El arte del amor. Miranda Bouzo

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destapó un lienzo en blanco, de mayores dimensiones.

      —¿Y eso? Está en blanco.

      —Es para ti, Alice —dijo mientras cogía de la mesa cercana un pincel de Gouché, delicado, de madera natural y cerdas cortas.

      —Sabes que ya no pinto —dije sin coger el pincel que me tendía, escondí la mano a la espalda en un acto reflejo, huyendo de la impotencia de no poder plasmar ya nada sobre un lienzo.

      —Puede ser un buen momento para volver hacerlo, tal vez te ayude a pensar. Necesito tu ayuda con este cuadro de Rembrandt, sabes que yo no pinto como tú…

      Nos miramos, cómplices de tantas confidencias y momentos compartidos. Había dejado de pintar hacía demasiado tiempo, cuando una buena fiesta y un par de pastillas de colores eran lo único que llenaba mi vida. Demasiada pasión por vivirlo todo, por no desperdiciar un solo momento, por beberme la vida. Con los bolsillos llenos, en un país extranjero, lejos de la protección de papá y mamá y muy poca experiencia fuera de casa. Hasta el día en que me desperté en un barrio del centro de Madrid, en un callejón, la cara llena de golpes y sin recordar nada de lo que había sucedido la noche anterior. La llamé a ella, fue quien me llevó a que me reconocieran y con quien suspiré al saber que solo había sido un robo. Con quien confesé ante mis padres, muerta de miedo, y les expliqué todo. Nela cada fin de semana lo pasaba conmigo en la clínica en la que me internaron. Nunca me abandonó ni perdió la esperanza, confió en mí como nadie.

      —Inténtalo, hazlo por esta gorda embarazada o el niño saldrá con un pincel en la frente y tendrás que explicárselo a Soren.

      Reí con ganas por sus trucos de antojos. Quizá mañana. Quizá otro día.

      JÜRGEN

      Agarré el vaso con fuerza, los nudillos blancos, estaba a punto de reventar el duro cristal de bohemia y relajé la mano, agarrotada por el esfuerzo. ¿En qué momento había perdido la cabeza y corrí a Füssen para ver a Suzanne? En cuanto me llamó y tuve la menor oportunidad de salir de la casa. Y allí estaba yo, escuchando su interminable lista de reproches acerca de que no la había llamado en semanas, que pasaba de ella, que no sabía mantener una relación. Pero ¿qué relación? Esa mujer era preciosa, con su melena rubia y su andar sexy, los labios llenos y… No teníamos ninguna relación, aparte de que cuando me aburría la buscaba. La tenía a mano, a una hora de Waldhaus, buena bodega y una casita típica de los Alpes con una enorme chimenea en el salón. Sin complicaciones. La miraba a los ojos y no veía más que vacío. En realidad, no creo ni que le importara más de lo que ella a mí, pero soy un Müller, dinero y buena vida, además de un físico envidiable.

      —Escucha, Suzanne, no ha sido buena idea. Es mejor que me vaya.

      Sus enormes ojos azules se abrieron de par en par, sin poder creer que me hubiera tragado toda aquella charla y fuera a marcharme sin pedir nada a cambio.

      —Estás con alguien —afirmó de repente, como si yo hubiera dicho algo aparte de que me marchaba.

      —Siempre estoy con alguien, Suzanne. Que yo sepa, no te he prometido nunca fidelidad.

      Y, sin embargo, la imagen de una inglesa de cabellos tostados y ojos color avellana me asaltó por sorpresa. ¿Qué…?

      —No, no lo has hecho, pero nunca antes te había visto tan serio y sin ganas de sexo. Llevo sin verte meses y ¿ahora te vas así?

      Solté el vaso sobre la mesa, fui derecho hacia la puerta. Cogí las llaves del coche y me giré un momento para mirar hacia su rostro perplejo.

      —Estoy cansado, Suzanne, otro día, ¿vale?

      No sé si quería que la escuchara al cerrar la puerta, pero el insulto lo oí tan claro como si estuviera a mi lado. Fuera, subí por el camino de gravilla hasta el Porsche, otra tontería de las mías, solo podía conducirlo en verano porque en invierno se hundía en la nieve y permanecía en el garaje casi un año. ¿Tendría razón la inglesa? ¿Todo sería parte del «estereotipo» como ella me llamó? Al acelerar sobre el camino, el rugido del motor pareció contestar. No. Eres Jürgen Müller y te gusta.

      Conduje deprisa, con el acelerador tan a fondo como el tráfico permitía. Era viernes y la autopista estaba llena de coches, aún hacía buen tiempo y la gente escapaba hacia las casas de verano en busca de los últimos días de calor.

      Al tercer cambio de carril volví a mirar, el retrovisor me devolvió la imagen de un todoterreno negro. Esperé un poco más. Ahí estaba de nuevo. Volvió a cambiar de carril siguiendo mi trayectoria. Puse de nuevo el intermitente, tres coches más atrás hizo lo mismo.

      Busqué la siguiente salida y me pegué al lado derecho como si fuera a coger el desvío, otra vez el mismo movimiento que yo. No podía ver al conductor con la luz del sol tras nosotros.

      —¡Joder! —grité cabreado. No sabía desde cuándo me seguían, pero estaba claro que iban detrás de mí. No era difícil, llevaba el coche más llamativo de todos. ¿Sería por el jodido cuadro? Debí contarle a Soren que intentaron robármelo. Andréi se había cabreado demasiado, más que en otras ocasiones, cuando le levantaba una antigüedad que él deseaba. Recorrí toda Roma para esquivar a sus hombres, de tugurio en tugurio, hasta perder el conocimiento, cobijado por el anonimato y mis amigos.

      Con el intermitente puesto hice el gesto de girar y el todoterreno se metió en el carril de salida, giré el volante con fuerza y volví a entrar en la autopista provocando unos cuantos pitidos y derrapajes. Intentó seguirme, pero ya era demasiado tarde, lo vi desistir hasta perderse en un cambio de sentido. Pisé el acelerador en vez de sonreír, un regusto amargo se quedó anclado en el estómago. Soren no debía enterarse, en Waldhaus estaríamos seguros.

      ALICE

      Al salir, rodeé los muros por el sendero hasta ver la casa en toda su magnitud: los arcos ojivales de las ventanas, los contrafuertes de piedra blanca y los tejados de pizarra negra con vertiginosas caídas. Paseé siempre vigilada por los guardias apostados en cada una de las esquinas, en la linde con el bosque, donde las últimas luces se filtraban sobre el suelo de agujas y un aire frío comenzaba a soplar. Heiner, el jefe de seguridad, pasó junto a mí y me saludó con la cabeza con frialdad. Era el único con el que apenas había intercambiado unas breves palabras de agradecimiento cuando nos llevó del aeropuerto a Waldhaus el día anterior. El rugido de un motor rompió la paz del paisaje, un Porsche antiguo, de color azul claro, entró a toda velocidad y siguió el sendero hasta parar frente a la entrada con un chirrido de sus frenos y dejando una estela negra sobre la gravilla blanca.

      Sonreí cuando Jürgen bajó del coche. ¡Solo podía ser él! Llevaba unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color. Fruncía el ceño como si pensase en algo que no acababa de convencerle, y entonces me vio. Su expresión cambió con rapidez de la sorpresa al reconocimiento, ¿se había olvidado de que yo estaba allí?

      —¡Eh! ¡Inglesa!

      Intenté no enfadarme con él, me hacía gracia su saludo: «¡Eh!». Y lo cierto es que sí era inglesa, y hacía unas horas lo había tratado un poco mal. «¿A qué has venido, Alice, de qué huyes?». Tal vez Jürgen solo intentaba saber qué me había llevado allí, igual que Nela y Soren, igual que mi familia y yo misma. Si íbamos todos a convivir unos días no quería provocar problemas a Nela. Iba a llevarme bien con el hermano de Soren. «Una excusa como otra cualquiera para no confesar que te atrae…», apagué la

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