Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza
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—Estaba revisando algunas cosas de la academia —dijo incorporándose con cara de preocupación.
—¿Y? —pregunté acariciándole un hombro.
—No me salen las cuentas. Se han retirado otros dos inversores este mes pasado y necesitamos más capital o estaremos en serios problemas.
—He estado revisando los papeles que me dejaste —asentí—. Lo peor de todo es que mi madre tampoco anda muy boyante. Los últimos proyectos de Estudios Kaufmann han sido un auténtico fracaso y no ha recuperado la inversión. Así que mi participación como accionista no sirve de nada.
—Lo sé. La dichosa crisis está pudriéndolo todo. La gente lo está pasando muy mal y por eso mismo no quiero dejar a ningún alumno que lo merezca sin su beca. Hay verdadero talento en esos chicos y chicas. El único problema es que han nacido en el lugar equivocado.
—Hay unos cuantos que son geniales. El trimestre pasado, en las clases de improvisación de jazz, me encontré con verdaderos talentos. Por cierto, uno de ellos es D’Shawn. Tiene muy buen oído y compone sobre la marcha.
—Sí, pero ya sabes lo que opinan Pocket y Jalissa sobre lo de dedicarse al mundo del espectáculo.
—Como todos los padres del mundo, amor.
Me gustaba dar algunas clases que Frank denominaba magistrales. No las impartía durante todo el año y tampoco cobraba. Solo lo hacía por el placer de tocar el piano, como cuando animaba a la clientela en el pub de Sullivan.
—Cambiando de tema. He estado pensando en hacer una recaudación de fondos o algo así, pero sé que toda esa gente del Upper East Side no va a aportar un solo dólar. Los conozco. Si no obtienen un beneficio rápido no colaborarán. Las donaciones desinteresadas y anónimas que nosotros necesitamos no les importan. Y yo no quiero dar protagonismo a los benefactores, como en otras escuelas, sino a los alumnos.
—Sí, ya sé lo que opinas de la caridad, que es indigna.
—Además… —suspiró Frank—. Me he labrado una reputación peligrosa con los años.
—Ya, anti-Trump y todo lo que representaba.
—Y lo que aún representa. Sí, algunos me ven como una peligrosa comunista —sonrió con ironía.
—¿Tal vez en Hollywood? —sugerí.
—Si hay bebida gratis y fotógrafos, puede —rio Frank.
Sonreí acariciando su mejilla. Frank era la persona más lúcida e inteligente que había conocido y también la que tenía un corazón más grande. Ella veía el mundo tal y como era y aun así nunca perdía la fe. Por eso era mi esperanza y la medicina para el cinismo heredado de mi madre y el pesimismo de mi padre.
Bostecé y Frank me miró con ternura. Era viernes y estaba agotado tras toda una semana de ir y venir de fiestas escolares de fin de curso al parque, de llevar a Korey y a Valerie a sus clases particulares, de labores de amo de casa y de machacarme en el gimnasio de Joe.
Lo habíamos decidido así. Frank era quien iba a trabajar a la Academia de Artes Escénicas cada día, solo por las mañanas. Por las tardes trabajaba en casa y yo me ocupaba de las cosas del hogar y los niños.
Nunca hubo ningún problema. Era nuestro pacto. Éramos un equipo. Me sentía afortunado de ver crecer a mis hijos, de cuidarlos y educarlos. Era un privilegio que muy pocos padres conocen. Además, ninguno de los dos habíamos tenido esa suerte y siempre tuvimos claro que estaríamos cerca de nuestros tres hijos, viéndolos crecer. Pero últimamente Frank estaba más pendiente de los asuntos de la academia porque las cosas no iban bien y se sentía mal por ello.
—Encontraremos la solución, amor —dije volviendo a bostezar.
—Estás cansado. ¿Por qué no te has ido a la cama? —preguntó acariciando mi pelo.
—Porque no me gusta irme sin ti. Te estaba esperando. No me gusta dormir solo.
—¡Oh, Mark! —susurró abrazándome y yo la estreché con fuerza—. Llévame a la cama, mon amour.
Lo hice. La tomé en brazos y ella reposó su cabeza en mi hombro acariciando mi cuello con la punta de su nariz durante el camino a nuestra habitación, en el ático de nuestra casa, un antiguo edificio industrial reformado con garaje y tres plantas en Astoria, al noroeste de Queens, frente a Manhattan.
A mí lo que me gustaba de verdad del barrio, aparte de que no tenía ese divismo pijo del Upper East Side, era el Astoria Park, para hacer picnic con Frank y los niños cuando llegaba el buen tiempo. Estaba junto al East River y desde allí se veía cómo se encendían las luces al atardecer, porque os puedo asegurar que Manhattan es más hermoso desde lejos, al otro lado.
Todo estaba en calma. Nos acostamos y Frank se acurrucó de espaldas a mí, entre mis brazos, sabiéndose amada y a salvo.
—Saldrá algo, ya lo verás —le susurré besando su pelo.
—Es verdad. Siempre lo hace —susurró con una sonrisa, terminando mi frase.
Yo la envolví con mi cuerpo, cerré los ojos respirando el aroma de su piel y sintiendo su calor me quedé dormido como un bebé, escuchando de fondo el constante zumbido del tráfico que cruza de Queens a Manhattan y el latido de su corazón, al compás del mío.
Así fue. La solución llegó días después. Charlie, mi madre, nos ofreció la oportunidad de promocionar la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore, dedicada a la memoria de la madre de Pocket, que casi había sido una madre para mí de niño, cuando la mía se fue a probar fortuna a Hollywood abandonando a mi padre alcohólico.
El único inconveniente era que la gala en la que íbamos a participar para intentar recaudar fondos privados era en la embajada americana en Venecia, al otro lado del mundo. Charlie había movido los hilos entre sus amistades del mundo del cine para conseguirlo y nos había incluido en aquella fiesta que tenía que ver con el famoso festival de cine casi centenario que se celebraba en Venecia.
—¿Y por qué no me lleváis con vosotros? Cuando era niña lo hacíais —dijo Charlotte.
—No, chérie. Ya no lo eres y tienes que ser responsable. Estás a final de curso y debes quedarte aquí. Primero son tus estudios —dijo Frank.
—¡Pero yo quiero ir a Venecia, mamá! —se quejó Charlotte amargamente.
Frank me miró para que interviniera.
—Solo va a ser un fin de semana y no son unas vacaciones. Vamos por negocios.
—No os molestaré. Venga… —dijo haciendo un puchero.
—No, Charlotte. La abuela está de vuelta en Los Ángeles, así que te quedarás con Jalissa, como siempre. Ya está decidido —dije intentando zanjar la situación.
—¡Es injusto! ¡Me tratáis como a una cría! —gritó Charlotte.
Nuestra hija mayor bufó de rabia y se metió en su habitación dando un portazo.
Charlotte