Nosotros sobre las estrellas. Sarah Mey

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Nosotros sobre las estrellas - Sarah Mey HQÑ

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siento todo el peso de su atención concentrada en mí. Jamás me ha gustado tanto ser el centro de atención de alguien, aunque al mismo tiempo me siento sudorosa e incómoda. Es una sensación muy extraña.

      —No tengo ningún problema salvo que me estás haciendo perder el tiempo.

      Él eleva la barbilla y puedo ver cómo su nuez sube y baja en su garganta durante unos instantes. No sé por qué me sale ser tan borde con él, pero este chico tiene algo que me hace perder los nervios.

      Acabo de hacer el ejercicio, poniéndome fea al contraer mi cara por el esfuerzo, y lo miró con toda la autosuficiencia que puedo.

      —Ánimo, ya te queda menos —me dice, colocándose en la máquina que yo acabo de dejar y poniéndome una mano en la cadera.

      Joder, su tacto hace que todo mi cuerpo responda y se altere a partes iguales. Y de nuevo ese olor que logra marearme y engatusarme, como si todas mis hormonas respondiesen a él. Me percato de que no le pone más peso a la máquina, y no tengo nada mejor que hacer que retarle a ponerlo.

      —Eso es muy poco peso para ti.

      Él me sonríe, ahora parece tranquilo, pero me sigue mirando con una sombra de preocupación en los ojos que me hace contener el aliento.

      —Lo es, pero es suficiente para ti, chica masoquista.

      Me dice eso dejándome con la boca abierta y comenzando a hacer el ejercicio. Me miro al espejo de una pasada rápida mientras pienso en qué decirle. No quiere ponerle más peso a las máquinas porque sabe que si lo pone yo no lo bajaré. Ese gesto me enternece un poco, pero también me cabrea. Respiro con fuerza, como si todo mi cuerpo necesitase aire, y no me gusta lo que encuentro en el espejo. Por si no fuese poco el estar sudando a chorros, también estoy colorada a la vez que pálida. Creo que se me va a bajar la tensión como siga así. Mi jefe me está mirando y parece oírme pedir ayuda a gritos, porque se dirige a mí con rapidez y me habla con gesto serio.

      —Mais, deberías haberte ido ya hace unos diez minutos. Deja de sacrificarte tanto por la empresa y disfruta de esta tarde.

      Quiero llorar de alegría al notar el favor que me está haciendo mi jefe. Aún no es hora de irme, me quedan treinta minutos, pero creo que ha visto que estoy que no puedo hacer ni un solo ejercicio más sin caerme al suelo y viene a socorrerme.

      —No te preocupes, Tom, todo va bien —le sonrío, sin embargo él niega con la cabeza y me agarra por los hombros, casi echándome del gimnasio y alejándome de James. Joder, James. James. James. Ojalá pueda dejar de repetir su nombre en mi cabeza como una idiota. James.

      Me giro hacia él a modo de despedida e intercambiamos una mirada que logra traspasarme. Creo que nunca he visto una mirada en la que tenga tantas ganas de perderme.

      —¿A dónde vas?

      Escucho su voz y mi jefe para de empujarme al tiempo que yo me giro.

      —Mi turno ya ha acabado. Otro día podremos seguir con el entrenamiento todo lo que quieras.

      Me arrepiento de decir esa última frase nada más soltarla por la boca. Él se levanta de la máquina, me mira y sonríe de una forma jactanciosa.

      —Estoy seguro de que lo acabaremos —responde, autoritario y sensual, haciendo que me tiemblen inconscientemente las piernas a la par que me enfado de nuevo por lo que su imponente presencia logra en mí.

      Salgo del gimnasio dirigiendo una sonrisa de despedida a Micaela, la recepcionista, quien me mira preocupada por mi estado.

      —¿Estás bien, Mais?

      Asiento con la cabeza y le sonrío quitándole importancia.

      —Por supuesto que sí —aseguro, aunque me arden las piernas con tanta intensidad que siento que en un rato no voy a ser capaz de dar ni un solo paso de las agujetas que tendré.

      Ella eleva una ceja como si no se lo creyese y me vuelve a llamar cuando estoy abriendo la puerta de la calle. ¡¿Dios, cómo puede costarme tanto abrir una puerta?! Así me ha dejado el entrenamiento…

      —Mais.

      Me giro hacia ella e inquiero con la mirada, no tengo fuerza ni para hablar.

      —Toma, te sentará bien —me dice entregándome un caramelo con azúcar.

      En otro momento de mi vida habría rechazado ese caramelo por orgullo, pero ahora soy incapaz.

      —Dame otro más, por favor —pido sintiendo que me falta el aire mientras me meto el caramelo en la boca.

      Ella me da otro con una sonrisa y me pide que tenga cuidado. Salgo del gimnasio y tiro con fuerza de la puerta de entrada que ya de por sí pesa bastante, con rabia porque no quiero que nadie vea que me cuesta abrirla. Una mano me ayuda empujándola y me giro hacia su dueño.

      No, por favor. Él otra vez no.

      James me sostiene la puerta y me indica que pase con un movimiento de cabeza. Yo lo hago sin rechistar porque creedme que me siento fatal.

      —¿A dónde vas?

      Vuelve a preguntarme lo mismo que hace unos minutos, esta vez en la puerta de la calle. El aire fresco me sienta tan bien que no puedo evitar respirar profundamente. Y de paso, ese gesto me sirve para calmarme.

      —Voy a mi casa, a ducharme.

      Normalmente me ducharía antes de salir del gimnasio, pero hoy no es un día normal. Miro de arriba abajo a James. Su figura varonil y sudada me ponen nerviosa.

       —¿Qué quieres? —prosigo con rabia.

      Vuelvo a sonar brusca, y él parece que se está mordiendo la lengua para no replicarme. Espero que diga alguna tontería, pero en su lugar se mantiene tan serio que creo que está enfadado.

      —Está bien —dice—. En ese caso, déjame llevarte.

      Bufo nada más oírlo.

      —No, gracias —respondo automáticamente.

      No necesito que nadie me lleve. Aunque estoy a punto de desplomarme en el suelo sin fuerzas, estoy segura de que me repondré tan pronto me aleje de él. Lo observo sin saber cómo reaccionar. Es alto y fuerte y no sé por qué no me he dado cuenta antes de lo alto que es. Tiene algo más de una cabeza y media de altura por encima de la mía. Quizá un poco más. James parece disgustado, como si no estuviese acostumbrado a que le contradijesen.

      —Entonces, voy a escoltarte.

      ¿Qué acaba de decir? ¿Qué va a hacer qué? Me quedo plantada en el sitio y lo miro como si fuese idiota.

      —Ajá, claro que sí —le respondo con algo de sorna sin poder evitar quedarme mirando otra vez la curva de sus labios.

      Los tiene apretados, como si volviese a callarse algo que no le gusta.

      —Créeme, Maisie, no suelo acompañar a ninguna mujer a casa, pero estás así porque has entrenado conmigo y porque te has pasado. Probablemente tengas el azúcar o la tensión baja y eso no va a pasársete de un momento a otro. Puedes desmayarte de camino al coche o de

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