Andanzas de un inútil. Joseph von Eichendorff
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Pasaron muchos días sin que la volviera a ver; no venía al jardín ni se asomaba a la ventana. El jardinero me llamaba holgazán, y yo me sentía tan desconsolado que no veía más allá de mis narices.
Una tarde de domingo me quedé pensativo, tumbado en el jardín, mientras miraba el humo de mi pipa, enfadado conmigo mismo por no tener otro trabajo. Los otros mozos habían ido, con sus mejores galas, al baile del pueblo cercano. Allí reinaba la alegría con las idas y venidas de gente engalanada que se movía entre las casetas iluminadas y los organillos en el aire cálido de la tarde. Yo, en cambio, me mecía cual garza entre los juncos de un estanque solitario en una barca amarrada a la orilla. En la lejanía se oían las campanas vespertinas. A mi lado pasaban los cisnes y yo tenía oprimido el corazón.
De pronto, se oyó a lo lejos un tumulto de animadas conversaciones y risas que se aproximaban; a través de los arbustos divisé pañuelos rojos, blancos, sombreros, plumas y un tropel de damas y caballeros, procedentes de palacio, en el que venían mis dos queridas damas. Me incorporé con la intención de alejarme, pero en ese instante me vio la mayor de las damas:
—¡Ay! No podíamos haberlo planeado mejor —dijo entre risas—. ¿Por qué no nos lleva a la otra orilla del estanque?
Sin dudarlo, aunque con reparo, las señoras empezaron a meterse en la barca y ellos, haciéndose los valientes, las ayudaron a subir. Una vez acomodadas, empujé la barca. Uno de los hombres, de pie en la parte delantera, hizo que la embarcación se balanceara, y las señoras se movían con espanto al ritmo de la barca y algunas gritaban de miedo. Sentada en la borda, la bella dama, sonriente, sostenía un lirio con el que rozaba las aguas. Su imagen se reflejaba en el agua, con las nubes y los árboles; parecía que pasara un ángel en la profundidad del cielo azul.
Mientras la contemplaba embelesado, la otra dama, gordita y vivaracha, me pidió que cantara una canción. Al instante, un joven delicado que llevaba gafas se dio la vuelta y, besándole la mano, dijo:
—¡Qué idea tan oportuna! Una canción popular cantada en el campo por el pueblo es la esencia del alma nacional.
No obstante, respondí que no sabía ninguna que fuera adecuada para sus excelencias. Entonces saltó la doncella respondona, de la que no me había percatado hasta ese momento, sentada en silencio a mi lado con una cesta llena de tazas y botellas:
—Conoce una canción preciosa sobre una bella señora.
—Sí, sí, que la cante —añadió la dama opulenta.
Me sonrojé de pies a cabeza. Entonces, la bella dama levantó los ojos del agua y me dirigió una mirada que me estremeció. Así que, ni corto ni perezoso, canté con todo el ímpetu de mi corazón:
Allá por donde camino,
por campos, bosques y valles,
contemplo el azul del cielo.
¡A ti siempre te saludo,
mi bella y noble señora!
Encuentro en mi jardín flores
hermosas y delicadas;
coronas haré con ellas,
trenzaré mis pensamientos,
cumplidos y cortesías.
A ella no podré ofrecerlas;
es tan noble y es tan bella
que se marchitan las flores.
El amor no tiene igual,
perdura en el corazón.
Parezco lleno de vida,
pero trabajo y trabajo;
si el corazón se me rompe,
cavando sigo cantando;
pronto cavaré mi tumba.
Llegamos a tierra y todos descendieron de la barca. Algunos caballeros se habían burlado de mí ante las damas; lo vi en sus miradas y lo noté en sus cuchicheos mientras cantaba. El joven de las gafas me dio la mano al salir y me dijo algo que no entendí; la mayor de mis damas asentía amablemente con la cabeza. La bella dama, que había mantenido todo el tiempo la mirada baja mientras escuchaba la canción, salió sin pronunciar palabra. Con lágrimas en los ojos, el corazón me latía de dolor y vergüenza. En ese momento me percaté de lo hermosa que era ella y de lo pobre que era yo, escarnecido y perdido en el mundo. Cuando todos desaparecieron tras los arbustos, no pude soportarlo. Me arrojé al suelo y lloré amargamente.
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