La insurrección que viene. Comité invisible
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No habrá solución social a la situación presente. En primer lugar, porque el vago agregado de entornos, instituciones y burbujas individuales que se denominan por antífrasis «sociedad» no tiene consistencia; en segundo, porque ya no hay lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten riquezas si no se comparte un lenguaje. Fue necesario medio siglo de lucha en torno a la Ilustración para fundar la posibilidad de la Revolución Francesa, y un siglo de lucha en torno al trabajo para dar a luz al temible «Estado del bienestar». Las luchas crean el lenguaje en el que se enuncia el nuevo orden. No hay nada semejante hoy en día. Europa es un continente deslustrado que va a hacer las compras al Lidl a escondidas y que viaja en low cost para seguir viajando. Ninguno de los «problemas» que se formulan en el lenguaje social admite resolución en él. La cuestión de las «jubilaciones», la de la «precariedad», los «jóvenes» y su «violencia» sólo pueden quedar en suspenso, mientras se gestionan policialmente los pasos a la acción cada vez más penetrantes que estas cuestiones encubren. No se podrá disimular el hecho de que se limpia a bajo precio el culo de unos viejos abandonados por los suyos y que no tienen nada que decir. Aquellos que han encontrado en las vías criminales menos humillación y más beneficio que en la limpieza de suelos no entregarán sus armas, y la prisión no les inculcará el amor por la sociedad. El furor por disfrutar de las hordas de jubilados no soportará de rodillas los recortes sombríos en sus rentas mensuales, y sólo puede excitarse aún más ante el rechazo al trabajo de una amplia fracción de la juventud. Por último, ningún ingreso garantizado acordado al día siguiente de un cuasi levantamiento sentará las bases de un New Deal, de un nuevo pacto, de una nueva paz. El sentimiento social ya se ha evaporado demasiado.
A modo de solución, la presión para que no pase nada, y con ella el control policial del territorio, no van a dejar de acentuarse. El avión militar dirigido por control remoto que, según el propio testimonio de la policía, sobrevoló el pasado 14 de julio el distrito de Seine-Saint-Denis dibuja el futuro en colores más francos que todas las brumas humanistas. Que se haya tomado la precaución de precisar que no estaba armado enuncia con bastante claridad qué camino hemos tomado. El territorio será dividido en zonas cada vez más estancas. Las autopistas situadas al borde de un «barrio marginal» forman un muro invisible que las separa de las zonas residenciales. Piensen lo que piensen las buenas almas republicanas, la gestión de barrios «por comunidad» es notoriamente la más operante. Las porciones puramente metropolitanas del territorio, los principales centros urbanos, llevarán su vida lujosa en una deconstrucción cada vez más retorcida, más sofisticada, más estridente. Iluminarán todo el planeta con sus luces de burdel mientras las patrullas de la bac,5las compañías de seguridad privada, en resumen, las milicias, se multiplicarán hasta el infinito, mientras se benefician de una cobertura judicial cada vez más desvergonzada.
El callejón sin salida del presente, perceptible en todas partes, se niega en todos lados. Nunca tantos psicólogos, sociólogos y literatos se habrán empleado en ello, cada uno en su jerga especial, donde resulta notoria la ausencia una conclusión. Basta con escuchar los cantos de la época, las ñoñerías de la «nueva canción francesa» en la que la pequeña burguesía diseca sus estados de ánimo y las declaraciones de guerra de la mafia K’1 Fry,6 para saber que la coexistencia cesará muy pronto, que una decisión se aproxima.
Este libro está firmado con un nombre de colectivo imaginario. Sus redactores no son los autores. Se han contentado con poner un poco de orden en los lugares comunes de la época, en lo que se murmura en las mesas de los bares, detrás de la puerta cerrada de los dormitorios. No han hecho más que fijar las verdades necesarias, aquéllas cuyo rechazo universal llena los hospitales psiquiátricos y las miradas de pena. Se han convertido en los escribas de la situación. Es el privilegio de las circunstancias radicales que la precisión lleva con toda lógica a la revolución. Basta con decir lo que se tiene ante los ojos y no eludir la conclusión.
4. Chibani: anciano en árabe y, por extensión, anciano árabe en francés.
5. bac (Brigades anti criminalité): brigadas anticriminales de la policía francesa.
6. K’1 Fry: grupo de rap francés.
Primer círculo.
«I am what i am»
«I am what i am.» Es la última ofrenda del márketing al mundo, la última etapa de la evolución publicitaria, al frente, tan al frente de todas las exhortaciones a ser diferente, a ser uno mismo y a beber Pepsi. Décadas de conceptos para llegar aquí, a la pura tautología: yo = yo. Él corre en la cinta delante del espejo de su gimnasio. Ella llega de trabajar al volante de su Smart. ¿Se encontrarán?
«Soy lo que soy.» Mi cuerpo me pertenece. yo soy yo, tú eres tú, y la cosa va mal. Personalización de masa. Individualización de todas las condiciones: de vida, de trabajo, de desdicha. Esquizofrenia difusa. Depresión servil. Atomización en finas partículas paranoicas. Histerización del contacto. Cuanto más quiero ser yo, mayor es mi sensación de vacío. Cuanto más me expreso, más me agoto. Cuanto más me persigo, más cansado estoy. yo tengo, tú tienes, nosotros tenemos nuestro yo como una taquilla fastidiosa. Nos hemos convertido en representantes de nosotros mismos —somos, en este extraño comercio, los garantes de una personalidad que tiene todo el aspecto, al final, de una amputación—. Nos asumimos hasta la ruina con una torpeza más o menos disimulada.
Mientras tanto, yo controlo. La búsqueda de mí mismo, mi blog, mi piso, las últimas tonterías de moda, las historias de pareja, de ligues… ¡cuántas prótesis se necesitan para ostentar un yo! Si «la sociedad» no se hubiera convertido en esta abstracción definitiva, designaría el conjunto de muletas existenciales que se me tienden para poder arrastrarme aún; el conjunto de dependencias que he contraído en pago por mi identidad. El minusválido es el modelo de la ciudadanía que viene. De forma premonitoria, las asociaciones que lo explotan reivindican actualmente el «subsidio universal» para él.
La conminación, omnipresente, de ser «alguien» sustenta el estado patológico que hace necesaria a esta sociedad. La conminación a ser fuerte produce la debilidad a través de la cual se mantiene, hasta el punto de que todo parece adquirir un aspecto terapéutico, incluso trabajar, incluso amar. Todos los «¿qué tal?» que se intercambian en un día hacen pensar en otras tantas tomas de temperatura que una sociedad de pacientes se administran unos a otros. La sociabilidad está hecha ahora de mil pequeños nichos, de mil pequeños refugios en los que uno está al calor. Donde siempre se está mejor que en el intenso frío del exterior. Donde todo es falso, pues sólo es un pretexto para calentarse. Donde nada puede suceder porque uno está sordamente ocupado tiritando junto a los demás. Pronto esta sociedad no aguantará más que por la tensión de todos los átomos sociales hacia una ilusoria curación. Es una central que extrae su energía de una gigantesca reserva de lágrimas siempre a punto de desbordarse.
«I am what i am.» Nunca la dominación había encontrado una consigna menos sospechosa. El mantenimiento del yo en un estado de semirruina permanente, en una seminsuficiencia crónica, es el secreto mejor guardado del orden de cosas actual. El yo débil, deprimido, autocrítico, virtual, es por esencia ese sujeto infinitamente adaptable que requiere una producción fundada en la innovación, la obsolescencia acelerada