Andanzas de un inútil. Joseph von Eichendorff
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—Me dirijo a «V.».
Las damas hablaron entre ellas en un idioma que yo no comprendía.
La joven negó varias veces con la cabeza, pero la otra sonreía y, al cabo de un rato, me dijo:
—Súbase al coche, también nosotras vamos a «V.».
¡Qué felicidad! Hice una reverencia y subí de un salto. El cochero hizo restallar el látigo y salimos disparados por la carretera; el viento casi se lleva mi sombrero.
Atrás quedaba el pueblo, sus jardines e iglesias, y delante veía otros pueblos, castillos y montañas. A mis pies se sucedían los campos sembrados, los arbustos y las praderas, mientras sobre mi cabeza cientos de alondras volaban en el cielo azul. Me daba vergüenza gritar de alegría, pero en mi interior clamaba de júbilo, y con tanto ardor que zapateaba en el estribo y casi pierdo el violín que llevaba bajo el brazo. El sol ascendía, el horizonte se cubrió de densas nubes blancas y no había nada en el cielo ni en las extensas praderas. El aire era sofocante, todo estaba en silencio y solo los campos de trigo se mecían con suavidad. En ese momento añoré el pueblo, y añoré a mi padre, el molino, la fresca sombra junto al estanque, y comprendí que todo había quedado atrás. Sentí la extraña sensación de que algo me obligaba a regresar de inmediato.
Arropé el violín en mi chaqueta y, sumido en mis pensamientos, me acomodé en el pescante y me quedé dormido.
Cuando abrí los ojos, el carruaje estaba parado bajo unos tilos. Detrás de los árboles una ancha escalera flanqueada de columnas conducía a un pomposo palacio. A través de los árboles podía distinguir las torres de «V.». Al parecer, las damas se habían bajado hacía tiempo, pues los caballos ya habían sido desenganchados. Me asustó un poco mi soledad y me dirigí aprisa al palacio. En ese instante oí risas procedentes de las altas ventanas del edificio.
En el palacio me pasaron cosas muy raras. Curioseaba por el enorme vestíbulo cuando, de repente, alguien me tocó el hombro con un bastón. Me di la vuelta y descubrí a un caballero muy alto, vestido de traje de gala, con una banda de oro y seda que le colgaba hasta la rodilla, un bastón plateado en la mano y una larga y curvada nariz que asomaba en su cara. Se plantó delante de mí como un pavo real y me preguntó qué quería. Yo, totalmente aturdido, no pude pronunciar palabra.
Veía sirvientes que subían y bajaban que, sin decir palabra, no me quitaban ojo. Por fin vino hacia mí una doncella que me dijo que, puesto que yo era un chico encantador, su excelencia me ofrecía un trabajo de ayudante de jardinero.
Me llevé la mano al bolsillo. Las pocas monedas que tenía se me habían caído, posiblemente por el traqueteo del carruaje. Solo tenía la música de mi violín, y por ella el señor del bastón —según me dio a entender— no iba a darme ni un centavo. Aturdido, respondí a la doncella que aceptaba la oferta, mientras, de reojo, observaba la inquietante figura del caballero del bastón, que, tras pavonearse por el vestíbulo arriba y abajo, como el péndulo de un reloj, se acercaba con un aire majestuoso y terrible. Por fin llegó el jardinero, murmuró algo similar a «¡Vaya gentuza de campesinos!», y me condujo al jardín sermoneándome que tendría que trabajar mucho, no vaguear, no dedicarme a las artes que no dan de comer ni a los asuntos que no dan beneficio, porque, así, tal vez algún día podría llegar a ser alguien.
Me dio más consejos simpáticos y útiles, pero ya se me han olvidado. De todos modos, no tenía ni idea de cómo había ido a parar allí ni qué era lo que estaba pasando, y me limitaba a responder a todo con una afirmación. Me sentía como un pájaro con las alas mojadas. A Dios gracias, tenía trabajo para ganarme el sustento.
En el jardín se vivía muy bien; había comida caliente a diario y tenía dinero para vino, más del que necesitaba; por desgracia, el trabajo era duro.
Me gustaba cuidar los templos, los cenadores y los emparrados, aunque más me hubiera gustado pasear y mantener amables conversaciones, como hacían las damas y los caballeros que venían a diario. Tan pronto el jardinero se ausentaba, encendía mi pequeña pipa e imaginaba las frases galantes que dirigiría a la joven dama que me trajo al palacio y de qué modo pasearía con ella por aquí. O bien me imaginaba tumbado bajo el sofocante calor de la tarde, cuando todo queda en silencio y solo se oye el zumbido de las abejas, viendo pasar las nubes en dirección a mi pueblo, la hierba y las flores mecidas por la brisa, y yo pensando en la dama. Alguna vez la hermosa dama realmente paseaba por el jardín llevando una guitarra o un libro, majestuosa y apacible como un ángel, y yo no sabía si soñaba o estaba despierto.
Un día que me dirigía al trabajo, al pasar por un pabellón, empecé a cantar:
Allá por donde camino,
por campos, bosques y valles,
contemplo el azul del cielo.
¡A ti siempre te saludo,
mi bella y noble señora!
Descubrí de pronto, entre las persianas y las flores del pabellón, dos hermosos ojos que me observaban desde la umbrosa oscuridad. Asustado, dejé de cantar y, sin mirar atrás, proseguí mi camino.
Esa misma tarde, en mi caseta, cuando tocaba mi violín regocijándome de que al día siguiente era domingo y recordaba vivamente aquellos ojos radiantes, una doncella apareció de improviso entre las sombras:
—Mi señora os envía un presente para que lo bebáis a su salud. Que tengáis buena noche. —Con esas palabras puso una botella de vino en el alféizar y, como una salamandra, desapareció entre los arbustos y las flores.
Durante un rato, con la botella a la vista, no acertaba a comprender.
Había estado tocando alegremente el violín; entonces lo tañí con más alegría, con mayor ánimo, y canté todas las estrofas de la canción de la bella señora, y luego mi repertorio entero, hasta que se despertaron los ruiseñores y la luna y las estrellas brillaron en el cielo. ¡Qué noche más hermosa!
Al nacer, nadie sabe qué nos deparará el futuro: «Una gallina ciega también encuentra grano». «Quien ríe el último…». «El hombre propone y Dios dispone». En esas cosas cavilaba al día siguiente, mientras fumaba mi pipa sentado en el jardín, con la extraña sensación de ser un canalla.
En contra de mi costumbre, madrugaba todos los días y me levantaba antes que el jardinero y los demás trabajadores. A esa hora el jardín exhibía una insospechada belleza. Las flores, las fuentes y los arriates resplandecían al sol como el oro y las piedras preciosas. En los paseos de hayas se respiraba el aire fresco y recogido de una iglesia, una quietud sobrecogida por el aleteo de los pájaros que picoteaban en la arena. Ante el palacio, debajo de la ventana donde dormía la bella dama, había un gran arbusto y allí me escondía, a primera hora, para vigilar, pues me faltaba coraje para hacerlo a las claras. Así pues, la veía a diario, contemplaba a la más hermosa de las criaturas asomada a la ventana, aún medio dormida, con un vestido blanco como la nieve. Trenzaba sus mechones morenos y su mirada erraba caprichosa por el jardín. A veces reunía en un ramillete algunas flores del alféizar y, en otras ocasiones, tomaba la guitarra con sus blancos brazos y cantaba. Al recordar esas canciones me invade la tristeza y mi corazón se estremece. ¡Ay, cuánto tiempo ha pasado!
Aquello duró poco más de una semana. Un día, estando ella en la ventana y el silencio alrededor, una maldita mosca me importunó la nariz y empecé a estornudar sin poder parar. Ella se inclinó y me descubrió,