Crónicas del cielo y la Tierra. Mariano Ribas
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Parte importante de este libro está basada en algunos de mis más preciados artículos publicados, entre 1997 y 2014, en Futuro, el legendario suplemento científico del diario Página/12 que dirigiera el recordado Leonardo Moledo. Aquellos textos originales fueron rescatados, agrupados, adaptados, actualizados y enriquecidos para esta especial ocasión. Junto a nuevas historias, curiosidades, apartados temáticos específicos y abundantes ilustraciones y astrofotografías (mayormente propias), dan forma y vida a estas Crónicas del cielo y la Tierra.
Los invito, pues, a un recorrido que nos llevará desde la posible identidad de la estrella de Belén, la relación entre la actividad solar y los asentamientos vikingos en América o el cometa que “anunció” la caída del imperio azteca; hasta el catastrófico caso Tunguska, el eclipse que probó la Teoría de la Relatividad General de Einstein o las variables astronómicas que incidieron en el hundimiento del Titanic. Por su propia naturaleza, este libro puede leerse de modo tradicional o bien eligiendo historias sueltas, de a ratitos en casa, en una sala de espera o en un largo viaje en tren o en colectivo.
Cualquiera sea el camino elegido, confío en que esta colección de hechos, personajes, curiosidades científicas, obras de arte y hasta famosos desastres nos conducirán, inexorablemente, a aquella idea inicial: no hay cielos sin historias... ni historias sin cielos.
Lic. Mariano Ribas
Periodista, escritor y divulgador especializado en astronomía
Capítulo 1 Mensajes celestiales
¿Qué fue la estrella de Belén?
Adoración de los Reyes Magos Giotto di Bondone, Capella degli Scrovegni, Padua (c. 1306). El pintor representó a la estrella de Belén con el aspecto de un cometa, probablemente inspirado por la aparición del Halley en 1301
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el
reinado de Herodes, unos magos de Oriente se
presentaron en Jerusalén (2:2) y preguntaron:
‘¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?
Porque vimos su estrella en el este y hemos venido a adorarlo’.
Evangelio de Mateo, capítulo 2
Perdida en el tiempo y en las espesas brumas del mito y la leyenda, la estrella de Belén vuelve a brillar cada fin de año. Aparece en tarjetas navideñas, adornos, canciones, programas de televisión y películas. Es el ícono por excelencia en esos días de apresurados y nerviosos festejos. Y, sin embargo, poco se sabe de ella. El misterioso objeto solo aparece mencionado, y muy brevemente, en uno de los cuatro relatos del Evangelio sobre la vida de Jesús, vinculado a su nacimiento y al legendario viaje de los míticos reyes magos desde Persia hasta Palestina. Un poco más adelante, el Evangelio de Mateo agrega: “… la estrella que habían visto en oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo encima del lugar donde estaba el niño”.
Eso es todo lo que dice la Biblia sobre la estrella de Belén. Pocos datos, y muy vagos. Teniendo en cuenta la época y el contexto histórico, nada impide pensar que se tratara tan solo de un recurso narrativo o de un poderoso símbolo. No hay que olvidarse de que el relato no fue escrito en el momento, sino casi un siglo más tarde. Por lo tanto, pudo estar adornado y modificado una y otra vez. Por otra parte, no existe ningún registro preciso e independiente desde el punto de vista astronómico.
Ante semejante panorama, científicos e historiadores se han lanzado durante siglos al desafío de identificar posibles fenómenos celestes que pudieran ponerse el pesado traje de la estrella de Belén. Otros, basándose en la vaguedad de los detalles y hasta en las contradicciones en las que incurren los propios textos bíblicos, creen que la tarea no tiene sentido. Transitemos, pues, el resbaladizo terreno que nos llevará (o no) a revelar la identidad del más popular de los íconos navideños.
Mensajes del cielo
Desenmascarar a la estrella de Belén siempre ha sido un desafío muy tentador para la astronomía. Los historiadores suelen ubicar el nacimiento de Jesús en torno al año -6, lo cual reduce el marco de búsqueda. Aun así, la tarea no es sencilla. El relato bíblico es desalentadoramente incompleto: no se habla de estimaciones de magnitudes [brillo aparente de los astros], colores ni formas. Ni mucho menos de coordenadas celestes, por supuesto.
Esa ausencia de datos precisos resulta comprensible: hace dos mil años, casi nadie pensaba el cielo en términos verdaderamente astronómicos, sino más bien como un conjunto de símbolos y significados. El cielo era una especie de “techo” natural en el que se proyectaban figuras y seres sobrenaturales dibujados con las estrellas: las constelaciones. Y, también, una suerte de “pizarra” en la que los astrólogos creían leer mensajes divinos, codificados a partir de la posición de los planetas, el Sol y la Luna, la sorpresiva aparición de un cometa o los siempre espectaculares eclipses. Eran épocas en las que los asuntos del cielo no siempre iban de la mano de lo cualitativo y cuantitativo. Por todo lo anterior, no debe sorprendernos que el Evangelio solo haya reparado en el significado de la “estrella” (la supuesta llegada del Mesías), y no en sus características físicas.
Ante los escasos datos que aporta el Libro de Mateo podríamos pensar, simplemente, que la estrella de Belén pudo haber sido cualquier fenómeno astronómico llamativo: desde una supernova o un gran cometa hasta un meteoro extraordinario o una curiosa conjunción planetaria. Pero si aplicamos un análisis astronómico riguroso, echamos mano a fuentes históricas y recurrimos a modernos programas de computación que simulan el aspecto del cielo, varias hipótesis inevitablemente se caen a pedazos. Otras, en cambio, salen bastante más airosas…
¿Un meteoro, un eclipse, una estrella brillante?
Lo más fácil de descartar son los fenómenos breves: las “estrellas fugaces” especialmente brillantes o la caída de algún gran meteoro. Teniendo en cuenta que los “reyes magos” –que no eran reyes sino astrólogos; y que probablemente ni siquiera fueran tres– recorrieron los dos mil kilómetros que separan a Persia –su lugar de origen– de Palestina, su viaje debió haber durado varios meses. Es lógico pensar que nada intrínsecamente fugaz pudo haberlos acompañado y guiado durante el largo periplo.
Siguiendo la misma línea de razonamiento, podríamos descartar los eclipses de Sol y de Luna que –si bien no son fenómenos tan fugaces como un meteoro– no duran más de dos o tres horas. Además, más allá de los falsos efectos que se les atribuían, los eclipses eran bien conocidos en aquellos tiempos. Resulta difícil pensar que algo supuestamente extraordinario como la llegada del Mesías pudiese estar ligado a algo tan regular y previsible como las eclipsantes danzas del Sol y la Luna.
¿Pudo haber sido una estrella muy brillante –como Sirio, Vega, Arturo o Rigel– asomando por el este? Difícilmente, porque las estrellas notables estaban muy bien identificadas, tanto en su posición como en sus trayectorias y épocas de visibilidad. Eran parte del paisaje rutinario del cielo. Por lo tanto, es raro que pudieran “anunciar” algo tan especial como el nacimiento del “rey de los judíos”.
Algo más sólida parece la hipótesis de las novas: las “estrellas nuevas” que se encendían de golpe. Si bien existen ciertos indicios de una nova [una estrella que sufre un fuerte aumento de brillo sin llegar a estallar] observada por