E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020. Varias Autoras
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También estaba el asunto del narcotraficante de Panamá, cuyos esbirros lo torturaron durante horas cuando descubrieron que era un infiltrado.
–Es la verdad –respondió al cabo de unos segundos–. Estaba en Barranquilla cuando un borracho me atacó porque creyó que estaba coqueteando con su chica.
–¿Y estabas coqueteando con ella?
Cisco pensó que seguramente habría coqueteado con la mujer en cuestión si hubiera existido. Pero ni lo habían herido en un bar ni había sido un borracho celoso, sino un delincuente con más músculos que cerebro.
–No me acuerdo –mintió–. De todas formas, no era tan bonita como tú.
Maggie lo miró con exasperación y aumentó la presión del tensiómetro hasta que Cisco soltó un grito de dolor.
Maggie siempre le había caído bien. Era un par de años mayor que él, pero la conocía desde el colegio, cuando solo era una alumna que se llamaba Magdalena Cruz. Pine Gulch era una localidad pequeña, y como el rancho de su familia se encontraba en la misma dirección que el rancho Winder, coincidían en el autobús.
Cuando supo que la habían herido en Afganistán, donde trabajaba como médico de campaña, se llevó un gran disgusto. Maggie perdió una pierna en un atentado y en esos momentos llevaba una prótesis, pero parecía haberse adaptado bien.
–Cisco, puedes insistir todo lo que quieras con esa historia de la pelea en un bar, pero no me la creo.
–Eres una mujer de corazón duro, Magdalena.
–No lo voy a negar. Pregunta a Jake si quieres –declaró con una sonrisa–. Pero, dime, ¿de dónde ha salido la niña?
Cisco sintió un dolor mucho más intenso que el de la herida. Isabela se había quedado huérfana por culpa suya, porque no había sabido proteger a su madre.
Cuando permitió que Soqui participara en la operación, supo que se estaba equivocando. Pero estaba decidida a acabar con el asesino de John, su esposo, y no fue capaz de negarle esa posibilidad.
En esos momentos, ya no tenía remedio. Soqui había muerto a manos de los hombres de el Cuchillo, un narcotraficante extremadamente peligroso; sin embargo, Cisco se sentía como si el gatillo del arma que la mató lo hubiera apretado él.
–Su madre era amiga mía –se limitó a decir.
–¿Era?
–Sí. Murió la semana pasada –dijo–. Pero te aseguro que la documentación está en regla… me concedió su custodia antes de morir.
Cisco no había olvidado ese momento. Casi podía ver el suelo lleno de cadáveres, incluido el de el Cuchillo, donde Soqui se desangraba poco a poco. No sabía cómo, pero estaba seguro de que Soqui sabía que terminaría pagando con su vida, de que lo sabía desde el principio, desde que le rogó que la dejara participar en la operación.
–Tengo papeles… –dijo con su último aliento–. Están escondidos debajo de la pila… son de la custodia de Isabela. Lleva a mi pequeña con la familia de Johnny, por favor. Prométeme que la llevarás, Francisco…
Cisco no se pudo negar. Se lo debía. Le había fallado y ella había muerto por su culpa, pero haría lo que fuera por concederle su último deseo.
–Todo es legal, Maggie –insistió–. Tiene una tía en Boise. Iba a dejarla con ella, pero está de viaje y no volverá hasta dentro de unos días.
Maggie le limpió la herida con sumo cuidado, pero él se estremeció de dolor.
–Lo siento, Cisco. Tengo que limpiarla un poco para que Jake le pueda echar un vistazo.
–No te preocupes.
–¿Por qué no te curaron la herida en Colombia?
Cisco podría haber contestado que tenía que sacar a la niña del país antes de que el hermano de el Cuchillo descubriera su existencia y antes de que las personas a las que el mafioso había sobornado o extorsionado cambiaran de idea y le impidieran salir de Colombia. Pero, naturalmente, se lo calló.
–Porque quería disfrutar de tus dulces cuidados, Meg.
Ella sacudió la cabeza, pero sonriendo.
–¿Y qué pasará cuando Jake te cosa? ¿Volverás a algún antro en busca de pelea, hasta que te encuentres con alguien que maneje mejor una navaja?
Él no supo qué decir. Estaba atrapado en su propia red de mentiras y no tenía ni idea de cómo escapar. El Cuchillo había fracasado en su intento de asesinarlo, pero Cisco no se hacía ilusiones al respecto; sabía que, más tarde o más temprano, alguien lo encontraría y le daría muerte.
De hecho, tenía suerte de seguir con vida.
En ese momento, Maggie ladeó la cabeza y lo miró con intensidad. Magdalena Cruz Dalton siempre había sido una mujer muy perceptiva.
Pero Cisco era un as en estrategias de distracción.
–He oído que tienes dos niños muy guapos –dijo.
–Sí, una niña y un niño. Sofía y Charlie. Nos mantienen muy ocupados.
–Suena bien…
–Tal vez deberías quedarte por aquí hasta que la herida se cure. Easton lleva demasiado tiempo sola en ese rancho tan grande.
–Pero no estará sola todo el tiempo… Sé que Mimi y Brant la visitan a veces, al igual que Quinn y su familia –le recordó.
–Sí, eso es verdad. Y tiene suerte, porque la familia es lo más importante –comentó Maggie–. Es algo que he aprendido en estos últimos años.
Cisco pensó en su extraña familia. Jo y Guff se habían hecho cargo de un grupo de niños problemáticos sin demasiada esperanza. Eran delincuentes juveniles, víctimas de abusos o, simplemente, huérfanos solitarios. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, habían conseguido crear una familia.
Una familia de la que Easton siempre había sido el centro, el corazón. Incluso cuando solo era una mocosa rubita que seguía a los chicos.
–No te vas a desmayar, ¿verdad?
–¿Bromeas? –dijo él con una sonrisa, aunque estaba al límite de su resistencia–. ¿Y perderme un minuto de tus atenciones? Tendría que ser idiota…
De repente, se oyó la voz de un hombre.
–Lo eres. Eres un idiota que se ofreció de diana de un objeto punzante. Y un idiota que se llevará su merecido si no deja de coquetear con mi esposa.
Cisco giró la cabeza y miró a Jake Dalton, el único médico de Pine Gulch. Estaba en la entrada de la consulta, mirándolo con ironía.
–Hola,