La casa de las almas. Arthur Machen

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La casa de las almas - Arthur Machen

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de su esposa en la tarde y ahora la estaba mirando a los ojos.

      —Ay, de verdad que no podría decírtelo, querido. Me daría vergüenza.

      —Pero eres mi esposa.

      —Sí, y eso no cambia nada. A una mujer no le gusta hablar de esas cosas.

      Darnell inclinó la cabeza. Su corazón latía deprisa; puso su oreja junto a la boca de ella y dijo:

      —Susurra.

      Mary le bajó la cabeza aún más con su mano suave y sus mejillas se encendieron mientras susurraba:

      —Alice dice que… arriba… sólo tienen… un cuarto amueblado. La sirvienta… se lo contó.

      Con un gesto inconsciente, ella pegó a su pecho la cabeza de él, que a su vez doblaba los rojos labios de ella contra los suyos, cuando un violento tintineo resonó por la casa silenciosa. Se enderezaron y la señora Darnell se apresuró hacia la puerta.

      —Es Alice —dijo—. Siempre llega a tiempo. Acaban de sonar las diez.

      Darnell se estremeció a causa de la molestia. Sus propios labios, él lo sabía, por poco se habían abierto. El bonito pañuelo de Mary, delicadamente perfumado con una anforita que le había regalado una amiga de la escuela, estaba tirado en el piso, y él lo recogió, lo besó y luego lo escondió.

      El asunto de la estufa los tuvo ocupados todo junio y hasta muy entrado julio. La señora Darnell aprovechaba cualquier oportunidad para ir al West End a investigar la capacidad de los últimos modelos, revisando con seriedad las últimas mejorías y oyendo lo que tenían que decir los vendedores, mientras que Darnell, como dijo, se puso a “echar ojo” en la Ciudad. Acumularon bastante literatura sobre el tema, salían con folletos ilustrados y en las noches se divertían mirando los dibujos. Vieron con reverencia e interés las ilustraciones de grandes estufas para hoteles e instituciones públicas; poderosos aparatos equipados con una serie de hornos para distintos usos, con un dispositivo maravilloso para asar, y una batería de accesorios que parecían investir al cocinero casi con la dignidad de un ingeniero en jefe. Sin embargo, cuando en alguna de las listas encontraban las imágenes de las estufitas “rústicas” de cuatro libras, y hasta de tres libras con diez, las desdeñaban, confiados del artículo de ocho o diez libras que pensaban comprar… en cuanto los méritos de las diversas patentes se hubieran discutido hasta el cansancio.

      La Cuervo fue por mucho tiempo la favorita de Mary. Prometía la máxima economía con la mayor eficiencia y muchas veces estuvieron a punto de hacer el pedido. No obstante, la Resplandor parecía igual de seductora y sólo costaba ocho libras con cinco chelines, comparada con las nueve libras con siete chelines y seis centavos, y aunque la Cuervo era proveedora de la cocina real, la Resplandor contaba con más testimonios fervientes de potentados continentales.

      Parecía un debate sin fin y continuó día tras día hasta esa mañana, cuando Darnell despertó del sueño de un bosque antiguo, de las fuentes elevándose en veladura gris bajo el calor del sol. Mientras se vestía, le vino una idea y la presentó con gran impacto en su apurado desayuno, preocupado por el autobús para la Ciudad que pasaba por la esquina de su calle a las 9:15.

      —Tengo una mejoría a tu plan, Mary —dijo, triunfal—. Mira esto —lanzó un cuadernillo a la mesa y rio—. Es mucho mejor que tu idea. Después de todo, el gran gasto es el carbón. No es la estufa… por lo menos no es lo más grave. El carbón es lo que sale caro. Pero ve esto. Mira estas estufas de aceite. No queman carbón, sino el combustible más barato del mundo: aceite; y por dos libras con diez puedes conseguir una estufa que haga todo lo que quieras.

      —Dame el folleto —dijo Mary—, y lo hablamos en la noche, cuando regreses. ¿Ya tienes que irte?

      Darnell lanzó una mirada ansiosa al reloj.

      —Adiós —se besaron de modo serio y cumplido, y los ojos de Mary le recordaron a Darnell aquellos solitarios estanques, ocultos en la sombra de un bosque antiguo.

      Así, día tras día, vivía en el mundo gris y fantasmal, parecido a la muerte, que de alguna manera, con la mayoría de nosotros, ha logrado su cometido de hacerse llamar “vida”. Para Darnell la auténtica vida habría parecido una locura y cuando, en forma ocasional, las sombras y vagas imágenes reflejadas de su esplendor caían en su camino, le daba miedo y se refugiaba en lo que habría llamado la “realidad” cuerda de los incidentes e intereses comunes y corrientes. Lo absurdo de su caso era, quizá, tanto más evidente en la medida que para él la “realidad” era una cuestión de estufas de cocina, de ahorrar unos chelines. Sin embargo, en verdad el sinsentido habría sido mayor si se hubiera dedicado a los establos de carreras, los yates de vapor y gastar muchos miles de libras.

      Así seguía adelante Darnell, día tras día, confundiendo extrañamente la muerte con la vida, la locura con la razón y a los fantasmas que vagaban sin propósito con seres humanos. Con sinceridad era de la opinión de que él era un empleado en la Ciudad, que vivía en Shepherd’s Bush… tras haber olvidado los misterios y las lejanas glorias resplandecientes del reino que era suyo por legítima herencia.

      II

      TODO EL DÍA UN CALOR PESADO y feroz había cubierto la Ciudad, y cuando Darnell se acercaba a casa observó el vapor tendido sobre las hondonadas húmedas, enrollado en espirales alrededor de Bedford Park hacia el sur y creciendo hacia el oeste, de manera que la torre de la iglesia de Acton parecía emerger de un lago gris. El pasto en las plazas y en los prados que alcanzaba a dominar mientras el camión avanzaba en forma pesada y trabajosa estaba quemado como el color del polvo. El parque de Shepherd’s Bush era un desierto miserable, pisoteado y café, rodeado de álamos monótonos cuyas hojas colgaban inmóviles en un aire que era humo caliente y quieto. Los transeúntes, agotados, avanzaban con dificultad por el pavimento, y el hedor del fin del verano entremezclado con el aliento de las ladrilleras hacía jadear a Darnell, como si inhalara el veneno de alguna fétida sala de enfermos.

      No hizo más que una ligera incursión contra el carnero frío que adornaba la mesa del té y confesó que estaba un poco “hecho polvo” por el clima y el trabajo del día.

      —Yo también tuve un día difícil —dijo Mary—. Alice ha estado muy rara y problemática todo el día y tuve que hablar con ella muy en serio. Ya sabes que pienso que sus salidas del domingo en la tarde tienen una influencia bastante perturbadora sobre la muchacha. Pero ¿qué se le va a hacer?

      —¿Sale con algún joven?

      —Por supuesto: un empleado de una abarrotería en la calle Goldhawk, Wilkin’s, ya sabes cuál. Los probé cuando nos mudamos para acá, aunque no fue muy satisfactorio.

      —¿En qué se les va toda la tarde? Tienen de las cinco a las diez, ¿no es cierto?

      —Sí;

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