E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020. Varias Autoras
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Ella cabalgaba a poca distancia, montando a Lucky Star. Cuando se giró para mirarla, le dedicó una sonrisa. Su cabello rubio flotaba en la brisa. Parecía más joven que antes e inmensamente feliz. De hecho, Cisco no la había visto tan feliz en mucho tiempo.
El día era tan perfecto que deseó que no terminara.
Pero todo tenía su final. De repente, el sol se ocultó tras un frente de nubes que anunciaban tormenta y el camino se volvió oscuro y peligroso. Easton bajó el ritmo y la distancia que los separaba aumentó.
Cisco siguió adelante de todas formas. Tenían que encontrar un lugar donde guarecerse de la lluvia, que había empezado a caer.
Por desgracia, el terreno resultaba muy poco recomendable en esas condiciones. El agua lo embarró enseguida y lo volvió más traicionero que de costumbre, porque estaba lleno de piedras sueltas.
En ese momento, se dio cuenta de que el caballo de Easton se estaba saliendo del camino e intentó avisarla, pero el viento soplaba en dirección contraria y ella no lo oyó.
–¡Para, Easton! ¡Vuelve atrás!
Easton se limitó a sonreír, ajena a su advertencia.
Un segundo más tarde, Lucky Star pisó mal y cayó con Easton por el precipicio.
–¡Easton!
Cisco despertó inmediatamente de la pesadilla y llevó la mano a la pistola que guardaba bajo el almohadón. Miró a su alrededor, confundido.
Solo había sido un sueño. Estaba en su antiguo dormitorio del rancho Winder.
Miró las cortinas que Jo le había hecho y devolvió la pistola a su sitio mientras se intentaba tranquilizar.
Solo había sido un sueño. Easton se encontraba bien. No lo había seguido al corazón de sus pesadillas. Por lo menos, en esa ocasión.
Ya se había calmado cuando oyó una especie de gemido. Tardó unos instantes en darse cuenta de que procedía del intercomunicador.
Era la niña, que estaba llorando.
Se levantó a toda prisa, a pesar del dolor de su costado, y se dirigió al dormitorio contiguo.
La habitación de Easton estaba a oscuras, y esperaba que siguiera así. Isabela era responsabilidad suya. Ya la había molestado bastante.
Sin embargo, se sentía decepcionado porque no la había visto desde el día anterior, desde que fueron a la consulta de Jake Dalton. Cuando volvieron al rancho, estaba tan agotado que solo tuvo fuerzas para subir por la escalera y echarse a dormir. Además, el efecto de la fiebre y de los antibióticos era tan fuerte que había dormido toda la noche, toda la mañana y parte de la tarde de un tirón.
Pensó en Easton y se preguntó si tendría sueños tan tormentosos como los suyos. Sin embargo, sabía que él no le convenía, que siempre le complicaba la existencia. Era mejor que mantuviera las distancias.
Entró en el dormitorio de la pequeña y se acercó a la cuna. No se había despertado; estaba gimiendo en sueños.
La tumbó de lado, le puso una mano en la espalda y le empezó a tararear una nana, cuyo origen ni siquiera recordó. Tal vez se la hubiera cantado su madre, aunque había fallecido cuando él era un niño de tres años y no tenía muchos recuerdos de ella.
Sus padres habían sido braceros que viajaban por todo el país, de cosecha en cosecha. Recogían lechugas, fresas, arándanos, manzanas, cualquier cosa que la tarjeta de residencia temporal les permitiera. Él había nacido en Texas, y siempre viajaba con ellos. Según su padre, había sido un buen chico que se quedaba junto a su madre cuando trabajaban en los campos; pero una vez, según le contó, se lanzó a la aventura y se perdió en California.
Cuando Mariana notó que había desaparecido, corrió en su busca. Lo encontró a punto de zambullirse en un canal de riego que iba muy crecido por las lluvias. Mariana no sabía nadar, pero se arrojó tras él y consiguió sacarlo del agua.
Desgraciadamente, fue lo último que hizo. Cuando los hombres llegaron, era demasiado tarde. Se ahogó sin remedio.
Cisco se frotó los ojos. Recordaba pocas cosas de aquel día. Recordaba la temperatura helada del agua y su temor y su confusión cuando vio que su madre no salía del canal.
Su padre nunca lo culpó por ello; pero, cuando Cisco creció, se sintió culpable de todas formas.
Desde entonces, había imaginado muchas veces que se lanzaba tras ella y que le salvaba la vida en el último momento. Pero no podía cambiar el pasado. No había podido evitar la muerte de su madre y tampoco lo había conseguido con Soqui.
Empezaba a pensar que daba mala suerte a las mujeres. Y no quería hacer daño a Easton.
Tras asegurarse de que la niña estaba completamente dormida, caminó hasta la ventana y apartó la cortina. La vista era la misma que la de su dormitorio; la misma de siempre, con las montañas al fondo y el granero en primer plano.
Cada vez que volvía al rancho, se sentía mejor. A fin de cuentas, era el único hogar que había tenido.
Cuando Jo y Guff lo adoptaron, estaba seguro de que duraría muy poco en aquel lugar. Se preguntaba por qué querrían a un niño delgaducho y problemático, al hijo de una pareja de trabajadores inmigrantes. Incluso llegó a robar una tienda de campaña que encontró en el desván, dispuesto a fugarse otra vez a las montañas.
No había olvidado el día en que llegó. Se acordaba del alto y canoso Guff, con su cara curtida por muchos años de trabajo al sol; se acordaba de la esbelta y menuda Jo, de ojos marrones y sonrisa encantadora; se acordaba de Quinn y de Brant, que eran mayores que él y a los que siempre intentaba agradar; pero, sobre todo, se acordaba de Easton.
Al verla por primera vez, pensó que tenía los dientes más blancos y la piel más clara que había visto nunca. Era realmente preciosa; de pelo rubio, recogido en una coleta y cubierto con un sombrero vaquero.
Y en esos momentos, veinte años después, seguía pensando lo mismo. Aún le parecía la mujer más hermosa de la Tierra.
Echó la cortina y salió del dormitorio. La herida le dolía tanto que sabía que no podría dormir, pero necesitaba descansar para cuidar de Isabela. No quería molestar a Easton más de lo necesario.
Jake le había recetado unas pastillas que le quitaban totalmente el dolor, pero tenían el inconveniente de que también le producían sueño. Decidió bajar a la cocina y tomar algo más suave.
Mientras se dirigía a la escalera, se acordó de las travesuras que hacía con Brant y Quinn. Quinn siempre había sido el líder del grupo, aunque él contribuía con ideas propias. Brant, que iba de chico bueno, intentaba evitar que se metieran en líos; pero lo conseguía muy pocas veces. La fuerza incendiaria y combinada de Quinn Southerland y Francisco del Norte era demasiado para alguien que intentaba cumplir las normas.
Los tablones de la escalera crujieron bajo sus pies. Eso tampoco había cambiado. Crujían tanto que, de niños, se descolgaban por la ventana para que nadie los oyera.
Cuando llegó abajo, echó un vistazo a su alrededor y pensó que la casa era demasiado grande y estaba demasiado vacía