Maestros de la Poesia - César Vallejo. Cesar Vallejo

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Maestros de la Poesia - César Vallejo - Cesar  Vallejo Maestros de la Poesia

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      Aquella noche de setiembre, fuiste

      tan buena para mí... hasta dolerme!

      Yo no sé lo demás; y para eso,

      no debiste ser buena, no debiste.

      Aquella noche sollozaste al verme

      hermético y tirano, enfermo y triste.

      Yo no sé lo demás... y para eso,

      yo no sé por qué fui triste... tan triste...!

      Solo esa noche de setiembre dulce,

      tuve a tus ojos de Magdala, toda

      la distancia de Dios... y te fui dulce!

      Y también fue una tarde de setiembre

      cuando sembré en tus brasas, desde un auto,

      los charcos de esta noche de diciembre.

      Si te amara... qué sería?

      ¿ . . . . . . . . . . . .

      -Si te amara... qué sería?

      -Una orgía!

      -Y si él te amara?

      Sería

      todo rituario, pero menos dulce.

      Y si tú me quisieras?

      La sombra sufriría

      justos fracasos en tus niñas monjas.

      Culebrean latigazos,

      cuando el can ama a su dueño?

      -No; pero la luz es nuestra.

      Estás enfermo... Vete... Tengo sueño!

      ( Bajo la alameda vesperal

      se quiebra un fragor de rosa ) .

      -Idos, pupilas, pronto...

      Ya retoña la selva en mi cristal!

      Un hombre está mirando a una mujer...

      Un hombre está mirando a una mujer,

      está mirándola inmediatamente,

      con su mal de tierra suntuosa

      y la mira a dos manos

      y la tumba a dos pechos

      y la mueve a dos hombres.

      Pregúntome entonces, oprimiéndome

      la enorme, blanca, acérrima costilla:

      Y este hombre

      ¿no tuvo a un niño por creciente padre?

      ¿Y esta mujer, a un niño

      por constructor de su evidente sexo?

      Puesto que un niño veo ahora,

      niño ciempiés, apasionado, enérgico;

      veo que no le ven

      sonarse entre los dos, colear, vestirse;

      puesto que los acepto,

      a ella en condición aumentativa,

      a él en la flexión del heno rubio.

      Y exclamo entonces, sin cesar ni uno

      de vivir, sin volver ni uno

      a temblar en la justa que venero:

      ¡Felicidad seguida

      tardíamente del Padre,

      del Hijo y de la Madre!

      ¡Instante redondo,

      familiar, que ya nadie siente ni ama!

      ¡De qué deslumbramiento áfono, tinto,

      se ejecuta el cantar de los cantares!

      ¡De qué tronco, el florido carpintero!

      ¡De qué perfecta axila, el frágil remo!

      ¡De qué casco, ambos cascos delanteros!

      Verano

      Verano, ya me voy. Y me dan pena

      las manitas sumisas de tus tardes.

      Llegas devotamente; llegas viejo;

      y ya no encontrarás en mi alma a nadie.

      Verano! Y pasarás por mis balcones

      con gran rosario de amatistas y oros,

      como un obispo triste que llegara

      de lejos a buscar y bendecir

      los rotos aros de unos muertos novios.

      Verano, ya me voy. Allá, en setiembre

      tengo una rosa que te encargo mucho;

      la regarás de agua bendita todos

      los días de pecado y de sepulcro.

      Si a fuerza de llorar el mausoleo,

      con luz de fe su mármol aletea,

      levanta en alto tu responso, y pide

      a Dios que siga para siempre muerta.

      Todo ha de ser ya tarde;

      y tú no encontrarás en mi alma a nadie.

      Ya no llores, Verano! En aquel surco

      muere una rosa que renace mucho...

      Y si después de tantas palabras...

      ¡Y si después de tantas palabras,

      no sobrevive la palabra!

      ¡Si después de las alas de los pájaros,

      no sobrevive el pájaro parado!

      ¡Más valdría, en verdad,

      que se lo coman todo y acabemos!

      ¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!

      ¡Levantarse del cielo hacia la tierra

      por sus propios desastres

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