La casa de las almas. Arthur Machen
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El desayuno estaba servido en la planta baja, en la habitación de atrás con las ventanas francesas que daban al jardín, y antes de sentarse frente a su plato de tocino frito besó a su esposa de manera seria y cumplida. Ella tenía cabello castaño y ojos cafés, y aunque su bello rostro era serio y apacible, uno habría pensado que podría haber estado esperando a su marido bajo los árboles antiguos, luego de bañarse en el estanque hundido entre las rocas.
Tenían mucho de que hablar en lo que servían el café y se comían el tocino, y el huevo de Darnell ya lo traía la sirvienta, una muchacha estúpida de rostro polvoriento que siempre miraba fijo. Llevaban un año de casados y habían congeniado estupendamente; rara vez permanecían en silencio durante más de una hora, pero en las últimas semanas el regalo de la tía Marian les había brindado un tema de conversación que parecía inagotable. La señora Darnell había sido la señorita Mary Reynolds, hija de un subastador y agente inmobiliario de Notting Hill, y la tía Marian era la hermana de su madre, y supuestamente se había rebajado un poco al casarse en forma modesta con un comerciante de carbón, en Turnham Green. Ella había sentido mucho la actitud de su familia y los Reynolds lamentaron muchas de las cosas que se dijeron cuando el comerciante de carbón ahorró dinero y se hizo de terrenos con permiso de construcción en el barrio de Crouch End, con gran beneficio, al parecer. Nadie había pensado que Nixon pudiera hacer gran cosa en la vida, pero él y su esposa llevaban años viviendo en una hermosa casa en Barnet, con ventanas en voladizo, setos y un potrero, y las dos familias rara vez se veían, pues el señor Reynolds no era muy próspero. Por supuesto, la tía Marian y su marido habían sido invitados a la boda de Mary, pero se disculparon y enviaron un lindo juego de cucharas de los apóstoles en plata, y se temió que no pudiera esperarse nada más. No obstante, el día del cumpleaños de Mary su tía le había escrito una carta muy afectuosa, adjuntando un cheque por cien libras de parte suya y de “Robert”, y desde el momento en que recibieron el dinero los Darnell habían estado discutiendo el tema de cómo disponer de él con sensatez. La señora Darnell deseaba invertir la suma entera en bonos del gobierno, pero el señor Darnell le hizo ver que la tasa de interés era absurdamente baja y, después de mucho hablar, logró convencer a su esposa de invertir noventa libras en una mina segura, que estaba pagando cinco por ciento. Hasta ahí todo bien, pero las diez libras restantes, que la señora Darnell había insistido en conservar, daban origen a disquisiciones y discursos tan interminables como las disputas de las escuelas.
En un principio el señor Darnell propuso que amueblaran el cuarto “desocupado”. La casa tenía cuatro recámaras: la suya, el cuartito de la sirvienta, y otras dos que daban al jardín, una de las cuales se había usado para almacenar cajas, tramos de cuerda y números sueltos de Días tranquilos y Tardes de domingo, además de algunos trajes raídos del señor Darnell que habían sido envueltos con cuidado y puestos a un lado, pues no tenía idea de qué hacer con ellos. El otro cuarto estaba vacío y francamente era un desperdicio, y un sábado en la tarde, cuando volvía a casa en el autobús y mientras le daba vueltas a la difícil cuestión de las diez libras, el vacío indecoroso del cuarto desocupado entró de pronto en su mente y su rostro se iluminó de pensar que ahora, gracias a la tía Marian, se podía amueblar. Se entretuvo con este agradable pensamiento todo el camino a casa, pero cuando entró no le dijo nada a su esposa, pues sentía que era una idea que había que madurar. Le dijo a la señora Darnell que tenía que volver a salir de inmediato, ya que tenía un asunto importante, aunque volvería sin falta para tomar el té a las seis y media; y Mary, por su parte, no lamentaba quedarse sola, pues iba un poco atrasada con las cuentas de la casa. Lo cierto era que Darnell, absorto en la idea de amueblar el cuarto desocupado, deseaba consultar a su amigo Wilson, quien vivía en Fulham, y a menudo le había dado consejos sensatos sobre cómo disponer del dinero de la manera más provechosa. Wilson tenía que ver con el comercio de vino de Burdeos y la única inquietud de Darnell era que no estuviera en casa.
Sin embargo, todo salió bien; Darnell tomó un tranvía por la calle Goldhawk, anduvo el resto del camino y se alegró mucho de ver a Wilson en el jardín del frente de su casa, ocupado entre sus arriates de flores.
—Hace siglos que no te veo —le dijo con alegría cuando oyó la mano de Darnell en la puerta—, pasa. Ah, lo olvidé —agregó, mientras Darnell batallaba con la manija y trataba en vano de entrar—. Claro que no puedes abrir: no te he enseñado.
Era un día caluroso de junio y Wilson apareció con un atuendo que se había puesto a la carrera en cuanto llegó de la Ciudad. Traía un sombrero de palma con una elegante toquilla protegiéndole la nuca, y vestía un saco Norfolk y pantalones bombachos de tejido moteado.
—Mira —dijo, abriéndole a Darnell—, ve la maña. No giras la manija para nada. Primero empujas fuerte y luego jalas. Es un truco mío y lo voy a patentar. Verás, mantiene lejos a los indeseables… lo cual se agradece en los suburbios. Siento que ya puedo dejar sola a la señora Wilson, y antes no sabes cómo la importunaban.
—Pero ¿y las visitas? —preguntó Darnell—. ¿Cómo le hacen para entrar?
—Ah, nosotros les decimos. Además, seguro que alguien se halla atento —dijo, vacilante—. La señora Wilson casi siempre está en la ventana. Ahora salió; fue a visitar a unas amistades. Creo que es el día de casa de los Bennett. Hoy es el primer sábado, ¿verdad? Sí conoces a J. W. Bennett, ¿no? Está en la Cámara, y creo que le va muy bien. El otro día me pasó un dato excelente. Oye —añadió Wilson cuando se encaminaron a la puerta de la casa—, ¿por qué te pones esas cosas negras? Te ves acalorado. Mírame a mí. Bueno, y eso que he estado trabajando en el jardín, pero estoy más fresco que una lechuga. Imagino que no sabes dónde comprar estas cosas. Muy pocos hombres lo saben. ¿Dónde crees que las compré?
—Supongo que en el West End —respondió Darnell por mostrarse cortés.
—Sí, eso dice todo mundo. Y el corte es bueno. Pues te lo voy a decir, pero no se lo cuentes a todos. El dato me lo pasóJameson; tú lo conoces, Jim-Jams; comercia con China; Eastbrook 39. Me dijo que no quería que se enterara toda la Ciudad, pero ve a Jennings, en Old Wall, menciona mi nombre y no tendrás problema. ¿Y cuánto crees que me costaron?
—No tengo idea —dijo Darnell, que nunca en su vida había comprado un traje así.
—Bueno, adivina.
Darnell miró a Wilson con seriedad.
El saco le colgaba del cuerpo como un costal, los pantalones bombachos se escurrían de modo lastimoso sobre sus pantorrillas y en algunas partes prominentes el tejido moteado parecía listo para desvanecerse y desaparecer.
—Supongo que tres libras por lo menos —dijo al fin.
—Pues el otro día le pregunté a Dench, que trabaja con nosotros, y él adivinó cuatro chelines con diez,4 y su padre tiene algo que ver con uno de los negocios grandes de la calle Conduit. Pero sólo pagué treinta y cinco chelines y seis peniques. ¿A la medida? Por supuesto; mira el corte, hombre.
Darnell se asombró del precio tan bajo.
—Y por cierto —continuó