La casa de las almas. Arthur Machen

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La casa de las almas - Arthur Machen

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y todos dirigidos contra ella y George, que ahora piensa que la señora Murry de seguro los inventó mientras iban en el carro. Dice que sería típico de ella, por anticuada y también por mala gente, y más habladora que un carnicero el sábado en la noche. Bueno, pues al fin llegaron a Hampton y Alice pensó que tal vez el lugar le agradaría a la mujer y lo disfrutarían un poco. Sin embargo, se la pasó refunfuñando en voz alta, y la gente los volteaba a ver y una mujer dijo, para que la oyeran: “Pues bueno, ellos también serán viejos algún día”, y Alice se enojó mucho porque, como me dijo, ellos no estaban haciendo nada. Cuando le mostraron la avenida de castaños en el parque Bushey, dijo que era tan larga y recta que le resultaba muy aburrido verla y que le parecía que los venados (y ya sabes lo bonitos que son, en realidad) se veían flacos y deprimidos, como si les faltara que les dieran suficiente bazofia con mucho grano. Dijo que sabía que no estaban contentos por la expresión de sus ojos, lo cual parecía indicar que los cuidadores les pegaban. Fue igual con todo: dijo que recordaba mercados de plantas en Hammersmith y Gunnersbury que tenían una mejor selección de flores, y cuando la llevaron al lugar donde pasa el agua, debajo de los árboles, estalló diciendo que era muy duro que la hicieran caminar tanto para enseñarle un canal común y corriente, sin siquiera una barca para alegrarlo un poco. Así siguió todo el día, y Alice me contó que dio gracias cuando llegó a la casa y se libró de ella. ¿No te parece espantoso para la chica?

      —Debe de haberlo sido, en verdad. Pero ¿qué ocurrió el domingo pasado?

      —Eso fue lo más extraordinario de todo. Hoy en la mañana noté que Alice andaba muy rara; se tardó más de lo normal en lavar las cosas del desayuno y me contestó muy feo cuando le hablé para preguntarle cuándo estaría lista para ayudarme a lavar, y al entrar en la cocina para revisar algo, noté que estaba haciendo su trabajo un tanto malhumorada. Así que le pregunté qué le pasaba y ahí salió todo. Apenas podía creer lo que oía cuando masculló algo de que la señora Murry pensaba que le podía ir mucho mejor, pero le hice una pregunta tras otra hasta sacarle todo. Sólo demuestra lo tontas y cabezas huecas que son estas muchachas. Le dije que es como una veleta. Si lo puedes creer, la vieja horrenda se portó como una persona distinta cuando Alice fue a verla la otra noche. Por qué, no logro entenderlo, aunque así fue. Le dijo a la muchacha que es muy bonita; que tiene muy buena figura; que camina muy bien y que ha conocido a muchas muchachas ni la mitad de listas y bonitas que ella que ganan veinticinco libras al año y con buenas familias. Al parecer entró en toda clase de detalles e hizo complicados cálculos de lo que podría ahorrar “con gente decente, que no anda jorobando y pichicateando, y que en la casa no guarda todo bajo llave”, y luego empezó a decirle un montón de tonterías hipócritas sobre cuánto aprecia ella a Alice, y que ya puede irse a la tumba en paz, sabiendo lo feliz que será su querido George con una esposa tan buena, y que si ahorra con un buen sueldo eso la ayudará a poner una casita, y terminó diciendo: “Y si sigues los consejos de una anciana, cariñito, en poco tiempo escucharás las campanas nupciales”.

      —Ya veo —dijo Darnell—. Y el resultado de todo esto, supongo, es que ahora la muchacha está muy a disgusto.

      —Sí, es tan joven y tonta. Hablé con ella y le recordé lo desagradable que había sido la vieja señora Murry y le dije que podía cambiar de lugar, aunque podría ser un cambio para mal. Creo que en todo caso la convencí de pensarlo con calma. ¿Sabes qué es, Edward? Tengo una idea. Me parece que la malvada mujer trata de hacer que Alice nos deje para poder decirle a su hijo que es una inconstante, y supongo que entonces inventaría alguno de sus estúpidos refranes: “Esposa inconstante, vida penante”, o alguna tontería por el estilo. ¡Vieja horrenda!

      —Vaya, vaya —dijo Darnell—, espero que no se vaya, por ti. Sería una gran molestia que tengas que buscar otra sirvienta.

      Volvió a llenar su pipa y fumó con placidez, un tanto refrescado después del vacío y la carga del día. El ventanal francés estaba bien abierto y ahora por fin entraba un soplo de aire más enérgico que la noche había destilado de los pocos árboles aún vestidos de verde en ese árido valle. El canto que Darnell había escuchado embelesado, y ahora la brisa, que aun en ese suburbio seco y sombrío seguía trayendo noticia del bosque, habían convocado la ensoñación a sus ojos y meditaba acerca de cuestiones que sus labios no podían expresar.

      —Sin duda debe ser una anciana malévola —dijo después de un tiempo.

      —¿La vieja señora Murry? Por supuesto que sí, ¡es una vieja malvada! Tratando de sacar a la muchacha de un lugar cómodo, donde está feliz.

      —Sí, ¡y que no le guste Hampton Court! Eso demuestra lo mala que debe ser, más que ninguna otra cosa.

      —Es hermoso, ¿verdad?

      —Jamás olvidaré la primera vez que lo vi. Fue poco después de que empecé en la Ciudad, el primer año. Tenía mis vacaciones en julio, y estaba recibiendo un salario tan pequeño que era impensable ir a la costa ni nada por el estilo. Recuerdo que uno de los otros empleados quería que lo acompañara a un tour de caminatas por Kent. Eso me hubiera gustado, pero el dinero no lo permitía. ¿Y sabes qué hice? En ese entonces vivía en la calle Great College, y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de la comida y me pasé la tarde holgazaneando en un sillón con una pipa. Había conseguido un tipo de tabaco nuevo, de un chelín con cuatro el paquete de dos onzas, mucho más caro de lo que podía permitirme fumar, y lo estaba disfrutando inmensamente. Hacía un calor espantoso, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana roja se puso peor; a las cinco, el cuarto era como un horno. Pero me alegraba tanto de no tener que ir a la Ciudad que nada me molestaba, y de repente me ponía a leer un poco de un extraño libro viejo que había sido de mi pobre papá. No podía entender mucho de lo que decía, aunque de alguna manera encajaba, y estuve leyendo y fumando hasta la hora del té. Luego salí a caminar, pensando que me vendría bien un poco de aire fresco antes de irme a acostar, y empecé a vagar, sin fijarme mucho por dónde iba, dando vuelta aquí y allá según mi capricho. Debo de haber caminado kilómetros y kilómetros, muchos de ellos en círculos, como dicen que hacen en Australia cuando se pierden en el matorral, y estoy seguro de que no habría podido repetir la misma ruta con exactitud ni por cualquier cantidad de dinero. El caso es que seguía en la calle cuando encendieron las luces, y los faroleros iban corriendo de un farol a otro. Fue una noche maravillosa: cómo quisiera que hubieras estado ahí, querida.

      —En ese entonces yo era una muchachita.

      —Sí, supongo que tienes razón. Bueno, fue una noche maravillosa. Recuerdo que iba caminando por una callejuela llena de casitas grises idénticas, con albardillas y jambas de estuco; muchas puertas tenían una placa de latón, y una decía:“FABRICANTE DE CAJAS DE CONCHAS DE MAR”, y me dio mucho gusto, pues a menudo me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y las cosas que uno compra en la playa. Unos niños jugaban en la calle con alguna u otra tontería, algunos hombres cantaban en el pequeño pub de la esquina y de casualidad volteé para arriba y noté que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Desde entonces he vuelto a verlo, pero creo que nunca ha sido justo como se veía aquella noche, de un azul oscuro que resplandecía como una violeta, como dicen que se ve el cielo en otros países. No sé por qué, pero el cielo o algo me hicieron sentir raro; todo parecía cambiado de una manera que no podía entender. Me acuerdo de que le conté lo que había sentido a un señor de edad que conocía, amigo de mi pobre padre; lleva cinco años muerto, si no es que más. Y él me miró y me dijo algo sobre el país de las hadas; no supe de qué hablaba, y me atrevería a decir que no me había sabido expresar correctamente. Pero, ¿sabes?, por un momento o dos sentí que esa callejuela era hermosa y que el ruido de los niños y de los hombres en el pub parecía encajar con el cielo y volverse parte de él. ¿Recuerdas el viejo dicho de que uno “camina en el aire” cuando está contento? Bueno, pues de verdad así me sentía al caminar, no exactamente en el aire, ¿sabes?, pero como si el pavimento fuera de terciopelo o una alfombra muy suave. Y luego, supongo que todo fue mi imaginación, el aire parecía

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