La insurrección que viene. Comité invisible

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La insurrección que viene - Comité invisible [sic]

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de una fuerza. El comunismo como matriz de un asalto minucioso, audaz, contra la dominación. Como llamamiento y como nombre, de todos los mundos que se resisten a la pacificación imperial, de todas las solidaridades irreductibles al reino de la mercancía, de todas las amistades que asumen las necesidades de la gue­rra. comunismo. Sabemos que se trata de un término que hay que utilizar con precaución. No porque, en el gran desfile de las palabras, se halle en desuso. Sino porque nuestros peores enemigos lo han utilizado, y continúan haciéndolo. Insistimos. Ciertas palabras son como campos de batalla cuyo sentido es una victoria, revolucionaria o reaccionaria, necesariamente arrancada tras una lucha encarnizada.

      Desertar de la política clásica significa asumir la guerra, que se sitúa también en el terreno de la lengua. O más bien en la manera como se ligan las palabras, los gestos y la vida. Si se ha puesto tanto empeño en encarcelar por terrorismo a algunos jóvenes campesinos comunistas que habrían participado en la redacción de La insurrección que viene, no es por un «delito por expresar una opinión» sino más bien porque podían encarnar una manera de mantener en la misma existencia actos y pensamiento. Algo que, por lo general, no se perdona.

      Por tanto, de lo que se acusa a estas personas no es ni de haber escrito algo ni de haber atacado materialmente los sacrosantos flujos que irrigan la metrópolis. Sino de haberse apoderado de estos flujos con el espesor de un pensamiento y una posición política. Que un acto, aquí haya podido tener sentido según una consistencia diferente de la del desértico Imperio. El antiterrorismo ha pretendido atacar el devenir posible de una «asociación de malhechores». Pero lo que, en realidad, ha atacado es el devenir posible de una situación. La posibilidad de que detrás de cada tendero se oculten malas intenciones, y detrás de cada pensamiento los actos a los que apela. La posibilidad de que se propague una idea de lo político, anónima pero susceptible de ser subscrita, diseminada e incontrolable, que no pueda tener cabida en el chiringuito de la libertad de expresión.

      Ya no puede suscitar grandes dudas que será la juventud la primera en tomar salvajemente el poder. Los últimos años, desde las revueltas en Argelia en la primavera del 2001 hasta las del invierno del 2008 en Grecia, no son sino una sucesión de anuncios en este sentido. Aquellos que hace treinta o cuarenta años se sublevaron contra la moral de sus padres no dudarán a reducirlo a un nuevo conflicto generacional, si es que no lo reducen a un efecto previsible de la adolescencia.

      El único porvenir de una «generación» es ser la precedente, en un camino que lleva invariablemente al cementerio.

      *

      * *

      La tradición querría que todo comenzara por un «movimiento social». Sobre todo en un momento en que la izquierda, que no acaba nunca de descomponerse, busca de forma hipócrita recobrar una credibilidad en la calle. Lo único es que ya no posee el monopolio de la calle. Sólo hay que ver cómo, en cada nueva movilización estudiantil —como en todo lo que todavía osa sostener— existe una zanja que no cesa de hacerse más profunda entre las reivindicaciones plañideras y el nivel de violencia y determinación del movimiento.

      Es en este foso donde tenemos que preparar una trinchera.

      Cuando vemos que se suceden los movimientos sociales persiguiéndose los unos a los otros, que es evidente que no dejan nada tras ellos, a la fuerza hay que constatar que algo persiste. Un reguero de pólvora une aquello que en cada acontecimiento no se ha dejado meter en vereda por la temporalidad absurda de la retirada de una ley o de cualquier otro pretexto. Por intermitencias, y a propio su ritmo, vemos una suerte de fuerza que se esboza. Una fuerza que no experimenta su tiempo sino que lo impone, silenciosamente.

      Se acabó el momento de prever los hundimientos o de demostrar la feliz posibilidad. Lleguen éstos pronto o tarde, hay que prepararse. No se trata de elaborar un diseño de lo que debería ser una insurrección sino de devolver la posibilidad de la sublevación a aquello que nunca habría debido dejar de ser: un impulso vital tanto de la juventud como de la sabiduría popular. A condición de saberse mover, la ausencia de diseño no es un obstáculo sino una posibilidad. Es, para los insurrectos, el único espacio que puede garantizarles lo esencial: conservar la iniciativa. Queda suscitar, alimentar como uno alimenta un fuego, una cierta mirada, una cierta fiebre táctica que, cuando llegue el momento, incluso ahora, se revele determinante y fuente constante de determinación. Ya resurgen ciertas preguntas que todavía ayer parecían grotescas o anticuadas; queda apoderarse de ellas, no para responder definitivamente sino antes bien para mantenerlas vivas. Haberlas reformulado no es, por otra parte, la menor de las virtudes del alzamiento griego.

      ¿Cómo se convierte una situación de disturbios generalizados en una situación insurreccional? ¿Qué hacer cuando se ha conquistado la calle toda vez que la policía se encuentra permanentemente derrotada? ¿Se merecen los parlamentos ser tomados siempre al asalto? ¿Qué significa en la práctica devolver el poder local? ¿Cómo decidirse? ¿Cómo subsistir?

      ¿cómo no perderse?

      1. Ministra de Interior francesa desde 2007.

      2. Durante las revueltas de 2005 en el extrarradio de París, el entonces flamante ministro de Interior, Nicolas Sarkozy, se refirió a los sublevados como chusma (racaille), lo que no hizo sino agravar la situación.

      3. Se refiere a los disturbios en la facultad de derecho de Nanterre en noviembre de 2007, que dividió a los estudiantes a favor y en contra.

      Desde cualquier ángulo...

      Desde cualquier ángulo que se mire, el presente no tiene salida. No es la menor de sus virtudes. A aquellos que querrían esperar a toda costa, les roba todo apoyo. Aquellos que pretenden ostentar soluciones son desmentidos al momento. Se escucha decir que la situación sólo puede ir de mal en peor. «El futuro ya no tiene porvenir» es la sabiduría de una época que ha llegado, bajo sus aires de extrema normalidad, al nivel de consciencia de los primeros punks.

      El incendio de noviembre de 2005 no deja de proyectar su sombra sobre todas las conciencias. Estas primeras fogatas son el bautismo de una década repleta de promesas. Al cuento mediático del suburbio-contra-la-República no le falta eficacia, pero falta a la verdad. Hasta en el centro de las ciudades prendieron hogueras, que fueron metódicamente acalladas. Calles enteras de Barcelona ardieron en solidaridad, sin que nadie supiese nada excepto sus habitantes. Y no es ni siquiera verdad que desde entonces el país haya dejado de llamear. Se encuentran entre los inculpados toda clase de perfiles lo cual sólo unifica el odio hacia la sociedad existente, y no la pertenencia de clase, raza o barrio. Lo inédito no reside en una «revuelta de los suburbios» que ya no era nueva en 1980, sino en la ruptura con sus formas establecidas. Los asaltantes ya no escuchan a nadie, ni a los hermanos mayores ni a la asociación local que debería gestionar la vuelta a la normalidad. Ningún sos Racismo podrá hundir sus raíces cancerosas en este acontecimiento, al que sólo la fatiga, la falsificación y la omertà

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