Obras de Jack London. Jack London

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Obras de Jack London - Jack London biblioteca iberica

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el montón informe de cadáveres torturados que se apilaba sobre la nieve.

      -Tiene que ser el dedo de un hombre vivo -objetó el polaco.

      -Tendrás el dedo de un hombre vivo -Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo-. Aún no ha muerto -anunció, arrojando el trofeo sangriento a los pies del polaco-. Además es un buen dedo, porque es muy grande.

      Subienkow lo arrojó directamente al fuego y comenzó a cantar. Era una canción de amor francesa la que, con gran solemnidad, cantaba a la poción.

      -Sin esta fórmula, la medicina no valdría para nada -explicó-. Son estas palabras lo que le dan su fuerza. Mira, ya está lista.

      -Di las palabras despacio, para que pueda aprenderlas -ordenó Makamuk.

      -Te las diré después de la prueba. Cuando el hacha caiga tres veces sobre mi cuello te comunicaré la fórmula secreta.

      -Pero, ¿y si la medicina no sirve? -preguntó ansioso Makamuk.

      Subienkow se volvió hacia él enfurecido.

      -Mi medicina siempre es buena. Y si no lo es, haz conmigo lo que hiciste con los otros. Despedázame como has hecho con él -dijo señalando al cosaco-. La medicina ya se ha enfriado. Me la aplicaré en el cuello con otra fórmula mágica.

      Y mientras se frotaba el cuello con aquella mixtura entonó gravemente una estrofa de La Marsellesa.

      Un alarido vino a interrumpir la comedia. El cosaco gigante, obedeciendo al último impulso de su vitalidad monstruosa, se había puesto de rodillas. Y cuando el Gran Iván, un momento después, comenzó a arrastrarse a espasmos sobre la nieve, los mulatos acogieron el hecho con carcajadas, gritos de sorpresa y aplausos.

      Subienkow sintió náuseas ante aquel espectáculo, pero supo dominarse y fingir enojo.

      -Así no se puede hacer nada -dijo-. Acaba con él y luego haremos la prueba. Tú, Yakaga, encárgate de que cesen esos ruidos.

      Mientras Yakaga obedecía, Subienkow se volvió hacia Makamuk.

      -Y recuérdalo, el hachazo tiene que ser muy fuerte. No se trata de un juego de niños. Dale un par de tajos a ese tronco, para que pueda ver que manejas el hacha como un hombre.

      Makamuk obedeció y asestó al tronco dos hachazos precisos y vigorosos que arrancaron una gran astilla de madera.

      -Muy bien -Subienkow miró en torno suyo al círculo de rostros salvajes que parecían simbolizar la muralla de brutalidad que lo había rodeado desde aquel día lejano en que la policía del zar lo había arrestado en Varsovia-. Toma tu hacha, Makamuk, y ponte de pie aquí. Yo me echaré sobre el tronco. Cuando levante la mano asesta el golpe. Hazlo con toda tu fuerza, y ten cuidado de que nadie se ponga detrás de ti. La medicina es buena y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos.

      Miró los dos trineos con los perros enganchados y cargados de pieles y pescado. Sobre las pieles de castor yacía su rifle, y junto a los trineos esperaban los seis cazadores que iban a constituir su guardia.

      -¿Dónde está la muchacha? -preguntó el polaco-. Que la lleven junto a los trineos antes de que dé comienzo la prueba.

      Cuando hubieron satisfecho su deseo, Subienkow se echó en la nieve y puso la cabeza sobre el tronco, como un niño fatigado que se dispone a dormir. Había vivido tantos años y tan terribles, que de verdad estaba cansado.

      -Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk -dijo-. Pega y pega fuerte.

      Levantó la mano. Makamuk blandió el hacha, una segura de las que utilizaban los indios para cortar troncos. El acero hendió como un rayo el aire helado, se detuvo una fracción de segundo a la altura de su cabeza y descendió después sobre el cuello desnudo de Subienkow. Carne y hueso cortó la hoja limpiamente, abriendo después una profunda hendidura en el tronco. Los salvajes, asombrados, vieron caer la cabeza a un metro de distancia del tronco ensangrentado.

      Se hizo un profundo silencio, durante el cual, poco a poco, se fue abriendo camino en las mentes de aquellos salvajes la idea de que no existía tal medicina. El ladrón de pieles los había engañado. De todos los prisioneros, sólo él había escapado de la tortura. En eso había consistido su jugada. De pronto se levantó una oleada de risotadas. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles lo había burlado. Lo había ridiculizado ante los ojos de todos. Mientras los salvajes continuaban riendo a carcajadas, Makamuk se volvió y se alejó con la cabeza agachada. Sabía que desde aquel día ya no sería Makamuk. Sería el burlado. La fama de su vergüenza lo seguiría hasta la muerte, y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en el verano para traficar, junto a las hogueras de los campamentos se referiría la historia de cómo el ladrón de pieles había muerto una muerte digna a manos del burlado. ¿Quién fue el burlado?, oía preguntar en su imaginación a un jovenzuelo insolente. El burlado, le responderían, fue aquél a quien llamaban Makamuk antes de que cortara la cabeza al ladrón de pieles.

      (

      En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande », y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

      La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

      Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.

      Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Río Rewa. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente.

      Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirlo. El rey de Rewa le advirtió que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaika i -esto es, que se lo comerían-, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que lo vencerían, a él se lo comerían y luego

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