Amor sobre ruedas. Mara Oliver

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Amor sobre ruedas - Mara Oliver HQÑ

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se reía, pero a Pepe le hacían poca gracia esas bromas.

      —Escucha, Óscar, el programa controla la ruta y todos los posibles desvíos. Te van a ordenar dónde y cuándo parar. Puede que incluso lleves encima alguna cámara extra, además de las que llevas en las gafas y en el pelo.

      Óscar se tocó la peluca.

      —Lo de las gafas ya lo sé, pero lo del pelo… es broma, ¿no?

      —Esa cosa que te han puesto debe de tener hasta vida propia, yo no me fiaría. ¿Seguro que no ladra?

      Capítulo 11

      El arcoíris

      Óscar tenía que esperar dentro del coche porque la visibilidad de las cámaras que llevaba encima no era óptima, aunque no llovía tan intensamente como lo había hecho en las últimas horas.

      No tenía que moverse del coche y, sin embargo, lo olvidó en cuanto vio salir el arcoíris de uno de los portales cercanos. Era un paraguas multicolor, inclinado como un escudo, y él deseó que detrás estuviese ella.

      Óscar hacía ondear en todos sus conciertos la bandera arcoíris, símbolo del orgullo gay y paraguas figurado bajo el cual se acogía la diversidad de la identidad de género y las orientaciones sexuales. Era símbolo de libertad para ser y desear, sin discriminación alguna. Era un icono de lucha y esperanza.

      Quería que fuese ella.

      Tenía que ser ella.

      Corrió hacia el portal justo a tiempo de ver cómo la dueña del paraguas lo ponía en vertical y se guarecía debajo, con todo su equipaje.

      Alba llevaba el paraguas con la mano izquierda, con el brazo derecho apretaba contra su cuerpo la funda del violín y con esa mano sujetaba la maleta. Con los dientes, mordía el gancho de la percha del vestido, protegido por una bolsa de basura.

      Era la mujer orquesta del portaequipaje, por lo demás no destacaba bajo la lluvia, vestía vaqueros oscuros y una sudadera negra con capucha.

      A Óscar le habían vestido del mismo modo y había sido pura coincidencia, aunque sus vaqueros eran negros. Para caracterizarlo, habían escogido la ropa más barata de unos grandes almacenes y, al parecer, ella también.

      No es que él esperase verla vestida de Versace para meterse en un coche doce horas, pero no se había planteado cómo de humilde sería su compañera de viaje hasta ese momento, cuando comprendió que lo de ser una Cenicienta de barrio le iba en verdad como anillo al dedo y el dinero le vendría de perlas, aún mejor. Se sintió muy bien por haberla elegido, incluso se atrevió a bromear:

      —¡Señorita Albaricoque, su carroza le espera! —le gritó.

      Ella levantó la vista y prácticamente le vio ya a su lado, con el pelo apelmazado atrapando las gotas de lluvia. La peluca las retenía en lugar de absorberlas, como si le hubiesen prendido en la cabeza un centenar de alfileres brillantes.

      —Dame, que te ayudo con eso —dijo él y le arrebató el violín, galantemente.

      Se agazaparon bajo el paraguas y se repartieron el equipaje.

      —Gracias —logró decir Alba, una vez su boca estuvo libre de la percha. Se miró en el reflejo de las gafas de aviador de él y se vio sonreír, algo azorada.

      Caminaron deprisa hasta el maletero, que iba prácticamente vacío excepto por dos maletas.

      La actriz abrió una de las puertas de atrás para ella y Alba pudo entrar, quitándose la capucha y sacudiendo la cabeza como un perro mojado.

      Se sentó y saludó sonriente.

      —Hola, soy Alba.

      —Hola, yo soy Claudia. —Llevaba un vestido negro con rayas blancas horizontales, que recalcaban todavía más su ya exagerado embarazo. Acariciándose su enorme barriga, la actriz añadió—: Y estos son Jaimito y Jorgito.

      Alba se quedó un poco sorprendida al ver el avanzado estado de gestación de su compañera de asiento, pero replicó, educada:

      —Encantada y enhorabuena.

      —Gracias, linda. Espero que tengamos buen viaje.

      Alba se obligó a dejar de mirarle aquel inmenso bombo y se centró en la alfombrilla, celeste como el resto de la tapicería, que al absorber el agua de lluvia de sus zapatos se había tornado añil.

      El techo del coche también era azul grisáceo y estaba impoluto. Todo olía a nuevo y a frutas, a kiwi concretamente, por el frasquito de aceite esencial que colgaba del retrovisor y oscilaba como un péndulo.

      Óscar entró en el coche en ese momento, se sentó en el asiento del conductor y giró la cabeza hacia la recién llegada, sentada justo detrás de él.

      —Señorita Albaricoque, ¿no serás por casualidad doctora? —preguntó, con sorna—. Nos vendría bien alguien que sepa qué hacer si cogemos un bache gordo y Claudia se nos pone de parto.

      —So… soy profesora —respondió ella por inercia, con el miedo asomado a los ojos. Tragó saliva y, dirigiéndose a la mujer, preguntó—: ¿Cuánto… cuánto te falta para dar a luz?

      —Unos dos meses —calculó la actriz—, pero al ser gemelos parece que estoy de más, ¿verdad?

      Óscar introdujo una dirección en el GPS y la voz mecánica del dispositivo les informó de que les quedaban ochenta kilómetros para llegar a su próximo destino y de que el tiempo estimado de la ruta eran unos cincuenta minutos.

      —Si sigue lloviendo así —les avisó Óscar, arrancando el motor—, es posible que tardemos más.

      —Tardaremos más —corroboró Claudia. Tomó una bocanada de aire, esperó y se agitó en su asiento como si tuviese contracciones—. Conozco bien el camino y la última carretera que tenemos que tomar está llena de curvas… Uff, son de esas que no se pueden tomar a más de treinta por hora. Vamos a tardar mucho en llegar.

      —Por mí no hay problema —le tranquilizó Alba, resuelta y optimista, abrochándose el cinturón de seguridad.

      En verdad no le importaba tardar más porque no quería llegar a Santejo. El momento de volver a ver a su ex en la boda era algo que no tenía prisa por ver y el viaje le daría tiempo a prepararse para hacerlo.

      Empezaba a enfrentarse a sus miedos con pasos pequeños, como subirse de nuevo a un coche después del accidente.

      No pudo evitar pensar en ello mientras se abrochaba el cinturón. También había llovido mucho ese día y su coche había hecho aquaplaning, hasta estrellarse contra un árbol.

      Los agentes de la Guardia Civil le dijeron que, de no haber llevado el cinturón puesto, no habría sobrevivido. Acarició el que se acababa de abrochar y se lo agradeció en silencio como si fuese el mismo.

      La actriz la sacó de sus pensamientos al empezar a jadear a su lado.

      —Chicos, siento… Siento como

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