Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós biblioteca iberica

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que en la madriguera de los Idos reinaba. La esposa era una infeliz mujer, mártir del trabajo y de la inanición, humilde, estropeadísima, fea de encargo, mal pergeñada. Él ganaba poco, casi nada. Vivía la familia de lo que ganaban el hijo mayor, cajista, y la hija, polluela de buen ver que aprendía para peinadora.

      Una mañana, dos días después de la visita de Ido, Blas avisó que en el recibimiento estaba el hombre aquel de los pelos tiesos. Quería hablar con la señorita. Venía muy pacífico. Jacinta fue allí, y antes de llegar ya estaba abriendo su portamonedas.

      —Señora—le dijo Ido al tomar lo que se le daba—, estoy agradecidísimo a sus bondades; pero ¡ay!, la señora no sabe que estoy desnudo... quiero decir, que esta ropa que llevo se me está deshaciendo sobre las carnes... Y naturalmente, si la señora tuviera unos pantaloncitos desechados del señor D. Juan...

      —¡Ah! Sí... buscaré. Vuelva usted.

      —Porque la señora doña Guillermina, que es tan buena, nos socorrió con bonos de carne y pan, y a Nicanora le dio una manta, que nos viene como bendición de Dios, porque en la cama nos abrigábamos con toda mi ropa y la suya puesta sobre las sábanas...

      —Descuide usted, Sr. del Sagrario; yo le procuraré alguna prenda en buen uso. Tiene usted la misma estatura de mi marido.

      —Y a mucha honra... Agradecidísimo, señora; pero créame la señora, se lo digo con la mano puesta en el corazón: más me convendría ropa de niños que ropa de hombre, porque no me importa estar desnudo con tal que mis chicos estén vestidos. No tengo más que una camisa, que Nicanora, naturalmente, me lava ciertas y determinadas noches mientras duermo, para ponérmela por la mañana... pero no me importa. Anden mis niños abrigados, y a mí que me parta una pulmonía.

      —Yo no tengo niños—dijo la dama con tanta pena como el otro al decir «no tengo camisa».

      Maravillábase Jacinta de lo muy razonable que estaba el corredor de obras. No advirtió en él ningún indicio de las extravagancias de marras.

      «La señora no tiene hijos... ¡Qué lástima!—exclamó Ido—. Dios no sabe lo que se hace... Y yo pregunto: si la señora no tiene niños, ¿para quién son los niños? Lo que yo digo... ese señor Dios será todo lo sabio que quieran; pero yo no le paso ciertas cosas».

      Esto le pareció a la Delfina tan discreto, que creyó tener delante al primer filósofo del mundo; y le dio más limosna.

      «Yo no tengo niños —repitió—, pero ahora me acuerdo. Mis hermanas los tienen...».

      —Mil y mil cuatrillones de gracias, señora. Algunas prendas de abrigo, como las que repartió el otro día doña Guillermina a los chicos de mis vecinos, no nos vendrían mal.

      —¿Doña Guillermina repartió a los vecinos y a usted no?... ¡Ah!, descuide usted; ya le echaré yo un buen réspice.

      Alentado por esta prueba de benevolencia, Ido empezó a tomar confianza. Avanzó algunos pasos dentro del recibimiento, y bajando la voz dijo a la señorita:

      «Repartió doña Guillermina unos capuchoncitos de lana, medias y otras cosas; pero no nos tocó nada. Lo mejor fue para los hijos de la señá Joaquina y para el Pitusín , el niño ese... ¿no sabe la señora?, ese chiquillín que tiene consigo mi vecino Pepe Izquierdo... un hombre de bien, tan desgraciado como yo... No le quiero quitar al Pitusín la preferencia. Comprendo que lo mejor debe caerle a él por ser de la familia.

      —¿Qué dice usted, hombre? ¿De quién habla usted?—indicó Jacinta sospechando que Ido se electrizaba. Y en efecto, creyó notar síntomas de temblor en el párpado.

      «El Pitusín —prosiguió Ido tomándose más confianza y bajando más la voz—, es un nene de tres años, muy mono por cierto, hijo de una tal Fortunata, mala mujer, señora, muy mala... Yo la vi una vez, una vez sola. Guapetona; pero muy loca. Mi vecino me ha enterado de todo...

      Pues como decía, el pobre Pitusín es muy salado... ¡más listo que Cachucha y más malo...! Trae al retortero a toda la vecindad. Yo le quiero como a mis hijos. El señor Pepe le recogió no sé dónde, porque su madre le quería tirar...».

      Jacinta estaba aturdidísima, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza. Oía las palabras de Ido sin acertar a hacerle preguntas terminantes. ¡Fortunata, el Pitusín !... ¿No sería esto una nueva extravagancia de aquel cerebro novelador?

      «Pero, vamos a ver...—dijo la señorita al fin, comenzando a serenarse—. Todo eso que usted me cuenta, ¿es verdad o es locura de usted?... Porque a mí me han dicho que usted ha escrito novelas, y que por escribirlas comiendo mal, ha perdido la chaveta».

      —Yo le juro a la señora que lo que le he dicho es el Santísimo Evangelio—replicó Ido poniéndose la mano sobre el pecho—. José Izquierdo es persona formal. No sé si la señora lo conocerá. Tuvo platería en la Concepción Jerónima, un gran establecimiento... especialidad en regalos para amas... No sé si fue allí donde nació el Pitusín ; lo que sí sé es que, naturalmente, es hijo de su esposo de usted, el señor D. Juanito de Santa Cruz.

      —Usted está loco —exclamó la dama con arranque de enojo y despecho—. Usted es un embustero... Márchese usted.

      Empujole hacia la puerta mirando a todos lados por si había en el recibimiento o en los pasillos alguien que tales despropósitos oyera. No había nadie. D. José se deshizo en reverencias; pero no se turbó porque le llamaran loco.

      «Si la señora no me cree —se limitó a decir—, puede enterarse en la vecindad...».

      Jacinta le retuvo entonces. Quería que hablase más.

      «Dice usted que ese José Izquierdo... Pero no quiero saber nada. Váyase usted».

      Ido había traspasado el hueco de la puerta, y Jacinta cerró de golpe, a punto que él abría la boca para añadir quizás algún pormenor interesante a sus revelaciones. Tuvo la dama intenciones de llamarle. Figurábase que al través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpado tembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de un animal dañino. «No, no abro... —pensó—. Es una serpiente... ¡Qué hombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero». Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de más explicaciones. En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñá cargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo y huyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que le conocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombre había producido en su alma.

      ¡Cómo estuvo aquel día la pobrecita! No se enteraba de lo que le decían, no veía ni oía nada. Era como una ceguera y sordera moral, casi física. La culebra que se le había enroscado dentro, desde el pecho al cerebro, le comía todos los pensamientos y las sensaciones todas, y casi le estorbaba la vida exterior. Quería llorar; ¿pero qué diría la familia al verla hecha un mar de lágrimas? Habría que decir el motivo... Las reacciones fuertes y pasajeras de toda pena no le faltaban, y cuando aquella marca de consuelo venía, sentía breve alivio. ¡Si todo era un embuste, si aquel hombre estaba loco...! Era autor de novelas de brocha gorda y no pudiendo ya escribirlas para el público, intentaba llevar a la vida real los productos de su imaginación llena de tuberculosis. Sí, sí, sí: no podía ser otra cosa: tisis de la fantasía. Sólo en las novelas malas se ven

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