Crónicas del cielo y la Tierra. Mariano Ribas

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Crónicas del cielo y la Tierra - Mariano Ribas Cierta Ciencia

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diversidad de los fenómenos de la Naturaleza es tan grande,

      y los tesoros que encierran los cielos tan ricos, para que la mente del hombre nunca se encuentre carente de su alimento básico.

       Johannes Kepler, Mysterium Cosmographicum (1596)

      Kepler fue un científico extraordinario. Esta sola cita delata su desbordante curiosidad por los fenómenos naturales. La misma curiosidad que lo llevó, casi como pasatiempo, a intentar develar la identidad de la estrella de Belén. Pero lo que hizo grande al alemán Johannes Kepler (1571-1630) fue su revolucionario trío de leyes de movimiento planetario. Obras maestras de la ciencia que, es justo decirlo, se basaron en las muy precisas observaciones astronómicas de uno de sus maestros: el danés Tycho Brahe (1546-1601) –para muchos, el mejor observador de la era pretelescópica–. La ciencia es una escalera que se construye, peldaño a peldaño, con los aportes de quienes nos preceden (y por eso mismo es fundamental comunicarla y promoverla).

      La primera ley de Kepler (1609) dice que las órbitas de los planetas son elípticas, con el Sol ubicado en uno de los focos. Elipses. Toda una ruptura con las tradiciones aristotélicas, y hasta con sus propios deseos: Kepler creía que Dios había elegido al círculo como trayectoria planetaria perfecta. Pero las evidencias mostraban otra cosa. Y, a pesar de su fe religiosa, acató el mandato de los hechos.

      La segunda ley (1609) afirma que hay una relación directa entre la distancia de cada planeta al Sol –que va variando, justamente por ser elíptica– y la velocidad a la que recorre su órbita (“el radio vector barre áreas iguales en tiempos iguales”). En otras palabras: cuando un planeta está más cerca del Sol, se mueve más rápido que cuando está más lejos. Finalmente, la tercera ley (1618) plantea una proporcionalidad matemática precisa entre los períodos orbitales de cada planeta y su distancia media al Sol: “El cuadrado de los períodos de los planetas es proporcional al cubo del semieje mayor de su órbita”. Los más lejanos tardan más tiempo en dar una vuelta al Sol, y además lo hacen a menor velocidad que los más cercanos.

      Las leyes de movimiento planetario permitieron entender, unificar y predecir los movimientos de estos astros. Aún quedaba pendiente explicar por qué se mueven y por qué el Sol los atrae. Pero la ciencia es una escalera, y el siguiente paso quedaría para otro enorme curioso: Isaac Newton y su Teoría de la Gravitación Universal.

       Manchas solares Nuestra estrella fotografiada (con telescopio y filtro) el 5 de septiembre de 2017. Se destacan las enormes manchas solares AR 2673 (abajo) y AR2674 (arriba), de 100 mil y 230 mil kilómetros de largo respectivamente. Foto: Mariano Ribas

      El Sol es esencial para la vida en la Tierra. Su influencia sobre nosotros es absolutamente observable. Medible. Física. La gravedad solar nos mantiene “atados” en órbita a su alrededor y, junto con la de la Luna, genera las mareas. Su poderosa radiación gobierna los climas. La luz y el calor hacen funcionar la maquinaria biológica desde el comienzo de los tiempos. Sostiene la fotosíntesis de las plantas, un precioso mecanismo físico-químico que, a su vez, es la base de toda la cadena alimentaria. Desde el punto de vista estrictamente humano, el Sol ha ocupado un rol central en todas las culturas y civilizaciones. Fue el dios de dioses. Fue el alivio tras la noche amenazante. Fue el primer reloj y la primera brújula de la humanidad.

      Pero, antes que ninguna otra cosa, el Sol es una estrella. Una inmensa bola de gas incandescente que brilla a costa de consumir su propio combustible: el hidrógeno. Una máquina gravitatoria que, tal como han descubierto los astrónomos de los últimos siglos, muestra un comportamiento no del todo parejo: tiene períodos de mayor y menor actividad, siguiendo ciclos cortos y bastante predecibles; y otros más largos, no enteramente comprendidos. A escala solar, son fluctuaciones muy sutiles. Y, sin embargo, parecen afectar al clima y a la vida terrestre.

      Al echar una mirada al pasado, nos encontramos con un episodio histórico particularmente interesante y estrechamente ligado con todo lo anterior. Otro impactante punto de contacto entre los avatares humanos y astronómicos: ocurrió durante los primeros siglos del segundo milenio, cuando una históricamente larga (aunque astronómicamente breve) “fiebre” solar ayudó a los vikingos a establecer florecientes colonias en Groenlandia y en el extremo nororiental de América del Norte.

      Luego, el Sol entró en un largo período de menor actividad y experimentó una muy ligera pero influyente baja en su tasa de emisión de radiación que, en forma tan paralela como sugerente, coincidió con un notable enfriamiento del clima de la Tierra (o como mínimo, de buena parte de ella). Un proceso en el que, muy probablemente, intervinieron factores locales que reforzaron la merma solar [ver recuadro]. Fue el triste final de las extraordinarias aventuras de navegación, exploración y asentamientos de los primeros europeos que pisaron nuestro continente. Esta es su historia…

      De Europa a la Tierra Verde

      A partir del siglo VIII, los temibles vikingos, que sembraron el terror en Europa durante siglos, empezaron un período de gran expansión en busca de nuevas tierras. Hacia el año 770 ya habían llegado a Islandia. En 841 fundaron Dublín, en Irlanda. Pero el gran salto de los nórdicos tardó un poco más en llegar. Y, como veremos, contó con una invalorable ayuda que les llegó del cielo. Desde un lugar situado a 150 millones de kilómetros de su Escandinavia natal.

      Diferentes fuentes históricas coinciden en señalar que la primera avanzada vikinga sobre América ocurrió en 982, cuando Erik Thorvaldsson, más conocido como “Erik el Rojo”, fue expulsado de Islandia acusado de dos homicidios y se aventuró mar adentro hacia el oeste, junto a un puñado de marinos. Así fue como dieron con el extremo sur de la enorme isla americana. Erik el Rojo y sus compañeros exploraron las costas del nuevo territorio hasta que encontraron una zona apta para el desembarco: un profundo fiordo perdido en el sudoeste.

      Las corrientes atlánticas más cálidas llegaban a esa parte de la isla y las condiciones generales eran similares a las de Islandia: amplias arboledas y pastos robustos y muy extendidos. Inspirado en esos paisajes, y pensando en un nombre atractivo para seducir a nuevos colonos, Erik el Rojo lo bautizó “Tierra Verde”. Groenlandia ya tenía nombre. “Más gente querría ir allí si el país tuviera un hermoso nombre”, habría dicho el exiliado vikingo según una de las crónicas islandesas de aquel entonces.

      Finalizado su exilio de tres años, Erik el Rojo volvió a Islandia a comienzos de 985. Y en el verano boreal de aquel año volvió a Groenlandia al mando de 25 botes repletos de vikingos islandeses, ansiosos de nuevos horizontes. Los aventureros se instalaron en dos puntos de la costa sudoccidental, los dos únicos lugares donde la agricultura era posible (uno más oriental, Eystribyggð, que hoy es Julianhåb, donde Erik tenía su granja, y otro más occidental, Vestribyggð, actual Nuuk). Hasta su muerte, en 1002, Erik el Rojo fue el muy respetado líder de estos prometedores asentamientos vikingos en Groenlandia, que durarían siglos al amparo de un clima inusualmente cálido en esa región.

      Pero los intrépidos normandos aún iban a dar otro salto.

      Vinland: el cruce a Terranova

      Apenas un año después de la primera avanzada sobre la Tierra Verde, y de modo casi accidental, otro vikingo miró un poco más allá. Más al oeste: a mediados de 986, el navegante Bjarni Herjólfsson se dirigía a Groenlandia cuando quedó envuelto en una espesa niebla marina durante varios días. Perdió el rumbo. Cuando la niebla finalmente disipó, Herjólfsson y sus compañeros de desventuras divisaron una muy lejana línea costera, de tierras llanas y cubiertas de bosques. Aunque nunca desembarcaron allí, probablemente fueron los primeros europeos que echaron una mirada a América del Norte continental.

      Quien

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