En la noche de bodas. Miranda Lee
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Ella colgó en seguida y prometió no volver a llamar.
Y no lo hizo. Pero nunca se quitó la costumbre de comprobar la dirección de Philip cada vez que recibía una guía de teléfonos nueva. Así se enteró de que se había mudado a Balmoral.
Fiona emergió de sus pensamientos. Su socio la miraba. Ella le sonrió.
–Deja de preocuparte, Owen.
–Quiero saber cómo te las vas a arreglar para decirle a la señora Forsythe quién eres en realidad.
Con guantes de cabritilla, te lo aseguro. Puedo ser muy diplomática, ya sabes. Incluso puedo ser dulce y encantadora cuando me lo propongo. ¿No tengo siempre a la madre de la novia comiendo de mi mano?
–Sí, pero la señora Forsythe no es la madre de la novia. Es la madre del novio, ¡y tú eres su primera esposa!
Capítulo 2
FIONA se detuvo en el arcén y miró el callejero para comprobar que conocía el camino a Kenthurst. Sólo había ido allí dos veces, después de todo, hacía diez años.
Kenthurst era una zona semi rural y cada vez más exclusiva que estaba en las afueras al norte de Sydney, tenía un paisaje pintoresco con montones de árboles, colinas ondulantes y aire fresco. El lugar perfecto para los terrenos aislados que posee la gente privilegiada a quien le gusta la calma y la intimidad.
Hubo un tiempo en el que los hombres de negocios de Sydney se construían casas de verano en las Blue Mountains o en la región montañosa del Sur para huir del calor y del ritmo acelerado de la ciudad. Después se inclinaron más por los palacios con aire acondicionado en terrenos de cinco a veinticinco acres, en Kenthurst o Dural y por vivir allí casi todo el año.
El padre de Philip había hecho eso. También poseían un apartamento en Double Bay donde se quedaba cuando trabajaba hasta tarde en la ciudad o cuando llevaba a su esposa a la ópera o al teatro. Era un sitio enorme, que ocupaba toda la planta de un edificio de tres pisos, estaba amueblado con antigüedades, y tenía una cama con dosel y cuatro columnas en el dormitorio principal que perteneció a una condesa francesa. Fiona lo sabía porque había dormido en ella.
Bueno… no durmió exactamente.
Se preguntaba si Philip habría dormido con su futura esposa en la misma cama, si le habría hecho sentir lo mismo que había sentido ella.
«No empieces a ponerte amargada y retorcida», se aleccionó. «Es perder el tiempo, cariño. Concéntrate en la tarea que tienes entre manos, llegar a la casa de Kathryn a las once».
Fiona no quería llegar tarde. No quería que esa mujer tuviera la oportunidad de mirarla otra vez con superioridad.
Apretó los dientes y se concentró en el callejero. Una vez que memorizó las direcciones que debía seguir, sacó el Audi recién pulido del arcén y volvió a la autopista.
Una ligera sonrisa apareció en su boca. «No era el coche lo único que había limpiado y pulido esa mañana», pensó riéndose del comentario que hizo acerca de que el domingo no iba a madrugar porque Kathryn Forsythe quisiera.
Su orgullo hizo que se despertara a las seis. A las nueve, había retocado todo su cuerpo, se había peinado la melena y hasta se había hecho la pedicura. Fiona pensó que si por casualidad tenía que quitarse los zapatos y las medias, o cualquier otra ropa, quería que su interior fuese tan perfecto como la superficie.
Al final, lo que le creó más problemas fue la ropa de la parte exterior. En su opinión, algo incomprensible, ya que tenía un armario lleno de la mejor ropa, muy elegante y de la mejor calidad.
Además como era invierno tenía que haberle resultado mas fácil elegir el traje que se iba a poner. Pero no fue así. Los trajes negros que utilizaba para trabajar le parecían demasiado fúnebres, los grises, un poco pálidos ahora que ya no estaba bronceada. El color chocolate era el color de moda del año anterior. ¡No iba a aparecer vestida de ese color! Sólo le quedaba el color crema o el gris pardo. Nunca llevaba colores vivos. Ni blanco.
Estuvo dudando hasta que no le quedó más remedio que decidirse. Se le echaba el tiempo encima.
Desesperada, se vistió con un traje de lana de color crema. Unos pantalones de pierna recta, un chaleco con el cuello de pico, y una chaqueta de manga larga y con solapa. Como los botones del chaleco estaban forrados y llevaban un ribete dorado, decidió que ponerse un collar sería demasiado cargante para un traje de día.
Se puso un reloj clásico y unos pendientes de oro de dieciocho quilates, que le había regalado un admirador.
El bolso y los zapatos eran de piel suave. Le habían costado una pequeña fortuna. Se había maquillado lo mínimo, los labios y las uñas pintados de color marrón. El perfume también era regalo de un admirador, que le dijo que era un perfume exótico y sensual como ella.
Una vez satisfecha con su aspecto, salió de casa preparada para enfrentarse a la mujer que casi destroza su vida.
«Pero despegué de nuevo, Kathryn», se dijo en alto mientras tomaba la salida hacia Kenthurst, «como el fénix».
Fiona se rió, consciente de que Noni ni siquiera habría sabido qué era el fénix. «Has llegado muy lejos, cariño», se felicitó, «muy, muy lejos. Merece la pena ponerse un poco nerviosa para demostrarle a la madre de Philip hasta dónde has llegado».
En ese momento salía el sol y el reflejo de los rayos en el coche rebotaba directamente hacia sus ojos. Fiona buscó las gafas de sol que guardaba en la guantera de la puerta, se las puso y sonrió.
Quince minutos más tarde pasó por delante de la casa de los Forsythe, dejó de sonreír y frunció el ceño.
La casa había cambiado en esos diez años. No sólo el muro de ladrillo que rodeaba la propiedad, sino que le parecía más pequeña y menos intimidadora. Seguía siendo una mansión imponente, la fachada era imitación del estilo Georgiano y estaba situada en lo alto de una colina, a una altura suficiente como para poder tener una vista de trescientos sesenta grados de los alrededores.
Fiona detuvo el coche y observó la casa. «¡Claro! ¡Qué tonta! No era la casa lo que había cambiado, sino su manera de percibirla. Después de todo ya no le impresionaban las mansiones ni la intimidaba la riqueza.
Volvió a sonreír, dio la vuelta y se dirigió hacia el camino de entrada. La reja de hierro estaba abierta, a pesar de la cámara de seguridad que había encima de la columna y del intercomunicador colocado en el poste.
Dejar las rejas abiertas era una imprudencia, pero quizá Kathryn las había abierto porque esperaba su llegada. Su reloj marcaba las once menos dos minutos. Fiona entró, miró por el retrovisor y comprobó que la reja seguía abierta.
«Bueno», pensó y se encogió de hombros. La seguridad de Kathryn Forsythe no era su problema.
La familia de Philip no era tan importante como la de sus tíos. Su tío Harold era un industrial, poseía varias fábricas de comestibles y un montón de caballos de carreras. Su tío Arnold era un pez gordo de la prensa y de la hostelería.