Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Había que escucharlo como se hace con un chiquillo con problemas. No lo sabía. De alguna manera, ocurrió. No volvería a suceder. Aterrizó, en parte, sobre alguien y cayó de través. Sintió como si todas las costillas del lado izquierdo se le hubiesen fracturado; luego rodó sobre sí mismo, y vio, en forma vaga, que el barco que acababa de abandonar se erguía sobre él, con la luz roja del costado ardiendo, grande en la lluvia, como un fuego en el borde de una colina vista a través de la niebla.
—Parecía más alto que una pared; se erguía como un risco sobre el bote… Tuve deseos de morir —exclamó—. Imposible volver. Era como si hubiese saltado dentro de un pozo… En un agujero profundo y eterno.
Capítulo X
Entrelazó los dedos y los apartó con fuerza.
Nada podía ser más cierto: en verdad había saltado a un agujero profundo y permanente. Había caído desde una altura que jamás podía volver a escalar.
Para entonces el bote era impulsado hacia delante, más allá de la proa. La oscuridad era demasiado densa para que se vieran unos a otros, y, lo que es más se encontraban cegados y semi ahogados por la lluvia. Me dijo que era como ser barrido por una inundación a través de una caverna. Volvieron la espalda a la borrasca; parece que el capitán pasó un remo sobre la popa para mantener el bote delante de él, y durante dos o tres minutos el fin del mundo llegó en un diluvio de oscuridad tan profunda como la pez. El mar silbaba «como veinte mil teteras».
Ese es un símil de él, no mío. Imaginan que no hubo mucho viento después de la primera ráfaga; y él mismo admitió en la investigación que el mar nunca subió mucho, esa noche. Se acurrucó en la proa y lanzó una mirada furtiva hacia atrás. Vio un solo resplandor amarillo de la luz de la punta del mástil, muy arriba, y borroneada como una última estrella a punto de disolverse.
—Me aterrorizó verla todavía allí —eso dijo. Lo que lo aterrorizó fue el pensamiento de que aún no habían terminado de ahogarse. Sin duda quería concluir con esa abominación lo antes posible. En el bote, nadie emitía un sonido. Parecía volar en la oscuridad, pero es claro que no avanzaba mucho.
Entonces el chubasco pasó adelante, y el gran ruido sibilante y enloquecedor siguió a la lluvia, hacia lo lejos, y se extinguió. Ya no se escuchaba nada más que el leve batir del agua contra los costados del bote. A alguien le castañeteaban los dientes con violencia. Una mano le tocó la espalda. Una voz débil preguntó:
—¿Está ahí? Otra gritó, temblorosa.
—¡Se hundió! —y se reunieron todos para mirar a popa. No vieron luces. Todo era negro. Una tenue llovizna fría les golpeaba el rostro. El bote se sacudía un tanto. Los dientes castañetearon cada vez con mayor velocidad, se interrumpieron y volvieron a castañetear otras dos veces, antes que el hombre pudiese dominar sus temblores lo bastante para decir:
—Ju-ju-justo a ti-tiem-po… brrr.
Reconoció la voz del jefe de máquinas que decía, mal humorado:
—Lo vi hundirse. En ese momento di vuelta la cabeza por casualidad.
El viento había amainado casi por completo.
Miraron en la oscuridad, con la cabeza vuelta a medias hacia barlovento, como si esperasen escuchar gritos. Al principio se sintió agradecido de que la noche hubiese cubierto la escena ante sus ojos, y después, el hecho de saberlo, y sin embargo no haber visto ni oído nada le pareció, en cierta forma, el punto culminante de una tremenda desdicha.
—Extraño, ¿verdad? —murmuró, interrumpiéndose en su inconexa narración.
A mí no me pareció extraño. Pero él debió tener la convicción inconsciente de que la realidad no podía ser ni la mitad de mala ni la mitad de angustiosa, atroz y vengadora que la creada por el terror de su imaginación. Creo que en ese primer momento, el corazón se le estrujó con todos los sufrimientos, que su alma conoció el sabor amulado de todo el miedo, el horror, la desesperación de ochocientos seres humanos aplastados en la noche por una muerte repentina y violenta, pues de lo contrario, ¿por qué habría dicho?
—Me pareció que debía saltar del maldito bote y volver nadando para ver… media milla… más… cualquier distancia… hasta el lugar mismo.
¿Por qué ese impulso? ¿Entienden el significado? ¿Por qué hasta el punto mismo? ¿Por qué no ahogarse allí… si pensaba ahogarse? ¿Por qué hasta el punto mismo, para ver… como si su imaginación tuviese que ser apaciguada por la seguridad de que todo había terminado, antes que la muerte pudiese brindarle alivio? Desafío a cualquiera de ustedes a que ofrezca otra explicación. Fue una de esas visiones insólitas y emocionantes a través de la bruma.
Una extraordinaria revelación. Lo dijo como lo más natural que se podía decir. Luchó contra el impulso, y entonces adquirió conciencia del silencio. Me lo mencionó. Un silencio del mar, del cielo, fusionados en un silencio indefinido e inmenso como la muerte, en torno de esas vidas salvadas y palpitantes.
—En el bote se habría podido oír la caída de un alfiler —dijo, con una rara contracción de los labios, como un hombre que trata de dominar sus sensibilidades mientras relata algún hecho conmovedor.
¡Un silencio! Sólo Dios, quien lo hizo tal como era, sabe qué efecto le produjo eso en el corazón. No creía que ningún lugar de la tierra pudiese estar tan calmo —dijo—. Era imposible distinguir el mar del cielo; nada que ver, y nada que oír. Ni un atisbo, ni una sombra, ni un sonido. Habría podido creerse que hasta el último trozo de tierra firme yacía ya en el fondo; que todos los hombres de la tierra, salvo yo y esos pobres diablos del bote, se habían ahogado.
Se inclinó sobre la mesa, con los nudillos apoyados entre tazas de café, copas de licor, colillas de cigarro.
—En apariencia, así lo creí. Todo había desaparecido y… todo estaba terminado… —lanzó un profundo suspiro—… Todo había terminado para mí.
Marlow se incorporó de pronto y arrojó su cigarro con fuerza. Dejó una veloz huella roja, como un cohete de juguete disparado a través de los cortinados de la trepadora. Nadie se movió.
—Eh, ¿qué les parece? —exclamó con repentina animación—. ¿No fue coherente consigo mismo, no lo fue? Su vida salvada había terminado por falta de suelo bajo los pies, por falta de visiones para sus ojos, por falta de voces en sus oídos. Aniquilación…
¡Eh! Y durante todo el tiempo sólo había un cielo nublado, un mar que no hendían, el aire que no se movía. Sólo una noche, sólo un silencio.
Duró un rato, y luego, de repente y en forma unánime, sintieron necesidad de producir algún ruido vinculado con su fuga.
—Desde el comienzo supe que se hundiría.
—Por un pelo.
—¡Una salvada milagrosa, caramba! Él nada dijo, pero la brisa que había cesado volvió, una corriente suave, cada vez más fresca, y el mar unió su voz murmurante a esa parlanchina reacción que reemplazaba los momentos de mudez y pavor. ¡Se había hundido! ¡Se había hundido! ¡Se había hundido! No cabía duda. No habrían podido ayudar. Repitieron las mismas palabras una y otra