresionado –dijo él después de una pausa. Una breve pausa durante la cual el mundo se había puesto del revés–. ¿Lo habrías aceptado?
«¿Habrías?». Mike ni siquiera pensaba que pudiera aceptar, ni siquiera había pensado discutir el asunto.
–¿No crees que debo hacerlo?
–No a menos que pienses mudarte a Londres y hacer vida de casada solo durante los fines de semana. ¿Es eso lo que quieres?
–Podría ir y volver todos los días –dijo Willow. Mike permanecía hermético–. ¿No te parece? –preguntó. Él no movió un músculo–. Muy bien. Llamaré a Toby Townsend esta tarde.
–¿Cuándo solicitaste ese trabajo?
–Hace meses. Tuve una entrevista, pero no me dijeron nada. Hasta el lunes, cuando recibí la carta.
En ese momento, George les llevó el almuerzo y empezó a lanzar una diatriba contra los problemas de aparcamiento que estaban cargándose su negocio. Después de aquello, el tema del nuevo trabajo no volvió a surgir.
Más tarde, de vuelta en la oficina, Willow se dijo a sí misma que Mike tenía razón. Era una idea imposible. No podía hacerlo. Llamaría al Globe y les diría que no podía aceptar. No pasaba nada. Estaba enamorada de Mike e iba a casarse con él. Pero una vocecita le decía que si Mike no le hubiera pedido que se casara con él, podría haberlo tenido todo. Una carrera durante la semana, Mike los fines de semana. Una novia podía hacer eso, pero estar casada significaba un compromiso. Estar casada era un trabajo a tiempo completo.
Antes de que pudiera cambiar de opinión, Willow marcó el número del periódico. Toby Townsend no estaba en su oficina, le dijeron. Debía llamar el lunes. Le escribiría, se dijo. Redactó la carta mentalmente mientras el peluquero la torturaba para colocarle la corona de flores. Y la pasó al ordenador en cuanto volvió a la oficina, guardándola en su bolso para echarla al correo. Después fue a buscar a Mike porque necesitaba que la abrazara y le asegurase que estaba haciendo lo que debía hacer.
Pero Mike había salido de la oficina después de comer y su secretaria no sabía dónde estaba.
Willow sacó el móvil del bolso y escribió un mensaje con el siguiente texto:
¿Dónde estás? ¿Podemos vernos?
Solían enviarse mensajes cuando empezaron a salir. Sobre todo Mike, cuando ella tenía que cubrir alguna noticia fuera de la ciudad. Y ella solía contestar: Si me encuentras, puedes invitarme a cenar. Lo único que Mike tenía que hacer era llamar al departamento de personal para comprobar dónde estaba… y siempre aparecía a tiempo.
Pero eso había sido siglos antes. O eso le parecía.
Willow miró el móvil. No tenía ni idea de dónde estaba Mike.
Y decidió borrar el mensaje.
Mike abrió las puertas de su taller para que entrase la luz. Había planchas de madera apoyadas en las paredes y en las estanterías. Una mesita a la que solo faltaba el barniz estaba colocada en el banco de trabajo, abandonada desde que recibió la llamada para informarle de que su padre estaba en el hospital.
Se había levantado con aquello en mente. Las cosas que había dejado sin terminar. Era algo que tenía que acabar antes de cerrar las puertas definitivamente a esa parte de su vida. Antes de llamar a su administrador para decirle que podía buscar un inquilino.
Mike se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa y se puso una camiseta que colgaba de un gancho. Al hacerlo, se sintió como en casa.
Mientras miraba la mesita, recordó cómo había imaginado terminarla, la satisfacción de pasar la idea del papel a la realidad.
Se la regalaría a Willow. No le diría que la había hecho él, pero cada vez que la viera sabría que una vez había sido un hombre que hacía algo más que sumar números en un libro de contabilidad.
Mike estaba en la puerta de su apartamento cuando Willow llegó a casa.
–¿Más regalos?
–¿Dónde has estado? –preguntó ella, abriendo el maletero del coche–. Hueles como si hubieras estado abrazado a un árbol.
–Más o menos –suspiró Mike–. Te he traído un regalo. Un mueble –añadió, abriendo el maletero del jeep y sacando un objeto envuelto en una sábana. Una vez en el apartamento, lo dejó en el suelo–. Venga, ábrelo.
Willow apartó la sábana y contuvo el aliento. Era una mesita de madera, increíblemente moderna y elegante.
–¡Oh, Mike! Es preciosa –murmuró, pasando los dedos por la sedosa superficie–. ¿De qué madera está hecha?
–Cerezo.
–Es… no sé cómo explicarlo. Debería estar en un museo. Es una bobada, pero esa es la impresión que me da.
Mike deslizó los dedos por la pulida superficie. Algunos de sus trabajos se habían convertido en piezas de colección. Él odiaba eso.
–Está hecha para usarla, no para que la miren.
Mike quería que sus muebles fueran usados, que absorbieran la historia.
–¿Dónde la has comprado?
–Pues… la diseñó una persona que conozco.
–¿De verdad? ¿Va a venir a la boda? Quizá podríamos escribir un artículo sobre…
–No, Willow. Esta