Amigos del alma. Teresa Southwick
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Amigos del alma - Teresa Southwick страница 3
–¡La comida! –la llamó.
–No tengo hambre.
–He pedido que suban una botella de vino.
–Todavía falta mucho para la hora feliz –replicó Rosie con sarcasmo.
Steve se alegraba de no estar en la misma habitación que ella. Una Marchetti enojada era un espectáculo de cuidado. Cuando se le pasara el enfado, trataría de animarla con un poco de vino.
–Es del que te gusta. Supongo que es lo menos que podía hacer.
–Supones mal. Además, ¿tú qué sabes qué vino me gusta a mí? – respondió ella.
Lo sabía. Llevaba años observándola con disimulo en las reuniones familiares y había memorizado todos los detalles referentes a Rosie.
–Lárgate y déjame en paz –añadió ella, segundos después.
Steve se dio media vuelta y se mesó su corto pelo. Le desagradaba haber herido a Rosie, pero sólo había hecho el trabajo que le habían encargado. Ya había cumplido con su misión y podía irse. Los Marchetti le habían ofrecido el refugio que tenían en la montaña para que pasase unos días. Hacía años que no se tomaba un respiro y estaba deseando un poco de tranquilidad. Como estaban a mediados de enero, era probable que hubiese nieve. Ya habían finalizado las vacaciones, no habría turistas… pero no podía dejar así a Rosie; no hasta que saliera del baño y la llevara junto a su madre.
Miró con agrado la decoración de la suite, con muebles de madera relucientes y combinaciones de colores elegidas por algún experto diseñador de interiores. ¿Quién habría imaginado que un hombre como él se encontraría metido en un sitio así de lujoso? Aunque, por otra parte, los años habían suavizado el carácter arisco del niño delgaducho que había sido.
Un niño que no había conocido a su padre y cuya madre lo había abandonado en una parada de autobús de Los Ángeles. Había crecido en un orfanato, junto a otros chicos iguales que él, furiosos y resentidos.
Oyó un grifo abierto en el baño. Rosemarie Teresa Christina Marchetti. Steve sonrió. Por suerte, se había alejado del mal camino cuando Nick, el hermano de Rosie, se había cruzado en su vida. Se habían hecho grandes amigos y la familia Marchetti había cuidado de él como si de un hijo más se tratase.
La oyó moverse y se quedó pensativo: no sabía qué era peor: si aquel encierro ya prolongado o hacerle frente cuando saliese. Esperaba que no estuviese muy furiosa con él, pero, sobre todo, no quería verla llorar.
Se estaba comportando con una calma nada habitual en ella, lo cual lo ponía nervioso. Y aunque temía el momento en que estallara la tormenta, lo prefería a proseguir con aquel enfado sordo y silencioso. Tenía que llevarla a casa cuanto antes para que alguien la consolara cuando rompiese a llorar.
–¿Steve? –lo llamó Rosie, tras abrir la puerta del baño.
–¿Qué?
Se había quitado el vestido de seda beige y estaba más guapa incluso con el suéter y la camiseta blanca de debajo. Para la boda, se había recogido su negro y rizado cabello en un moño, mientras que ahora se le estaba soltando… como si acabara de salir de la cama de un hombre. Ese pensamiento despertó una llamarada de deseo en Steve.
Pero hacía tiempo que había aprendido que era mejor no pensar en Rosie en ese sentido. Nick nunca lo había dicho con tales palabras, pero le había dejado claro que debía pensar en ella como en una hermana… lo que le impedía ponerle las manos encima. Y él siempre había aceptado su función de hermano protector.
–¿Por qué lo has hecho? –le preguntó Rosie–. Podías haberle dicho que no.
–¿A tu madre?
–No, a Olivia, la novia de Popeye… ¡Pues claro que a mi madre! Cuando te pidió que arruinaras mi boda, podías haberle dicho que no caerías tan bajo.
Tenía razón, pero Steve no era capaz de sentirse culpable. No se arrepentía en absoluto. Había creado una empresa, había ganado mucho dinero como asesor y nunca se había sentido tan satisfecho de haber hecho un buen trabajo como en esos momentos.
Porque Rosie era una mujer entre un millón y había estado a punto de cometer un error fatal.
Ella no lo sabía, pero estaba mejor sola que casada con el bobo arribista de Wayne. Enfrentarse a éste y no darle un buen puñetazo había sido una de las cosas más difíciles de su vida. Sobre todo, después de que empezara a contar mentiras sobre Rosie.
–Ya sabes por qué no podía negarme –respondió Steve por fin.
–No, no lo sé. Es muy sencillo: sólo tienes que abrir la boca y pronunciar una sílaba: no. Así de fácil.
–Jamás podré pagar a tus padres todo lo que han hecho por mí.
–Ya les has devuelto el préstamo de la universidad –repuso ella–. Con intereses.
–No se trata de dinero.
–Se trata de cuando eras un niño y mi padre te sorprendió robando en su restaurante y, en vez de llamar a la policía, te dio trabajo, ¿no?
–Exacto.
–Eso no te convierte en su esclavo.
–¿Esclavo? Rosie, has leído demasiados libros en esa librería que tienes.
–Lo digo en serio, Steve. Estoy de acuerdo en que mis padres te echaron una mano, pero no tienes que sacrificarte por ellos eternamente. Les basta con que hayas salido adelante con éxito.
–Ya sé que no me exigen nada.
–Pero estás de su parte.
–No estoy de parte de nadie; y no se trata de una situación en la que estás tú contra todos.
–¿No? –Rosie se mordió el labio inferior.
Cuanto más hablaba, más se convencía Steve de que ya habría llorado en el baño. La miró: no tenía los ojos hinchados, ni la nariz roja… No, la tormenta no había descargado todavía.
Parecía enfadada, lo que era más que lógico, pues acababan de reventarle su boda. Pero lo superaría. Además, al hablar de las cosas que le gustaban de Wayne no había dicho que lo quisiera. Aunque no le agradase la idea, sabía que Rosie no estaría sola mucho tiempo. Sólo esperaba que tuviera mejor ojo al escoger a su siguiente pareja. Una chica como Rosie se merecía lo mejor.
–Lo has estropeado todo –dijo ésta mientras sacaba el neceser en que guardaba el maquillaje.
–Puede que ahora así te lo parezca, pero dale tiempo. Ya verás…
–Lo que has hecho no cambiará por más tiempo que pase. Has destruido mi vida –lo acusó con resentimiento–. Tú y mi madre.
Steve