Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay
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Me aferré a su cuello y pegué mi rostro al suyo para que no me viera disfrutar de él. O quizá, aunque mareada por la bebida, sabía de sobra que mirarlo de frente mientras me follaba sería rememorarlo una y otra vez en mi mente cuando todo acabara. Así que me oculté y dejé que me moviera a su antojo, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Más fiero, más salvaje. Como si estuviera derramando en mi cuerpo rencor acumulado y solo ahí, en mí, pudiera saciarlo. Como si yo fuera el motivo de su cólera. No me importó, ya que yo lo quería así: duro, sin sentimientos y sucio. Muy sucio.
—Joder —me escuché decir al notar el orgasmo asomarse.
Me apreté con fuerza a su hombro y lo mordí, reteniendo el gemido. Mis uñas se clavaron en su piel y él gruñó de gusto mientras me daba más y más fuerte. Me corría.
Alejandro salió de mí y me hizo tocar el suelo. No me dio tiempo a mirarlo para pedirle explicaciones. Giró mi cuerpo, otra vez colocándome de espaldas a él, y me puso de rodillas sobre la hierba. Se acercó por detrás, y supe que se había desprendido de la falda cuando todo su enorme cuerpo desnudo se pegó al mío pequeño, encajando nuestras siluetas, y de nuevo me penetró.
No me quejé de que me hubiera dejado al borde del orgasmo, pero sí me moví en busca de mi propio placer y me mantuve en silencio mientras sentía cómo me corría para no permitirle parar. Sin embargo, justo cuando el placer más exquisito experimentado llegaba a mí, salió de nuevo de mi interior, me despegó de su espalda y me puso a cuatro patas. Sabía que estaba a punto de explotar y se había detenido. Otra vez. Miré hacia atrás, furiosa.
—Deja que me corra —le exigí.
Como respuesta, recibí una sonrisa de medio lado. Sujetó mi pelo recogido con fuerza y me embistió de la misma manera.
Mi cuerpo se acunaba acompasado por el ritmo que él marcaba mientras los mechones de mi pelo comenzaban a soltarse. Los notaba pegados a mi perlado rostro. El sol, a lo lejos, terminaba de esconderse y nos dejaba la intimidad de la oscuridad parcial. Seguí mirándolo con fijeza, al borde del abismo. No quería hacerlo, pero es que no podía despegarlos de su mandíbula marcada y sus labios exquisitos contraídos por la rabia y el placer. ¿Por qué me miraba con ese odio? ¿Por qué me follaba con esa fuerza? No lo sabía, pero me encantaba. Quería más, y más busqué, encolerizada. Me sentía a punto de caer por la cascada que tenía enfrente, y no había cosa que deseara más. Subir, subir del todo, y dejarme caer sin nada que me frenara.
Pero, de nuevo, lo hizo. El muy cabrón bajó la intensidad y mi orgasmo desapareció.
—Que me dejes correrme —volví a imponerle, presionando mi trasero contra él y buscando la profundidad que necesitaba.
—Me encanta verte así: demandando lo que en realidad te encantaría suplicarme. A mi merced.
Volví a restregarme, furiosa y excitada. Tenía razón: me encantaría suplicarle que siguiera follándome hasta correrme mil veces sobre él, que nunca saliera de mí, que al día siguiente no nos olvidáramos de todo. De nada, de hecho. Tocábamos nuestras ganas en cada movimiento, en cada embestida salvaje. Era una necesidad silenciosa que en ese momento gritaba.
Me dio una estocada seca. Dos. Tres. Cuatro. Y, entonces sí, me vi caer por la cascada en un orgasmo delicioso, rico y animal que no cesaba porque él no variaba el ritmo ni la rudeza. Noté que se derramaba dentro de mí mientras todavía me contraía por el placer.
Cuando todo acabó, me levanté con dificultad. Estaba jadeante, con la respiración descompasada, la cabeza me daba vueltas y las piernas y los brazos me temblaban. No me giré para mirarlo. Solo me puse el vestido, cerré la cremallera, cogí mis pertenencias del suelo y me marché sin mirar atrás.
Solo una vez me obligué a girarme cuando lo escuché gritar:
—¡Puta madre!
Los motivos de su sobresalto eran Roberto y Boli, que aparecieron de la nada y se quedaron mirándolo mientras comían hierba fresca.
Yo regresé con mis amigas e intenté olvidar lo que acababa de suceder.
7
La barra de chorizo
Hacía casi una semana que habíamos vuelto de Escocia y me encontraba estresada como nunca. Era la primera vez que tenía más de una corrección en mi poder, ¡y, Virgen santa, cómo me había llegado el manuscrito! No tenía por dónde cogerlo, y por más que tamborileara mi lápiz sobre el taco de papeles, no conseguía concentrarme. Ortotipográficamente, pasable, pero el estilo… El estilo como el de mi Azucena desde que vestía Kike.
—¡Joder, Alejandro! —escuché el quejido que Angelines lanzó al aire.
Estaba sentada en las escaleras laterales del porche, antes de acceder al jardín, y ellos se encontraban justo enfrente, peleando como becerros para la gran batalla, como llevaban haciendo desde el momento en el que sus pies pisaron tierra almeriense. Patrick se había marchado a Alemania, días atrás, tal y como dijo, pero no para quedarse allí, sino que regresó el mismo día de madrugada. Cuánta boca tenían a veces. Todo lo que había renegado para tragarse sus palabras.
Kenrick apareció a mi lado. Se sentó con su cerveza en la mano y un sobre.
—¿Es un regalo para mí?
Lo miré a través de mis gafas y él sonrió, encogiéndose de hombros.
—Es el viaje de novios que Marisa no espera. Ojalá haya acertado, porque si no…
—Si no, montará un drama —añadió Angelines, esquivando un derechazo directo que iba a sus dientes.
—Ya verás como viniendo de ti le encanta. No puede tener un marido mejor que tú.
Le sonreí con afecto y Ma apareció, pillándome.
—¿Qué haces poniéndole carita de putona a mi marido? —recalcó mucho ese «mi», y yo puse los ojos en blanco.
—De verdad que estás paranoica perdida y no hay quien te aguante. Qué hostia más grande tienes —objetó Angelines, pendiente de la conversación.
—Tú cállate y sigue peleando con Hulk, que contigo no estaba hablando.
Angelines soltó un improperio de los suyos y alentó a Alejandro para que le atestara el siguiente golpe, el cual frenó con maestría. Me embobé mirándolos. Más a él que a ella, como era normal, y me encontré recordando aquel polvo en los acantilados el día de la boda.
Como lo había hecho cada puto día desde que ocurrió.
Me prometí a mí misma borrarlo de mi mente como si nunca hubiese ocurrido, pero también tenía claro que era de chocho enamoradizo, y siempre lo había dicho. Alejandro me gustaba. Me gustaba en exceso y sentía unas mariposas ya olvidadas cada vez que pasaba por mi lado. Me gustó cuando llegó, cuando se integró, cuando me enteré de que fue él a quien me tiré