Los guardianes del mar. Fondo Editorial USIL
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DIOSES DEL MAR
Impresionadas por la majestuosidad del inconmensurable mar y por los abundantes recursos que este les proveía, las culturas prehispánicas se sintieron llamadas a rendirle culto. Con la eterna necesidad humana de sostenerse en la creencia para explicar sus orígenes, entender las vicisitudes del presente y confiar en el futuro, existieron divinidades estrechamente vinculadas al océano, entre ellas Ai Apaec, Naylamp, Kon y Pachacámac.
Ai Apaec
Es un ser mitológico moche (en lengua muchik significa “el hacedor”) que, para restaurar el mundo, atraviesa diferentes estadios en busca de la regeneración continua. En un vaso sonajero de cerámica que se halla en el Museo Larco se representa a Ai Apaec adentrándose en el mar para enfrentar a los seres mitológicos que habitan el mundo de abajo: un personaje en forma de pez globo, un erizo antropomorfo y un demonio ancestral del mar profundo y oscuro, que es un dios decapitador con la apariencia de un cangrejo que lleva un caparazón con rostro de lobo marino y boca -de la que emergen grandes colmillos felinos-, crestas en la cabeza y aletas aparentemente de tiburón y raya.
De los diferentes episodios que integran la saga de los combates marinos de Ai Apaec, la victoria sobre el demonio es el de mayor repercusión. Tras la pelea, pierde la cabeza y transita hacia el mundo de los muertos ayudado por un par de aves: un piquero y un buitre. Este tipo de representaciones aparece también en los murales de las Huacas del Sol y de la Luna como un ser con características de cangrejo y ser humano, rodeado de olas marinas (Pérez, 2014).
Naylamp
En la búsqueda de explicación de sus orígenes en la noche de los tiempos, en el siglo XVI los pobladores de Lambayeque -en la región del norte peruano- narraron un mito, con impresionante detalle, al cronista Miguel Cabello de Valboa (1951). Según la versión, Naylamp -un personaje mitológico- llegó de tierras lejanas, a través del mar, al frente de una flota de balsas, trayendo la civilización a las tierras de Lambayeque, donde fundó una gran dinastía. En lengua moche, su nombre significaría “ave o gallina de agua”.
Naylamp aparece en piezas emblemáticas de la cultura Lambayeque, como el tumi de oro o cuchillo de Íllimo, y en la máscara funeraria de oro de Batán Grande. En el mango del tumi está presente la elaborada figura de Naylamp, con forma humana, ojos almendrados y un par de alas simbólicas a los costados, como si fueran segundos brazos (Kauffmann, 2002).
Kon
En los pueblos de la costa central, hacia mediados del siglo XVI, los indios muy viejos contaban que sus ancestros les habían enseñado que el primer dios que existió en la tierra fue Kon, que llegó del sur por el mar y formó el cielo, la luna, las estrellas y la tierra, con todos los animales y los demás seres que existen en ella. Y que, con su respiración, este dios creó todos los indios, los animales terrestres, aves, árboles y plantas. Luego se fue al mar y caminó sobre él, e hizo lo mismo sobre los ríos, creando todos los peces con su sola palabra para, finalmente, subir al cielo.
El dios Kon estaría representado como un dios volador con el rostro cubierto con una máscara, tal como aparece en los diseños de la alfarería y los tejidos de las culturas Paracas y Nasca. Los mitos también indican que fue un personaje feroz, que practicaba el canibalismo ritual (Rostworowski, 2003; Ludeña, 2015).
Además, cuenta la leyenda que las criaturas creadas por Kon olvidaron pronto las ofrendas que le debían al padre creador, quien los castigó quitándoles la lluvia y transformando las fértiles tierras en los inmensos desiertos costeños. Peor aún, tiempo después llegó a la tierra otro dios más poderoso, llamado Pachacámac, el hijo del sol, que destruyó todo lo creado hasta entonces y desterró a los pobladores, condenándolos a vivir en los andes y en los valles inhóspitos.
«En los pueblos de la costa central, hacia mediados del siglo XVI, los indios muy viejos contaban que sus ancestros les habían enseñado que el primer dios que existió en la tierra fue Kon, que llegó del sur por el mar y formó el cielo, la luna, las estrellas y la tierra, con todos los animales y los demás seres que existen en ella...»
Pachacámac
Era considerado también como el dios creador del mundo y, aunque su origen procede de los valles de Lima y Lurín, fue venerado en ciertos pueblos andinos, donde su representación motivó rituales que buscaban generar lluvia o mantener el agua en ríos y lagunas. Una de las fiestas principales del dios Pachacámac fue la de la “llegada”, cuando la temporada de lluvias en las tierras altas hacía que los ríos se hincharan de abundante agua para la población de la costa (Rostworowski, 1992). Se tiene noticia, igualmente, de que muchos de los sacrificios humanos tenían el mar como destino final.
En los tiempos de la conquista inca, el dios Pachacámac fue incorporado al panteón quechua e identificado con el dios Viracocha, quien desde el mar habría llegado al territorio de los incas para enseñarles las nuevas prácticas marítimas (Valcárcel, 1912).
Pachacámac y su santuario -ubicado en el valle de Lurín- siguieron teniendo un lugar en la imaginación costeña durante el periodo virreinal y, según Rostworowski, guarda relación con el culto al Señor de los Milagros que se desarrolló en el siglo XVII, en Lima, alrededor de una pintura de Cristo crucificado.
TÚPAC YUPANQUI, EL INCA QUE LLEGÓ A LA POLINESIA
La gran travesía de Túpac Yupanqui -sucesor del gran inca Pachacútec- ha sido registrada por los cronistas españoles Pedro Sarmiento de Gamboa (2007), Martín de Murúa (1946) y Miguel Cabello de Valboa (1951) durante la conquista. De acuerdo con los relatos, el soberano emprendió su viaje como hatun auqui (“príncipe conquistador”), conforme a los mandatos de su padre, en una gran expedición de conquista para ampliar los dominios al norte del gran imperio: Chinchaysuyo.
José Antonio del Busto (2011), en su obra Los hijos del sol: Túpac Yupanqui, descubridor de Oceanía, recopila numerosas pruebas que confirmarían la veracidad del viaje a dicho continente. Según el historiador, el inca habría zarpado alrededor del año 1465, con 120 embarcaciones y 2000 hombres, rumbo a dos islas remotas (Auachumbi y Niñachumbi), que serían Mangareva y Rapa Nui o Isla de Pascua. De acuerdo con los registros, el hijo de Pachacútec habría llegado, además, a Nuku Hiva, en el archipiélago de Las Marquesas, en la Polinesia Francesa.
Para sustentar su teoría, Del Busto afirma que diversas crónicas relatan que el príncipe inca no solo trajo consigo oro, plata, esmeraldas y animales foráneos, sino esclavos negros, probablemente provenientes de Melanesia -también en Oceanía-, que vivían en las islas descubiertas (Sarmiento, 2007).
Otro indicio es la leyenda del rey Tupa -que todavía se narra en la isla de Mangareva-, acerca de un monarca que llegó en balsas a vela y deslumbró a los nativos con piezas de cerámica, textilería y orfebrería. Incluso existe una danza del rey Tupa.
Dos evidencias más serían el hallazgo de quipus -sistema de contabilidad incaico- en Nuku Hiva, la más grande de las islas Marquesas, donde son denominados quipona, y Vinapú,