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querido que nada fuera distinto.

      Excepto la reacción de Sam. Su hermana quedó devastada por su rechazo. Después de los tratamientos médicos, Ellen había estado tan segura de que no podía quedarse embarazada que no había tomado precauciones. No había entrado en detalles, pero Haley asumió que él tampoco lo había hecho. Sam no debía conocerla nada bien, a pesar de haberse acostado con ella, si creía que Ellen era el tipo de mujer que podía dudar sobre la paternidad de su hijo.

      Probablemente él creyó que lo había elegido por su fama y riqueza. Solo Haley sabía que Ellen se había entregado a Sam en un momento de intenso miedo y soledad: esperaba los resultados de la última revisión médica.

      Haley escuchó la historia una noche, varios meses después de que la enfermedad de Ellen volviera. Al oírla dar vueltas y más vueltas, fue a verla. No se podía hacer nada para aliviarla, pero, al menos, charlando Ellen olvidaba momentáneamente el intenso dolor.

      Ellen le contó que cuando llevaba algún tiempo trabajando para Sam, llegó a su casa y se lo encontró rompiendo metódicamente la resolución de divorcio que había recibido esa mañana. Ella misma estaba angustiada, a la espera de que la llamara su médico con los resultados de la última revisión. Ninguno de los dos tenía ganas de trabajar, y se habían consolado el uno al otro. Él no había sabido la razón de la inquietud de Ellen, pero sí comprendió que lo necesitaba tanto como él a ella. Joel había sido el resultado.

      Haley, consciente del infierno por el que había pasado su hermana antes de que el tumor entrara en remisión, no podía culparla por disfrutar de ese momento de placer. Además, sabía que el instinto compasivo de Ellen la habría llevado a intentar consolar a Sam.

      Haley tampoco culpaba a La Bestia por buscar consuelo cuando recibió la fría y dura prueba de que su matrimonio había terminado. Sabía muy bien lo que se sentía cuando una relación se rompía. Había estado saliendo varios meses con Richard Cross, un compañero de trabajo; cuando creyó que la relación iba a consolidarse, él le exigió que eligiera: él o el hijo de su hermana. Haley se sintió como si el mundo se acabara, eso no era una elección. No se arrepentía de haberse quedado con el bebé, pero aún le dolía.

      No habría podido retener a Richard, suponiendo que lo hubiera deseado tras ese ultimátum tan cruel. Pero sí podía culpar a Sam por su fría negativa a aceptar su parte de responsabilidad por el bebé de Ellen. Ese pensamiento le dio a Haley la fuerza suficiente para realizar el trabajo que Miranda le había encomendado. Abrió el maletín y sacó una carpeta.

      –He cambiado de opinión. Prefiero no tomar café y empezar con la reunión.

      –Espero que no te moleste que yo sí tome. Llevo trabajando desde las cinco de la mañana –sin esperar una respuesta, entró al despacho. La ira de Haley se incrementó al oír el silbido de una cafetera exprés y una cucharilla chocar con porcelana. Sam no se privaba de nada.

      Aparte del lujo que suponía tener una cafetera exprés en el despacho; la biblioteca, desde los cuadros que había en las paredes a los muebles de diseño, clamaba opulencia. Haley, rabiosa, pensó en Joel, que estaba con Miranda en la oficina. ¿Cómo se atrevía Sam a vivir tan bien cuando su hijo tenía tan poco?

      Sam volvió con una taza en la mano, el aroma del café la tentó y deseó no haberlo rechazado. Privándose no conseguiría que él cambiara de actitud; además una actitud negativa podría hacer que sospechara algo.

      –¿Seguro que no quieres? –preguntó él, dejando la taza en una mesa auxiliar.

      –No, gracias –dijo ella, sorprendiéndose de poder hablar rechinando los dientes. Había sabido que reunirse con Sam no sería fácil, pero nunca creyó que supondría tanto esfuerzo. Ni tampoco que le haría recordar el último y trágico año, cuando había cuidado de Ellen durante su embarazo, sabiendo que volvía a estar enferma.

      Tuvo que aguantarse el dolor que supuso la muerte de su hermana, para ocuparse del bebé. Había llegado a ver a Joel como a su propio hijo; por eso estaba tan enfadada con Sam. No podía ser objetiva, y Miranda necesitaba que lo fuera; era mejor acabar con la entrevista antes de que dijera algo de lo que tuviera que arrepentirse.

      –Me gustaría que empezáramos –le dijo. Él se acercó al sofá y se sentó a su lado, tan cerca que sus muslos casi se rozaban.

      –No hasta que me digas por qué estás tan enfadada conmigo –dijo él.

      Esa invasión de su espacio personal fue la gota que desbordó el vaso para Haley. Sin embargo, para su sorpresa, lo que menos sintió al tenerlo tan cerca fue enfado. Sintió una excitación intensa y alocada, que no deseaba que él provocara.

      –¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? –preguntó, esforzándose para que no le temblara la voz.

      –Instinto de escritor –replicó él–. Creo que apenas puedes aguantarte las ganas de tirarme algo, y me gustaría saber por qué. No puede ser porque te chillé por el intercomunicador. Estaba en mitad de una escena y cuando escribo me convierto en un oso salvaje. Miranda debe habértelo advertido –la miró y ella negó con la cabeza.

      –Me dio la impresión de que eres uno de sus clientes favoritos –replicó Haley, refugiándose en la verdad. Él sonrió y el cambio fue dramático. Fue como si alguien hubiera encendido una lámpara solar; ella se acercó como si él fuera una fuente de energía. Se apartó con esfuerzo–. Mi problema es personal.

      La palabra «personal» habría sido suficiente para hacer callar a la mayoría de los hombres, pero Sam parecía interesado.

      –¿Personal significa que tiene que ver con un hombre? –inquirió él. Haley comprendió que, sin quererlo, había atraído su atención y decidió tener más cuidado.

      –Lo cierto es que no pienso…

      –Eso es justo lo que yo quería decir –cortó él–. No se puede pensar cuando se está preocupado con otra cosa. ¿Te recuerdo a ese hombre que tienes en mente?

      –Quizás –dijo ella inexpresivamente, Sam era demasiado intuitivo para aceptar una negativa. Si supiera la verdad…

      –Eso explicaría la transferencia de antagonismo –comentó él para sí–. Perdona, uno de mis vicios es analizar a la gente, le ocurre a la mayoría de los escritores.

      –Pero escribes para niños.

      –Mis lectores también quieren personajes creíbles y convincentes –dijo él con tono ofendido–. La única diferencia es que escribo mis historias con el vocabulario apropiado a su edad.

      –No pretendía sugerir lo contrario.

      –Estoy acostumbrado –se encogió de hombros–. Despreciar la literatura infantil es el deporte favorito de mucha gente. ¿Tienes hijos, Haley?

      –No creo que…

      –¿Que sea asunto mío? –acabó él–. Posiblemente tengas razón pero, para que podamos entendernos, necesito saber más sobre ti.

      Haley pensó que, como frase hecha, era suave como la seda. No la extrañaba que Ellen se hubiera rendido ante él. Afortunadamente, ella no cometería el mismo error.

      –Lo único que necesitas saber de mí es que Miranda me ha enviado para que me ocupe de solucionar lo del cuidado de tu casa.

      –Precisamente

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