Las pasiones alegres. Pablo Farrés

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Las pasiones alegres - Pablo Farrés

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      Índice

       La memoria del desierto (Año 2036)

       Poema porno financiero hecho con la nada que mi madre ha parido (Año 1996)

       Las Ausencias (Año 2016)

       El nombre del padre (Año 1986)

       Los hijos de Urano (Año 2066)

      LA MEMORIA DEL DESIERTO (AÑO 2036)

      1.

      Frente a la pantalla de la computadora sintió el mismo escozor que le había recorrido el cuerpo cuando en aquella fiesta le habían presentado a Laura, la esposa de Boris Spakov: “No sé si nos vimos alguna vez pero tengo la sensación de habernos conocido antes” –había dicho mientras extendía su mano fría.

      Podía ella haberse pintado aquel lunar en su rostro y teñido el pelo de rubio platinado para parecer otra, pero su voz, su entonación, su modo de moverse ondulando en el espacio, las pintitas nacaradas de color miel como trazos pintados con la patas de una mosca sobre la tela de sus ojos negros, su boca, el rictus de sus labios juntándose en puntita, la pequeñísima cicatriz que tenía junto a la ceja izquierda, todo en conjunto y en cada detalle, le devolvían la imagen precisa de Marian, en todo caso, la certeza alucinada de que se trataba de ella misma.

      “Quizás nos hayamos conocido en otra vida” –pensó aquella vez en responderle, pero hay momentos en que las palabras zozobran, se reducen a estertores secos y fallecen, no porque hayan perdido las reglas de uso, su consistencia gramatical o su ordenamiento sintáctico sino porque el mundo en el cual esas palabras existen como palabras ya no está, se fue, se rompió –y el mundo de Roy tenía una fecha precisa de defunción: la muerte de su mujer y su hijo.

      Lo cierto es que nada respondió –las palabras se atoraron en su garganta y cuando se sintió capaz de hacer algo con ellas, Laura ya no estaba, se había perdido entre los otros invitados a la fiesta. Desde entonces el foco de su atención fue desmontar el truco, descubrir la magia por la que aquella mujer parecía el duplicado exacto de Marian, como si esta hubiera vuelto a la vida pero olvidándose de Roy y todo el tiempo en que juntos habían acumulado miserias, tibieza y –¿por qué no?– alguna modalidad de la dicha. Buscó durante toda la noche su mirada, pero era como si Roy no estuviera allí, no estuviera en ningún lado sino como una sombra esforzada en diluirse y perderse entre las sombras de todos.

      Avanzó y retrocedió la grabación una y otra vez, siguiendo cuadro por cuadro los movimientos de Laura durante algunas horas. Después repasó la fiesta y su propio ir y venir de un lado al otro buscando algo que hacer entre todos aquellos extraños. Adelantó la filmación hasta el momento en que –cuando casi todos se habían marchado– Boris lo invitó –le exigió– que se quedara un rato más.

      Subieron juntos las escaleras hacia el primer piso de la casa. Recién allí reconoció a algunos que también trabajaban para Boris en la Compañía: Dalton, Zizesky y un tipo fornido de apellido Dafoe al que había visto alguna vez en las reuniones de Directorio y al que todos consideraban la mano derecha de Boris.

      Enseguida un mozo les acercó en una bandeja los tubitos para esnifar las líneas de cocaína que les ofrecía. En la grabación le quedó clara la insistencia imperativa de Boris para que esnifara con ellos como si el asunto lo tuviera planeado desde antes.

      Al rato llegaron las copas de un líquido azul que no pudo reconocer y las pastillitas rosadas que el mismo Boris arrojaba en su boca con el mismo empeño con el que lo había movido a esnifar la línea de cocaína.

      Luego la aceleración de la escena: el beso de lengua entre Boris y Zizesky, Laura manoseándose con Dafoe un poco más allá. Los cuerpos de algunos otros, un poco más alejados, ya semi-desnudos, entrelazados en una maraña indistinguible.

      Unos segundos después, el abismo: la oscuridad de una capucha negra que Dafoe ponía en su cabeza.

      Desde entonces la cámara siguió filmando durante doce horas el mismo plano cerrado. Por más esfuerzo en intentar descifrar los sonidos grabados durante aquellas doce horas no pudo más que identificar pasos y algunas palabras sueltas pero sí, definitivamente, el ruido de un baúl al cerrarse, el encendido del motor, el andar de un auto.

      Le quedó claro entonces que aquella noche, Boris había preparado una trampa de la que todavía no entendía en qué consistía. Lo habían sacado de la casa, lo habían metido en un auto y doce horas después despertaba en otro lugar.

      La filmación mostrando todavía la oscuridad de la capucha en su cabeza permitía adivinar cierto movimiento de su cuerpo levantándose y luego volviendo a caer sobre lo que seguramente se trataba de una camilla. Quiso suponer que una mano le había apretado el pecho para volver a su posición horizontal. Luego, enseguida, las voces de dos tipos. Una de ellas era la de Zizesky. En toda la secuencia no se escuchaban más que unas pocas palabras de su parte. Se limitaba a preguntar y escuchar lo que el otro le contaba.

      En un momento, Zizesky nombró a ese otro con el apellido Teiler. Si no las imágenes, al menos la filmación había grabado todo lo que entonces a este se le ocurrió decir. Su monólogo –apenas cortado por alguna que otra pregunta de Zizesky– duraba unos diez minutos, tiempo en el que seguramente tardó en preparar lo que enseguida iba a venir. Entre tanto, las voces se conjugaban con el ruido metálico de instrumentos quirúrgicos.

      Cuando Teiler terminó el monólogo y acabó de acomodar o limpiar sus cosas, abrió la capucha. La filmación mostraba un techo sin pintura ni cielo-raso, solo unas vigas cruzando el hormigón. La cabeza de Roy siempre fija en el mismo punto, los movimientos de su cuerpo anulado, le daban la impresión de haber sido anestesiado. En todo caso, la falta total de recuerdos de lo que la filmación le mostraba y que necesariamente él había vivido, debía responder sino a la anestesia a las pastillas que le habían hecho tragar. Lo cierto es que una vez quitada la capucha y mientras sus ojos no se corrían un ápice de la viga y el metro cuadrado de hormigón que la filmación mostraba, el tal Teiler comenzó a hacer su trabajo.

      La grabación mostraba su rostro y su cabeza pelada una y otra vez pasando delante suyo. En un momento se escuchó la voz de Zizesky diciendo que prefería esperar afuera, luego el sonido de sus pasos y el de la puerta cerrándose.

      En los siguientes treinta minutos se veían los colgajos de los brazos de Teiler y sus manos hinchadas hurgando en la coronilla del cráneo de Roy con un bisturí, una pequeña tenaza del tamaño de una pincita de depilar y los otros instrumentos. En ningún momento de la grabación existía imagen alguna de lo que Teiler extirpó o acaso injertó en su cráneo.

      Según los gestos de su rostro satisfecho, la cirugía terminó como lo había esperado. La última imagen era la de sus ojos diminutos hundiéndose en la carne fofa de sus pómulos regordetes. Enseguida puso en su cabeza otra vez la capucha y todo volvió a la oscuridad inicial.

      La última

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