Amigos del alma. Teresa Southwick
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Cruzó los brazos sobre el pecho, como preparado a escuchar una confesión. Pero ella no se sinceraría con él. Hacía mucho que él le había dado la espalda y había dejado de abrirle su corazón en conversaciones amistosas.
–No pienso hablar contigo –añadió Rosie, aun siendo ella la única que lo estaba haciendo–. De hecho, me gustaría que te marcharas. Vuelve con mi madre y dile que ya has cumplido tu misión.
–Sí voy a irme. Pero no lo haré sin ti. Tengo dos billetes de avión para Los Ángeles y vamos a utilizarlos… en cuanto hayamos comido.
–Come tú, yo no tengo hambre –rehusó ella, al tiempo que se cubría el vientre con los brazos.
–Tienes que tomar algo. ¿Desde cuándo rechazas una invitación a comer?
–Desde que me plantaron en el altar y me rompieron el corazón.
–Ojalá no hubiera sido necesario llegar a estos extremos –comentó Steve–. Sabes que lamento esto tanto como tú.
Y era cierto que parecía triste, cansado, como si hiciera días que no pegaba ojo. Pero no podía compadecerse de él.
–No puedes sentirlo tanto como yo –repuso Rosie.
–En serio, ojalá las cosas hubieran podido ser de otra manera – repitió Steve–. Venga, ¿por qué no intentas comer un poco? He pedido tu plato favorito: filete con patatas gratinadas y espárragos –especificó, al tiempo que le enseñaba los platos que les habían subido a la suite.
El olor le produjo una arcada. Se llevó una mano a la boca, corrió al cuarto de baño y cerró de un portazo. No le costó mucho expulsar lo poco que había desayunado. Luego, se limpió la boca y se miró al espejo.
–¿Ro? –la llamó Steve, golpeando la puerta con suavidad.
–Márchate.
–¿Estás bien?
–Sí, márchate.
–¿Puedo entrar?
–No, que te marches.
La puerta se abrió. La miró a la cara, se sentó sobre el bidé, remojó un paño en agua y lo pasó por la frente y la nuca de Rosie.
Aunque le había pedido que se marchara, debía admitir que el calor de su proximidad y el cuidado con que la atendía le agradaban. Por más que la molestara reconocerlo, Steve se estaba portando con más amabilidad que Wayne desde que éste se había enterado de su embarazo. Pero Steve le había destrozado la boda. Tenía que echarlo de su lado…
–¿Para cuándo es el bebé? –preguntó él, de repente, sin rodeos.
–¿Qué bebé? –Rosie se quedó boquiabierta–. Sólo era una broma; una reacción nerviosa por…
–Rosie, no soy tonto –la interrumpió Steve.
–¿Y eso qué significa?
–Wayne me dijo que ibas a tener un bebé. Pensé que me estaba mintiendo para sacarme más dinero –explicó Steve–. Estás embarazada, ¿verdad?
Rosie le sostuvo la mirada azul durante unos segundos y asintió impotente. Luego, apoyó una mejilla sobre su hombro consolador y deseó permanecer así toda su vida.
–Antes de que lo preguntes, el padre es Wayne –se adelantó ella.
–No iba a preguntártelo –dijo Steve–. ¿Quieres que lo encuentre? Seguro que podría…
–Ni hablar –atajó Rosie, la cual se puso en pie para apartarse del refugio que le ofreció Steve–. Es demasiado patético. Jamás me casaría con un hombre que ha aceptado un soborno de mi familia para que se separara de mí.
–De acuerdo… ¿qué vas a hacer? –le preguntó, varios segundos después.
–Antes creía que iba a casarme –lo castigó–. Pero ya no estoy segura de nada, salvo de una cosa.
–¿De qué?
–De que quiero tener al bebé –afirmó Rosie. Steve asintió con la cabeza–. Voy a tenerlo –reforzó.
–Muy bien.
–Cuando mi madre sufrió el infarto, pensó que iba a morirse. Me dijo que le daba mucha lástima no conocer a sus nietos.
–No creo que lo dijera para que tú…
–Ya lo sé –se anticipó Rosie–. Yo no he planeado esto, Steve. Ha sido un accidente. Las cosas suceden… La vida se desordena y no te queda más remedio que luchar por reencontrar el equilibrio.
–¿Y piensas que el bebé te ayudará a estabilizarte?
–Voy a tenerlo –repitió Rosie.
–¿Cuándo darás a luz?
–Dentro de seis meses –respondió.
–Y ahora estás con las náuseas matutinas, ¿no?
–Los Marchetti nunca hacemos las cosas a medias –contestó Rosie, encogiéndose de hombros.
Steve asintió con aire ausente. Seguía sentado sobre el bidé y miraba con intensidad su vientre, buscando pruebas de la existencia del bebé. Ella misma estaba deseando notar sus primeros movimientos, la experiencia de recibir una patadita…
Por otra parte, tenía la esperanza de que nadie advirtiera su embarazo durante cierto tiempo… Si se hubiera casado con Wayne, le habría dado igual, pues ella habría tenido un marido y un padre para el bebé.
Después de sus padres, sería su hermano Nick quien peor encajaría la noticia. Él siempre la había protegido mucho. Como Steve. La mirada de él ascendió hacia sus pechos, hacia los labios, donde se detuvo un momento antes de fijarse en sus ojos.
–Seis meses no es mucho tiempo –comentó Steve por fin, tras suspirar y ponerse de pie. Se mesó el pelo y consultó la hora–. Cuanto antes lo sepa tu madre, mejor. ¿Tienes la maleta hecha? El avión sale dentro de…
–Ve tú, yo me quedo –le interrumpió Rosie, mientras Steve salía ya del baño.
La miró con dureza mientras procuraba controlar su frustración. Quería dejarla junto a su madre y poder disfrutar de la tranquilidad del refugio en la montaña que los Marchetti le habían ofrecido. Quería olvidar su participación en ese lío.
Maldijo a Wayne por enésima vez. Si no hubiera sido tan rastrero, no habría aceptado el soborno y todo habría salido bien. Pero el muy codicioso no lo había dudado. Deseó estar cara a cara con Wayne durante cinco minutos para ajustarle las cuentas… Lo que tenía que hacer era aprovechar uno de los billetes de avión y largarse. Pero no podía. No en esas circunstancias.
El embarazo lo cambiaba todo.
La situación le había parecido muy sencilla al principio: bastaba con disuadir a Wayne