Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza HQÑ

Скачать книгу

frente.

      —Yo también a ti —respondió.

      La tomé con más fuerza, apretándola contra mi cuerpo. Mis dedos rozaron su boca y Frank los chupó con la punta de su lengua. Su saliva húmeda y caliente tuvo un efecto inmediato en mi bragueta. Mi miembro comenzó a crecer y así se lo hice notar, apretándome contra su vientre.

      —No vamos a poder… —jadeó—. Arriba está Charlotte.

      —No puedo esperar, amor. ¿Y tú?

      —Tampoco —susurró Frank soltándome los botones de la camisa a toda prisa.

      Mi polla saltó bajo mis pantalones y sus manos expertas corrieron a liberarla desabrochándome el cinturón. Inmediatamente metió una mano en mis calzoncillos. No tuvo que rebuscar mucho, ya estaba en todo mi esplendor, duro e impaciente. Frank la tomó en su mano acariciándola, haciéndome gemir con fuerza. Ella también emitió un gemido y se chupó los labios. Al verla hacer ese gesto me lancé a besarla como un desesperado a la vez que ella me bajaba los pantalones junto con los calzoncillos y se tumbaba sobre el capó del coche.

      —¿Aquí? El coche aún está caliente —jadeó.

      —Yo sí que estoy caliente, nena —resoplé subiéndole la falda hasta los muslos.

      —Pero quítame los tacones. No quiero rayar la carrocería, chéri.

      Lo hice y, así, descalza, encima del Audi, abrió las piernas para mí, apoyándose sobre las palmas de las manos para no perder el equilibrio.

      Acaricie su sexo presionando con mi mano, que notó la humedad caliente de la tela empapada.

      —Umm… qué mojada estás —siseé.

      —Llevo así desde esta tarde.

      Le retiré las braguitas con urgencia y contemplé su sexo brillante y sonrosado. Mis dedos no pudieron aguantar las ganas de sentir aquella carne suave y tierna y el suave vello castaño. Acaricié sus labios primero con mis dedos y después con mi glande, haciéndola gemir muy fuerte.

      Frank no aguantó ni dos minutos. Solo tuve que presionar un par de veces contra su clítoris y su cuerpo cedió abandonándose por completo. Siempre me ha maravillado su rapidez para alcanzar el orgasmo. Se arqueó elevándose sobre el capó del coche y cerró los ojos mientras gimoteaba entre sacudidas de placer.

      No aguardé a que terminara. La penetré completa, notando cada suspiro, cada temblor, cada presión de su carne en la mía. Su cuerpo se agitaba en eróticas sacudidas, sus pechos bailaban bajo la seda mientras yo la penetraba una y otra vez, sin dejar de admirarla. Con una mano me aferré a sus nalgas y rápidamente le levanté la blusa con la otra para acariciarle los pechos. Sus deliciosos y duros pezones acabaron en mi boca. Tampoco pude aguantar mucho. La tomé por debajo de las rodillas pegándola a mí y me dejé llevar por aquel amor apasionado y urgente que sentía. Mi cuerpo se tensó mientras el suyo se relajaba por completo y me derramé copiosamente para dejarme caer sobre ella sin parar de gemir su nombre.

      Después de todo aquel estallido de movimiento nos quedamos muy quietos, intentando recuperar el resuello mientras nuestros cuerpos continuaban unidos.

      Al abrir los ojos e incorporarme la vi observándome serena y sofocada y sonreí resoplando. Estaba fatigado y el corazón me palpitaba con fuerza.

      —Me encanta verte al terminar, chéri —susurró acariciándome el vientre.

      —A mí también me encanta verte, amor —suspiré con aquel dulce y familiar dolor en el pecho, el que llevaba sintiendo desde el momento en que la conocí, aquella lejana tarde, cuando la fui a buscar al teatro donde trabajaba, en calidad de chófer.

      Me había sabido a poco, pero me puse de pie y ayudé a Frank a levantarse del capó del coche aferrando sus manos. Ella me abrazó temblorosa y cálida y yo tomé su rostro encendido para besarla con toda la ternura del mundo antes de vestirnos de nuevo y coger el ascensor para entrar en casa, intentando parecer dos buenos padres castos y formales.

      —Creo que no va a colar —dijo Frank con una risita—. Tienes las orejas rojísimas.

      —Y tú estás toda sonrojada y guapísima —susurré volviéndola a besar apretándola con fuerza contra mi pecho.

      Nuestra hija no podía entender lo mucho que nos costaba a su madre y a mí mantener una sana vida sexual con tres hijos de más de quince, once y nueve años. Era mucho más complicado que cuando eran pequeños. Se había vuelto una misión imposible tener sexo no silencioso en nuestra casa y solíamos recurrir a escapadas y momentos robados a la jornada para podar dar rienda a nuestros apetitos carnales más ruidosos. Aquello tenía su parte buena porque a ambos nos han gustado siempre los lugares extraños en los que podíamos ser vistos. Creo que nos pone, qué le vamos a hacer. Pero he de reconocer que donde mejor se hace el amor es en la propia cama de uno.

      Charlotte estaba en el salón, bailoteando y escuchando música con los auriculares puestos, y aquella pinta de Madonna en los 80 que se había vuelto a poner de moda casi cincuenta años después. Ni nos oyó entrar. Al notar nuestra presencia dejó de moverse, se volvió y nada más vernos hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

      —Charlotte, es tarde. Deberías estar ya en la cama, ma chérie —dijo Frank casi gritando para que nuestra hija nos oyera.

      —Mañana es sábado —refunfuñó.

      —Ya es sábado, hija. Son más de las doce —apunté haciéndole un gesto para que se quitara los auriculares—. No quiero que te levantes a las tantas. Hemos quedado para comer con tu abuela.

      —¡Yo tenía planes! ¡No es justo! Nunca me preguntáis.

      —No chilles. Seguro que puedes hacerlos otro día. Y apaga la música, por favor —dijo Frank.

      Nuestra hija adolescente obedeció resoplando y se encaminó a su habitación pasando a nuestro lado.

      —Anda, cariño, dale un beso a tu madre —le pedí con suavidad y toda la paciencia del mundo.

      Lo hizo, pero pasó de largo ante mí. Justo antes de entrar en su dormitorio se volvió hacia nosotros y mirándonos de arriba abajo se dirigió a Frank:

      —Mamá, te has puesto mal la falda. Tienes la cremallera delante.

      Y ambos nos miramos entre asombrados y avergonzados antes de echarnos a reír.

      Capítulo 3

      Più Bella Cosa

      Después de un largo día de labor, la casa estaba en silencio por fin. Frank se había quedado dormida en el sofá, con el portátil encendido sobre su regazo mientras repasaba unos documentos relacionados con la Academia de Arte.

      Me quedé sentado en la esquina del sofá, junto a sus pies descalzos, y le retiré el portátil que amenazaba con caerse en cualquier momento. Lo dejé en el suelo y me dediqué a observarla. Estaba apaciblemente dormida, preciosa, con una camisola que se le abría en el escote y me permitía ver uno de sus maravillosos pechos. De pronto me apetecía acariciárselos, pero preferí aguardar y continuar contemplándola. No tardó mucho en despertarse. Nada más abrir los ojos

Скачать книгу