Un amor de juventud. Heidi Rice

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Un amor de juventud - Heidi Rice Bianca

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saliva y volvió a llamar al timbre. Vio la silueta de un hombre en la ventana, un hombre alto y de hombros anchos.

      «No es él, no es él, no es él», se repitió a sí misma mientras oía pisadas acercándose a la puerta.

      Se pegó al pecho la bolsa de repartir. Lo que debía hacer era sacar la caja con el anillo para así entregarla tan pronto como se abriera la puerta.

      Mientras intentaba abrir los cierres mojados de la bolsa, se encendió una luz en el vestíbulo y, a los pocos segundos vio una silueta a través de los paneles de cristal esmerilados de la puerta de la entrada.

      –Bonsoir –dijo él al abrir.

      Esa voz pronunciando una palabra en francés le acarició la piel y la hizo temblar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible que aún le afectara de esa manera? Ahora era una mujer adulta, no una adolescente en medio de la pubertad.

      –Entre si no quiere ahogarse –murmuró él haciéndose a un lado para permitirle el paso.

      Dominic siempre había sido guapo, pero la madurez había transformado sus hermosos rasgos adolescentes en un atractivo de una intensidad devastadora.

      Sus cabellos rubio dorado habían oscurecido hasta adquirir un color castaño con mechas doradas, y lo llevaba lo suficientemente largo como para que las puntas se le rizaran a la altura del cuello de la camisa. Esos ojos castaño oscuro seguían igual de serios que siempre, ella nunca le había visto reír.

      Mientras devoraba los cambios en él, se dio cuenta de hasta qué punto había aumentado el cansancio de la expresión de sus ojos y cómo se había marcado la crueldad de la cínica curva de esos labios sensuales.

      El temblor de su cuerpo alcanzó proporciones sísmicas.

      –Vite, garçon, antes de que nos ahoguemos los dos –le ordenó él, haciéndola darse cuenta de que se le había quedado mirando.

      Con un esfuerzo, Ally pasó al vestíbulo.

      «Dale el anillo y esta pesadilla acabará».

      Bajó la cabeza para hurgar en la bolsa de reparto y deseó no haberse quitado el casco; por suerte, él no parecía haberla mirado, porque la había llamado chico.

      El ruido de las gotas de agua cayendo en el suelo del vestíbulo le resultó ensordecedor.

      –Ah, eres una chica –murmuró él después de cerrar la puerta.

      –Soy una mujer –le corrigió ella–. ¿Es eso un problema?

      –No –casi jadeó al verle esbozar esa sonrisa ladeada que tan bien recordaba–. Tu cara me resulta familiar.

      –No –negó Ally presa del pánico.

      «Por favor, que no me reconozca. Eso solo empeoraría las cosas».

      Precipitadamente, Ally consiguió sacar la pequeña caja de la bolsa y se la dio. Desgraciadamente, sus dedos entraron en contacto con los de Dominic y fue como si una corriente eléctrica le subiera por el brazo.

      –Estás temblando. Quédate hasta que te seques un poco –dijo él, más como una orden que como una sugerencia.

      –No, gracias, estoy bien. Y ahora, por favor, firme aquí –dijo Ally, ofreciéndole la pequeña maquina digital.

      Dominic agarró la máquina y, al hacerlo, volvió a rozarle los dedos.

      –Estás helada –dijo él en tono de enfado e impaciente–. Deberías quedarte aquí hasta que pase la tormenta.

      Dominic firmó, le devolvió la máquina y añadió:

      –Es lo menos que puedo ofrecerte después de haberte hecho venir con este tiempo para nada.

      –¿Para nada? ¿Y eso? –nada más hacer esas preguntas, Ally deseó haberse mordido la lengua.

      «Cállate, Ally. ¿Por qué le has preguntado eso?»

      El corazón le golpeaba las costillas con fuerza, le sorprendía no haberse desmayado. Pero más aún le sorprendió la respuesta de él.

      –Para nada porque he roto mi compromiso matrimonial hace diez minutos.

      Ahora comprendía la cólera de la tal Mira. Dominic la había dejado.

      Dominic abrió el paquete, sacó la pequeña caja de terciopelo y la abrió.

      A Ally le dio un vuelco el corazón. Era un sencillo, pero exquisito anillo, de oro y platino.

      Era el anillo que su madre le había dicho que el padre de Dominic le había ofrecido aquel verano. Un sueño que había muerto la terrible noche que Pierre LeGrand las había echado de su casa, una pérdida que había torturado a su madre el resto de sus días.

      –Pierre ha sido el único hombre que me ha querido de verdad y yo lo he estropeado todo, cielo –le había confesado su madre, culpándose de lo ocurrido. Pero… ¿qué era lo que había hecho para encolerizar a Pierre hasta ese punto?

      Dominic cerró la caja de terciopelo ruidosamente y Ally volvió al presente.

      –Lo siento –murmuró ella.

      –No lo sientas –contestó él–. Este noviazgo ha sido un error. Y las ochenta mil libras que he pagado por el anillo digamos que es un daño colateral.

      Ally guardó el aparato digital en la bolsa con manos temblorosas. No podía controlar las emociones que la embargaban.

      –En fin, será mejor que me vaya y siga con mi trabajo –dijo Ally.

      Quería irse. Quería olvidar. Los recuerdos eran demasiado dolorosos.

      –Vamos, pasa y tómate una copa, necesitas entrar en calor –le ordenó él.

      ¿Estaba flirteando con ella? No era posible. Ese hombre salía con supermodelos y ricas herederas, mujeres con estilo y sex appeal, algo que ella nunca poseería.

      –Y, además, hay que curarte esa herida –añadió Dominic.

      –¿Qué?

      –La pierna –los ojos oscuros de Dominic se clavaron en su pierna–. Te está sangrando.

      Ally bajó la mirada. Las mallas se le habían desgarrado y la pantorrilla le sangraba. Todo ello debido a su altercado con la novia, la exnovia, de Dominic.

      –No es nada. Tengo que irme.

      Pero al volverse para marcharse, las palabras de Dominic la detuvieron.

      –Arrêtes. Claro que es algo, estás sangrando. Se te puede infectar. No vas a salir de aquí hasta que esa herida esté limpia.

      La emoción que la embargó estuvo a punto de ahogarla. No podía permanecer allí, no podía aceptar la brusca e imperativa amabilidad de él.

      –Tengo que hacer otro reparto –añadió ella con premura–. No puedo quedarme.

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