Obras de Jack London. Jack London
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Читать онлайн книгу Obras de Jack London - Jack London страница 16
El polaco rió con desprecio aún mayor.
-Ordena que me desaten las manos y los pies y hablaremos -dijo.
El jefe de la tribu dio la señal. Cuando se vio libre, Subienkow lió un cigarro y lo encendió.
-Esto es absurdo -dijo Makamuk-. No existe tal medicina. No puede ser. Nada puede resistir al filo del cuchillo -Makamuk no lo creía... y, sin embargo, dudaba. Los ladrones de pieles habían llevado a cabo ante sus ojos demasiados milagros. No podía desoír sus palabras totalmente-. Te daré tu vida y no serás mi esclavo -anunció.
-Quiero más que eso -Subienkow se mostraba tan sereno como si regateara por una piel de zorro-. Es una medicina milagrosa. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones. Quiero un trineo con perros, y que seis de tus cazadores viajen conmigo río abajo hasta que me encuentre a una jornada de distancia del fuerte Michaelovski.
-Tienes que quedarte entre nosotros y enseñarnos todas tus artes -fue la respuesta.
Subienkow se encogió de hombros y guardó silencio. Exhaló el humo de su cigarrillo en el aire helado y miró con curiosidad lo que quedaba del gran cosaco.
-Mira esa cicatriz -dijo Makamuk de pronto, señalando el cuello del polaco, donde un trazo lívido delataba la cuchillada recibida una vez en una escaramuza de Kamchatka-. Tu medicina no sirve de nada. El filo de hierro fue más fuerte que ella.
-El hombre que me hirió era muy fuerte -Subienkow meditó-. Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él.
De nuevo rozó con la punta del mocasín el cuerpo del cosaco. Había perdido el sentido, ofrecía un espectáculo estremecedor y, sin embargo, la vida seguía aferrada a su cuerpo torturado por el dolor, y se resistía a abandonarlo.
-Además, la medicina era débil. En ese lugar no crecían las bayas necesarias. En cambio, ustedes la tienen en abundancia. Mi medicina aquí será fuerte.
-Te dejaré ir río abajo -dijo Makamuk-, y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores que has pedido para que te acompañen hasta que te halles a salvo.
-Tardaste en decidirte -fue la fría respuesta-. Has ofendido a mi medicina al no aceptar inmediatamente mis condiciones. Ahora pido más. Quiero cien pieles de castor -Makamuk hizo una mueca irónica-. Quiero también cien libras de pescado seco -Makamuk asintió porque el pescado allí era abundante y barato-. Quiero dos trineos, uno para mí y otro para transportar las pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvas mi rifle. Si no aceptas en pocos minutos, el precio subirá más.
Yakaga susurró algo al oído del jefe.
-¿Cómo sabré que tu medicina obra el milagro que dices? -preguntó Makamuk.
-Eso será fácil. Primero iré al bosque...
Yakaga volvió a susurrar al oído de Makamuk, que negó con gesto de recelo.
-Manda a veinte cazadores conmigo -continuó Subienkow-. Tengo que recoger las bayas y las raíces con que fabricar la medicina. Cuando hayas traído a mi presencia los dos trineos y los hayan cargado con el pescado y las pieles de castor y el rifle, y cuando hayas seleccionado a los seis cazadores que han de acompañarme, cuando todo esté listo me frotaré el cuello con la medicina y pondré la cabeza sobre ese tronco. Entonces ordenarás al más fuerte de tus cazadores que aseste tres hachazos sobre mi cuello. Tú mismo puedes hacerlo, si así lo deseas.
Makamuk permaneció en pie con la boca entreabierta, empapándose en aquella última y más portentosa de las maravillas de los ladrones de pieles. -Pero primero -añadió apresuradamente el polaco-, entre hachazo y hachazo has de permitirme que me aplique la medicina. El hacha es fuerte y pesada y no puedo arriesgarme a cometer un error.
-Todo lo que has pedido será tuyo -dijo Makamuk, apresurándose a aceptar-. Comienza a preparar tu medicina.
Subienkow ocultó como pudo su alegría. Era aquella una partida desesperada y no podía permitirse el menor desliz. Habló con arrogancia.
-Has sido lento. Mi medicina se ha ofendido. Para enmendar la ofensa habrás de darme a tu hija.
Señaló a la muchacha, una criatura de expresión maligna, con una nube en un ojo y afilados dientes de lobo. Makamuk se enfureció, pero el polaco seguía imperturbable. Lió y encendió otro cigarro.
-Date prisa -le amenazó-. Si no te decides enseguida, pediré más.
En el silencio que siguió, la tenebrosa escena nórdica se esfumó ante sus ojos, y vio una vez más su tierra natal, y Francia, y en un momento que miraba a la muchacha de dientes de lobo recordó a otra muchacha, una bailarina y cantante que había conocido cuando, muy joven, había ido por primera vez a París.
-¿Para qué quieres a la muchacha? -le preguntó Makamuk.
-Para que me acompañe en mi viaje -Subienkow la estudió con ojo crítico-. Será una buena esposa y constituirá un honor digno de mi medicina emparentar con una mujer de tu sangre.
De nuevo recordó a la bailarina y tarareó en voz alta una canción que ella le había enseñado. Revivía su pasado, pero de un modo impersonal, lejano, mirando las imágenes de su juventud como si se trataran de fotografías impresas en el libro de la vida de otra persona. La voz del jefe rompió abruptamente el silencio sacándolo de su abstracción.
-Así se hará -dijo Makamuk-. La muchacha irá contigo. Pero quedamos de acuerdo en que seré yo quien descargue los tres hachazos sobre tu cuello.
-Pero recuerda que antes de cada uno de ellos habré de aplicarme la medicina -contestó Subienkow, poniendo una ligera nota de ansiedad en la pregunta.
-Te aplicarás la medicina antes de cada hachazo. Aquí están los cazadores que se encargarán de impedir tu huida. Ve al bosque y recoge lo que necesites para tu medicina.
La fingida rapacidad del polaco había convencido a Makamuk. Sólo la más maravillosa de las medicinas podía impulsar a un hombre amenazado de muerte a regatear como una anciana.
-Además -susurró Yakaga cuando el polaco hubo desaparecido entre los abetos, acompañado de su escolta-, cuando tengas el secreto de la medicina puedes matarle.
-¿Cómo podré matarle? -respondió Makamuk-. Su medicina me impedirá hacerlo.
Subienkow no perdió mucho tiempo mientras reunía los ingredientes para su pócima. Seleccionó todo lo que le vino a las manos: agujas de abeto, cortezas de sauce, un trozo de corteza de abedul y unas bayas que hizo extraer de la tierra a los cazadores después de limpiar el terreno de nieve. Recogió por último unas cuantas raíces heladas y regresó al campamento.
Makamuk y Yakaga lo observaban en cuclillas a sus espaldas, anotando mentalmente qué ingredientes añadía a la olla de agua hirviendo y en qué cantidades.
-Hay que tener cuidado de poner las bayas primero -explicó-. Me olvidaba. Falta una cosa. El dedo de un hombre. Déjame, Yakaga, que te corte un dedo.
Pero Yakaga ocultó la mano y frunció el ceño.
-Sólo el dedo índice -rogó Subienkow.
-Yakaga,