La insurrección que viene. Comité invisible

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La insurrección que viene - Comité invisible [sic]

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carente de pensamiento, su pequeño mundo cerrado.

      Huelga decir que la vinculación de los franceses al Estado —garante de los valores universales, último bastión frente al desastre— es una patología de la que es complicado deshacerse. Se trata sobre todo de una ficción que ya no sabe durar. Incluso nuestros gobernantes la consideran cada día más como un inútil estorbo puesto que ellos, al menos, asumen el conflicto militarmente. Éstos a quienes no les acompleja enviar unidades antiterroristas de élite tanto para sofocar las revueltas en los suburbios como para liberar un centro de recuperación de residuos ocupado por asalariados. A medida que el Estado del bienestar se desmorona, amanece el enfrentamiento entre aquellos que desean el Orden y aquellos que no. Todo lo que la política francesa conseguía hasta ahora desactivar comienza a desencadenarse. Todo aquello que reprimió no quedará impune. Se puede contar con el movimiento que viene para encontrar, en el avanzado nivel de descomposición de la sociedad, el hálito nihilista necesario. Lo que no dejará de exponerlo a toda suerte de límites.

      Un movimiento revolucionario no se propaga por contaminación sino por resonancia. Algo que se constituye aquí resuena con la onda de choque que emite algo que se constituyó allí. El cuerpo que resuena lo hace según su propio modo. Una insurrección no es como la extensión de la peste o un incendio forestal —un proceso lineal que se extiende progresivamente, por proximidad, a partir de una chispa inicial—. Se trata más bien de algo que cobra cuerpo como una música, y cuyos focos, incluso dispersos en el tiempo y el espacio, logran imponer el ritmo de su propia vibración. Consiguen ganar siempre mayor espesor. Hasta el extremo de que una vuelta a lo normal deja de ser deseable e incluso previsible.

      Cuando hablamos de Imperio, designamos los dispositivos de poder que, preventivamente, quirúrgicamente, retienen todos los devenires revolucionarios de una situación. En este sentido, el Imperio no es un enemigo enfrentado a nosotros. Es un ritmo que se impone, una manera de hacer fluir y discurrir la realidad. No es tanto un orden del mundo como su discurrir triste, pesado y militar.

      Lo que llega a nuestros oídos del partido de los insurrectos es un esbozo de una composición, de un lado de la realidad totalmente diferente, que desde Grecia hasta los suburbios franceses busca sus acuerdos.

      *

      * *

      A partir de ahora resulta de notoriedad pública que las situaciones de crisis son igualmente ocasiones que se ofrecen a la dominación para que se reestructure. Así es como Sarkozy puede, sin que apenas parezca que miente, anunciar que la crisis financiera corresponde «al fin de un mundo» y que el año 2009 verá a Francia entrar en una nueva era. Este camelo de crisis económica sería, en definitiva, una novedad. La ocasión de una bella epopeya que nos vería, a todos juntos, combatir al mismo tiempo las desigualdades y el cambio climático. Algo que para nuestra generación, que nació justo en la crisis y que no ha conocido otra cosa —crisis económica, financiera, social, ecológica—, es, debemos confesarlo, relativamente difícil de admitir. No nos la pegarán con el golpe de la crisis, con el «vamos a empezar de cero» y el «bastará con ajustarse el cinturón durante una temporadita». En realidad, el anuncio de las desastrosas cifras del paro no nos suscita ningún sentimiento. La crisis es una manera de gobernar. Cuando este mundo parece no tener otra forma de sostenerse que mediante la gestión infinita de su propia derrota.

      Querrían vernos detrás del Estado, movilizados, solidarios con una improbable chapuza de la sociedad. Pero resulta que nos repugna de tal manera unirnos a esta movilización, que puede ocurrir que uno decida más bien tumbar definitivamente al capitalismo.

      Lo que está en guerra no son las maneras variables de gestionar la sociedad. Se trata, irreductibles e irreconciliables, de ideas sobre la felicidad y sus mundos. El poder lo sabe; nosotros también. Los residuos militantes que nos ven —cada vez más numerosos, cada vez menos identificables— se tiran de los pelos para que entremos en las pequeñas casillas de sus pequeñas cabezas. Y, no obstante, nos tienden la mano para ahogarnos mejor; en sus fracasos, en su parálisis, en sus problemáticas débiles. De elecciones en «transiciones», nunca serán nada más que aquellos que nos van alejando sin cesar de la posibilidad del comunismo. Afortunadamente, uno no acaba nuca de acomodarse a las traiciones ni a los desencantos.

así no cabe elección:
el fetichismo de la espontaneidadoel control de la organización
el bricolage de las redes militantesla varita de la jerarquía
actuar ahora de forma desesperadaesperar desesperadamente a más tarde
dejar en paréntesis lo que se puede vivir y experimentar aquí y ahora en nombre de un paraíso que, a fuerza de alejarse, parece cada vez más un infiernorumiar el cadáver a fuerza de persuadirse de que plantar zanahorias será suficiente para salir de la pesadilla.
elección embarazosa

      Las organizaciones son un obstáculo para organizarse. En verdad, no hay desviación entre lo que somos, lo que hacemos y lo que devenimos. Las organizaciones —políticas o sindicales, fascistas o anarquistas— comienzan siempre separando prácticamente este aspecto de la existencia. Y a continuación tienen la virtud de presentar su estúpido formalismo como el único remedio para esta separación. Organizarse no es dotar de estructura a la impotencia. Es sobre todo tejer lazos, lazos que no son neutros, lazos orientados terriblemente. El grado de organización se mide por la intensidad del reparto, material y espiritual.

      Por tanto, de ahora en adelante: «hay que organizarse materialmente para subsistir, hay que organizarse materialmente para atacar». Que se elabore un poco por todos lados una nueva idea del comunismo. En la sombra de los bares, en las imprentas, en las casas okupadas, en las escaleras, en las granjas, en los gimnasios, pueden nacer las complicidades ofensivas; complicidades con las que el mundo da un giro más firme. No hay que negar a estas preciadas connivencias los medios que exigen para desplegar su fuerza.

      Ahí se sitúa la posibilidad verdaderamente revolucionaria de la época. Las escaramuzas cada vez más frecuentes tienen esto de temibles: siempre son una ocasión para la complicidad de esta naturaleza, a veces efímera, pero a veces también indefectible. Y en ello reside, sin duda, una suerte de proceso acumulativo. En el momento en el que miles de jóvenes se toman en serio la idea de desertar y sabotear este mundo, habría que ser estúpido como un madero para buscar una célula financiera, un cabecilla o un descuido.

      *

      * *

      Dos siglos de capitalismo y nihilismo mercantil han desembocado en las extrañezas más extremas, para sí, para los otros, para los mundos. El individuo, esta ficción, se descomponía a la misma velocidad que devenía real. Hijos de la metrópolis, apostamos por lo siguiente: es a partir de la desnudez más profunda de la existencia que se despliega la posibilidad, siempre callada, siempre conjurada, del comunismo.

      En definitiva, estamos en guerra contra toda una antropología. Contra la idea misma del hombre.

      Se

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