A merced del rey del desierto. Jackie Ashenden
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Sobre todo, si se trataba de una mujer, que podían ser las más peligrosas.
Salvo que aquella no parecía muy peligrosa, desplomada en la arena. Iba vestida con unos pantalones azules sucios y una camisa blanca de manga larga, y llevaba un pañuelo negro y blanco alrededor de la cabeza que no era suficiente protección para el sol del desierto.
De hecho, parecía estar inconsciente, pero, por si acaso, Tariq la golpeó suavemente con la punta de la bota. Al hacer eso, la cabeza de la joven se giró, el pañuelo se soltó y quedó al descubierto una melena tan clara como la luz de la luna.
Sí, sin duda, estaba inconsciente.
Tariq frunció el ceño y estudió su rostro. Tenía las facciones finas y armoniosas, podría haberse dicho que era bella. Su piel era lisa, aunque en esos momentos estaba colorada por el calor y las quemaduras del sol.
Siguió estudiándola con la mirada. Ni el hombre ni la mujer llevaban con ellos ningún objeto, lo que significaba que no debían de estar lejos de su campamento. Se preguntó si formarían parte de una excursión de turistas, aunque los turistas no solían adentrarse tanto en el desierto.
–Dos extranjeros en el mismo trozo del desierto –comentó Faisal en tono seco a sus espaldas–. No puede ser una coincidencia.
–No, no lo es. La mujer ha dicho que el hombre que está a lomos del caballo de Jaziri es su padre.
–Ah… –murmuró Faisal–. En ese caso, se puede suponer que no es una amenaza.
–No vamos a suponer nada –replicó Tariq, buscando con la mirada algún arma oculta–. Todos los extranjeros son una amenaza, conscientes o no.
Ese era el motivo por el que su padre había cerrado las fronteras y él las había mantenido así. Los extranjeros eran codiciosos, siempre querían lo que no tenían y no les importaba a quién machacaban por el camino.
Él había visto los efectos de aquella destrucción y no iba a permitir que ocurriese en su país. Nunca más.
No obstante, siempre había quien pensaba que era divertido intentar entrar en Ashkaraz, ver cómo vivían allí, tomar fotografías y ponerlas en Internet como prueba de su atrevimiento.
Algunas personas no podían resistirse a la tentación.
Pero siempre los atrapaban antes de que pudiesen ocasionar daños. Además, les metían el miedo en el cuerpo antes de echarlos de allí, contándoles historias de brutales palizas y espadas, aunque, en realidad, jamás se les tocase. El efecto disuasorio del miedo era suficiente.
–Yo no diría que esta mujer es una amenaza –añadió Faisal, mirándola–. ¿Tal vez sean turistas? ¿O periodistas?
–No importa quiénes sean –le dijo Tariq–. Los trataremos como a los demás.
Lo que implicaba su paso por los calabozos, algunas amenazas y su devolución a algún país fronterizo para que no regresasen allí jamás.
–En este caso tal vez sea especialmente difícil –le respondió Faisal en tono neutral, lo que significaba que no estaba del todo de acuerdo con Tariq–. Porque, además de extranjera, es una mujer. No podemos tratarla como a los demás.
Aquello molestó a Tariq. Por desgracia, Faisal tenía razón. Por el momento habían conseguido evitar incidentes diplomáticos, pero siempre había una primera vez para todo y, dado el sexo y la posible nacionalidad de la joven, Ashkaraz podía tener problemas si no gestionaba aquella situación bien.
A Inglaterra no iba a gustarle que el gobierno de Ashkaraz tratase mal a uno de los suyos, en especial, a una mujer joven e indefensa.
Luego estaba el tema de su propio gobierno, en el que ciertos miembros utilizarían a aquella mujer para argumentar que el hecho de que las fronteras estuviesen cerradas no hacía que pudiesen aislarse del mundo y que el mundo avanzaba y ellos no.
A Tariq no le importaba lo que ocurriese en el resto del mundo. Solo le importaba su país y sus súbditos. Y dado que ambos gozaban de buena salud, no veía la necesidad de cambiar su postura acerca de las fronteras.
Como jeque, había jurado proteger a su país y a su pueblo y eso era lo que iba a hacer.
Sobre todo, después de haberles fallado ya en una ocasión.
No volvería a ocurrir.
Hizo caso omiso de los comentarios de Faisal y se agachó junto a la extranjera. Su ropa amplia impedía ver si llevaba algún arma o no, así que tuvo que tocarla brevemente con las manos para comprobarlo él.
Era delgada, pero con curvas. Y, al parecer, no portaba ningún arma.
–Señor –le dijo Faisal–. ¿Está seguro de que es lo más sensato?
Tariq no le preguntó a qué se refería. Ya sabía que se refería a Catherine y que tenía razón.
Pero su disgusto se convirtió en ira. No, había sacado a Catherine de su alma para siempre, lo mismo que las emociones que ella había despertado en él.
Faisal no tenía por qué cuestionarlo porque lo ocurrido con Catherine no se iba a repetir.
–¿Tienes alguna duda, Faisal? –preguntó en tono suave, sin apartar la vista de la mujer que yacía en la arena.
Hubo un silencio.
–No, señor.
Tariq frunció el ceño. Por el tono de voz, Faisal no parecía del todo convencido.
–Puedo hacer que un par de hombres vayan a dar una vuelta, a ver si encuentran el lugar del que estos dos extranjeros proceden –le sugirió el consejero–. Tal vez podríamos llevarlos de vuelta.
Eso habría sido lo más sencillo.
Pero Tariq no podía conformarse con lo más sencillo, tenía que hacer cumplir la ley.
Un rey no podía permitirse ser débil.
Él había aprendido bien la lección.
–No –le respondió–. No vamos a devolverlos.
Se inclinó hacia delante para tomar a la mujer en brazos y se puso en pie. Fue como cargar un rayo de luna. La cabeza rubia se apoyó en su hombro, su mejilla se apretó contra el algodón oscuro de sus ropajes.
Era pequeña, como Catherine.
Algo que Tariq había creído enterrado mucho tiempo atrás revivió en él y no pudo evitar volver a mirarla. En realidad, no se parecía en nada a Catherine. Y, de todos modos, habían pasado muchos años.
Ya no sentía nada por ella.
Ni por ella ni por nadie.
Solo pensaba en su país. En su pueblo.
Miró a Faisal a los ojos.
–Envía