A merced del rey del desierto. Jackie Ashenden

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A merced del rey del desierto - Jackie Ashenden Bianca

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a su padre, había empezado a interesarse por la arqueología y la historia, pero siempre habían sido las sociedades y los pueblos lo que más la había fascinado. Y la de Ashkaraz era una sociedad que, según contaban, se había quedado anclada en el pasado.

      Con aquello en mente, se dirigió hacia la calle y, sorprendida, vio muchos coches y edificios de cristal y acero. No había burros ni carros, puestos de comida, encantadores de serpientes ni camellos. La gente iba y venía, algunos vestidos como si estuviesen en Londres. También había edificios antiguos bien conservados, tiendas y cafeterías con terrazas en las que la gente se reía y miraba su teléfono.

      El lugar tenía una energía especial. Sin duda, se trataba de una ciudad moderna y próspera.

      No era el país pobre y oprimido por un dictador que ella había esperado encontrarse.

      ¿Cómo era posible?

      Sorprendida, empezó a andar por la calle, ajena a las miradas de los demás viandantes.

      Vio un bonito parque no muy lejos de allí, con una fuente, muchos bancos y un parque infantil en el que había bastantes niños riendo y gritando.

      Aquello era… increíble. ¿Cómo era posible que nadie hubiese sabido hasta entonces cuál era la realidad de Ashkaraz?

      Estaba tan entretenida observándolo todo que no se dio cuenta de que un hombre vestido de uniforme se acercaba a ella hasta que la agarró por el brazo. Entonces, un coche largo y negro se detuvo a su lado y la metieron dentro.

      Separó los labios para protestar, pero no le dio tiempo. Le pusieron algo negro y agobiante en la cabeza y el coche se empezó a mover.

      Alguien la estaba sujetando con firmeza, pero sin hacerle daño. De repente, volvió a sentir miedo.

      «¿De verdad pensabas que ibas a poder escaparte de esa celda y ponerte a pasear como si no hubiese ocurrido nada?», se preguntó.

      Lo cierto era que no lo había pensado bien. Había desaprovechado la oportunidad de escapar y de ayudar a su padre.

      Tuvo la sensación de que estaba mucho tiempo en el coche antes de que se detuviera. La sacaron de él y le hicieron subir unos escalones. Debió de entrar en algún lugar porque, de repente, ya no hacía tanto calor, el aire era fresco y olía a flores.

      No podía ver nada a través de la tela negra que tenía alrededor de la cabeza, así que se dejó llevar por varios pasillos y subió más escaleras.

      ¿Iban a volver a llevarla a la celda? ¿O a algún lugar peor? ¿La iban a asesinar? ¿Iban a hacerla desaparecer? ¿O a mantenerla como prisionera para siempre?

      Estaba empezando a preocuparse de verdad cuando hicieron que se detuviera y le quitaron la tela de la cabeza.

      Charlotte parpadeó porque la luz la cegaba.

      Estaba en una habitación amplia, con las paredes cubiertas de libros y cajas de almacenamiento. El bonito suelo de baldosas estaba cubierto por coloridas alfombras de seda. Las paredes también eran de baldosas. Delante de ella había una ventana con vistas a un frondoso jardín en el que había también palmeras, una fuente y muchos tipos distintos de flores.

      Delante de la ventana había un enorme escritorio de madera oscura. Encima de él, solo una pantalla de ordenador y un teclado, y un pequeño florero de plata con un ramillete de jazmín.

      Aquello no era una cárcel. De hecho, parecía un despacho…

      Se giró y vio a dos hombres apostados a ambos lados de la puerta. Iban vestidos de negro y llevaban espada. Su gesto era impasible.

      Charlotte se fijó en que llevaban la ropa cubierta de polvo y que las botas estaban gastadas, por lo que aquel atuendo no parecía ser solo ceremonial.

      Con el corazón acelerado, oyó cómo, a sus espaldas, se abría y se cerraba una puerta.

      Se giró y vio al hombre que acababa de entrar y que se había detenido junto al escritorio, mirándola.

      Era muy alto y tenía los hombros muy anchos. Parecía más un guerrero que un hombre de negocios. Los músculos de su pecho y de sus hombros se marcaban a través de la camisa de algodón blanco de vestir.

      Tenía el rostro anguloso, pero atractivo, con los pómulos marcados y una nariz aquilina, las cejas negras y una boca que parecía esculpida.

      La palabra «guapo» no le habría hecho justicia, sobre todo, porque emanaba una arrogancia y un carisma reservado solo a personas muy poderosas e importantes.

      Pero no fue aquello lo que hizo que Charlotte se quedase inmóvil, sino su mirada. Sus ojos dorados, tan fieros e implacables como el sol del desierto.

      De hecho, era el hombre que se había acercado a ella en el desierto. Estaba segura. Jamás olvidaría aquellos ojos.

      El hombre se mantuvo en silencio y Charlotte tampoco fue capaz de hablar. Entonces, él miró a sus guardias y les hizo un gesto con la cabeza. Estos salieron de la habitación y cerraron la puerta.

      De repente, Charlotte sintió como si hubiese encogido la habitación. Levantó la barbilla e intentó controlar su respiración.

      Él se colocó delante del escritorio, más cerca de ella, y cruzó los brazos sobre el impresionante pecho.

      Charlotte contuvo el impulso de retroceder a pesar de que se sentía pequeña e insignificante bajo aquella mirada, como cuando sus padres habían discutido y ella los había escuchado escondida debajo de la mesa del comedor.

      Se agarró las manos y le preguntó en voz baja:

      –¿Habla usted… mi idioma?

      El hombre no respondió, siguió mirándola.

      Lo que la puso todavía más nerviosa.

      Charlotte tenía la boca seca y deseó saber más árabe, porque era posible que él no la entendiese y quería preguntarle dónde estaba su padre y darle las gracias por haberla salvado.

      «Aunque te ha metido en una celda, ¿recuerdas?».

      –Lo siento –volvió a balbucir–. Tenía que haberle dado las gracias por haberme salvado la vida. ¿Me puede decir dónde está mi padre? Nos perdimos y yo… yo…

      Su mirada la hizo interrumpirse.

      Aquello era una tontería. Su padre podía estar muerto o en la cárcel y ella estaba permitiendo que aquel hombre la impresionase.

      Decidió presentarse, dado que no había llevado encima nada que la identificase cuando se había desmayado en el desierto.

      –Me llamo…

      –Charlotte Devereaux –dijo el hombre–. Y trabaja como ayudante en un yacimiento arqueológico del que su padre, el profesor Martin Devereaux, está al frente, junto con la universidad de Siddq.

      Su inglés era perfecto, casi no tenía acento extranjero.

      –Procede de Cornualles, pero vive en Londres y en estos

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